el callejero

El hombre que ama los árboles

6/03/2022 - 

VALÈNCIA. Santiago podría pasear por Viveros con los ojos vendados. Este hombre de 68 años avanza por el parque mientras habla de cada árbol como si fueran los vecinos de su pueblo. Pero primero se va al lado de la terraza de una cafetería para mostrarnos un ejemplar de podocarpus, una especie exótica que le gusta admirar porque no hay otra en toda València. "Es una rareza", apunta. O la monumental jacaranda que hay al lado y que hace de sombrilla para toda la terraza. Aunque su debilidad son esos árboles que lo resisten todo. Y por eso comienza a serpentear por el jardín hasta llegar a uno con el tronco hueco. "No se muere porque, en contra de lo que piensa la gente, su corazón no está en el centro sino detrás de la corteza, y este la conserva intacta". Y luego, un poco más adelante, muy cerca de la salida hacia la Pagoda, hay un pino que en lugar de crecer en vertical, se escoró y se retorció hacia un lado. Santiago le pone la mano en el tronco y le da un par de palmadas como quien da cariño a un caballo.

Santiago tiene un apellido vasco, Uribarrena, el acento francés y una vida en València. Pero el origen de todo está en Durango, donde su familia tiene un estatua por su carácter luchador. Pero eso fue al final, antes, mediada la Guerra Civil, tuvieron que huir de y emigrar hasta París. Allí, como Anne Hidalgo, la alcaldesa de París, nació y vivió Santiago. Sus padres trabajaban de lo que fuera para llenar el plato cada día. Su padre era albañil y su madre echaba una mano limpiando casas. Hasta que Santiago cumplió los veinte. Entonces los Uribarrena decidieron que ya era hora de volver a España. "Regresamos cuando ETA hizo saltar por los aires a Carrero Blanco (diciembre de 1973)", recuerda. Primero se instalaron en Gandia y, finalmente, en València. No quisieron quedarse en Durango. Porque después de Franco vino ETA y a la familia no le gustaban los dictadores pero tampoco los terroristas.

A este joven parisino le tocó cambiar de país, adaptarse a València y acabar sus estudios de Ingeniería Agrícola en la Universidad Politécnica. España estaba cambiando y muchos ciudadanos soñaban con un país libre que viviera en democracia. Santiago participó de esos movimientos de protesta y fue uno de esos jóvenes que salía a la calle a alzar la voz y que le tocaba salir corriendo delante de los grises (la policía franquista). "Yo participé de todos esos movimientos estudiantiles y políticos, y estoy muy orgulloso y contento de haberlo hecho. He viajado mucho y no hay otro país tan encantador como España", rememora.

Han pasado cuarenta y ocho años y no ha perdido su acento parisino. "Me llaman el gabacho", desvela con cierta resignación porque él, asegura, se siente valenciano, como su mujer y su hija, que es del Cabanyal. Al salir de la universidad como técnico agrícola, empezó a trabajar en la huerta de València, pero en 1979, cuando hubo un cambio en los ayuntamientos y Ricardo Pérez Casado entró en el de València, se postuló para trabajar en lo que siempre había deseado: la jardinería urbana. Y dos años más tarde, en junio de 1981, aprobó su oposición como técnico municipal.

La revolución arbórea

Fueron los años en los que, después de desviar el curso del Turia, se descartó el plan inicial de construir una carretera encima del viejo cauce y se aprobó hacer de aquella espina dorsal de la ciudad un gran jardín. El arborólogo trató de convencer a los políticos de que había que llenar aquello de árboles, pero los dirigentes se dejaron encandilar por los hombres de traje, arquitectos como Ricardo Bofill que acabaron imponiendo su criterio. Aunque Santiago, pese a que el modelo no fuera el mejor para él, lo considera "un hito" de la ciudad. "Es una pasada tener un millón de metros cuadrados en el corazón de València".

Santiago Uribarrena se jubila después de 41 años como jefe de sección del Patrimonio Arbóreo del Ayuntamiento y coordinador del Observatorio Municipal del Árbol del València (OPAV). Su obsesión durante estas cuatro décadas ha sido la cohabitación entre la ciudadanía y el árbol en la ciudad. "A partir de los 80 se ha producido una revolución arbórea. Las ciudades crecieron por la migración y entonces aún no se consideraba imprescindible incorporar espacios verdes. Era una explosión de la construcción algo alocada sin ningún tipo de planificación y así fue durante mis primeros años. Después empezamos a introducir que las ciudades deberían ser un poco más amigables, con más naturaleza y biofílicas, que es el amor hacia lo bio. Mi función ha sido introducir el verde. Yo tenía claro, por mi formación y por mis maestros, que el árbol tenía que jugar un papel muy importante en ese proceso".

Aunque la primera batalla, la del Jardín del Turia, la perdió. "Los jardineros siempre somos los del ornato, los que ponemos la plantita, y esa ha sido la gran batalla; entonces la perdimos porque ellos diseñaron como arquitectos y urbanistas. Y la selección de las especies arbóreas se hizo en función de los antojos de los diseñadores. Nosotros batallábamos para intentar meter una biodiversidad y una mezcolanza de árboles. Fueron años de discusión y teníamos las de perder porque los arquitectos eran divos y nosotros simples jardineros. Eso ha cambiado. Ahora ya se entiende en la arquitectura que esto es un trabajo multidisciplinar y que tienen que trabajar con el sector verde. Pero entonces solo éramos planta plantas. Y aquellos divos se decantaron por el ciprés o la palmera, pero siempre dominando sus aspectos arquitectónicos, mientras nosotros pensábamos en un bosque, en la vegetación de libre crecimiento".

"El árbol es vida"

Aún así, Santiago es feliz en el viejo cauce, al que le da "un aprobado". A lo largo de ese gran parque que va desde Xirivella hasta el Oceanogràfic hay cerca de 35.000 árboles. Ahora están haciendo inventario de todos los ejemplares que hay. En la ciudad, calcula que hay más de cuatrocientas especies arbóreas. Una gran variedad en la que este arborólogo encuentra una explicación. "València tiene una ventaja y es que está justo en el límite entre el norte y el sur. Aún están las especies como el tilo, el olmo, algún abedul, pero también las del sur, como el eucalipto o la morera, la jacaranda... Todos los árboles me gustan, pero me encantan los ficus, que más al norte no funcionan, y las palmeras, aunque técnicamente no sea un árbol".

Este experto en botánica tiene un hablar pausado y una mirada huidiza. A su lado, sin atreverse casi a hablar, alumna frente a maestro, está Isabel, su sucesora, que solo al final se introduce en la conversación para dejar caer, casi en un susurro, que Santiago recibió un premio por el tratamiento que hizo del picudo. "La importación de palmeras hizo que en el año 2007 entrara el picudo en València, como en toda Europa, y matara miles y miles de palmeras. Aquí organizamos un plan municipal de contención, porque es difícil erradicar, y tratar de salvar el palmeral de València, que está compuesto por más de 14.000 ejemplares. Y por ese trabajo colectivo nos dieron un premio en Valladolid", expone sin darse muchas ínfulas.

Su amor por los árboles es desmedido, aunque él lo considera totalmente lógico si entendemos que ellos llevan 400 millones de años en la Tierra -"nosotros somos unos recién llegados, no llevamos ni un millón de años", matiza- y que tenemos manos y brazos porque hace mucho tiempo vivíamos en los árboles. "Creo en el árbol. Es el sistema vivo más importante, el que crea luego la estructura verde. Es la base del ecosistema terrestre. El árbol es vida".

Sus ciudades predilectas también se ordenan en función de estos seres vivos. Santiago recuerda con agrado el arbolado de París, el de Londres y, en España, Vitoria, la capital verde. "Una ciudad arbolada siempre es una ciudad interesante y mejor", añade. Y ya hace años que dejó València para irse a vivir a Moncada, que es algo así como una mezcla del campo y la ciudad. No teme a la jubilación y afirma que seguirá en contacto con sus compañeros para seguir con la formación y la divulgación. "Y ahora también tendré más libertad para decir lo que pienso", dice. Porque ya no tiene veinte años ni corre delante de los grises, pero considera que aún quedan muchas cosas por reivindicar.



Santiago y su mujer, Amparo, tienen una hija, Clara. Él intentó dirigirla hacia su mundo, pero venció la madre y se hizo neuropsicóloga. "Aunque siempre le digo, y ella lo tiene claro, que el árbol es un elemento saludable. Cuando uno tiene un problema y se pasea por un bosque lleno de árboles, encontramos tranquilidad. Y luego están los que piensan que los árboles transmiten energía y nos pueden serenar. Y eso está sin estudiar. Está demostrado que la gente depresiva, en un ambiente arbóreo, reduce esa problemática de salud. No te cura, pero te ayuda".

El árbol de la siesta

Este experto en la naturaleza camina feliz por los Jardines del Real mientras sigue saludando a sus vecinos. Un alce de Montpellier que en invierno se ha quedado desnudo pero que en otoño luce un color dorado irresistible. O un drago de Canarias que pasa desapercibido frente a la Casa del Jardinero Real, donde está la sede del Observatorio Municipal. Y a su lado, un plátano de sombra. Un poco más alejado está un laurel, que se considera un arbusto pero que, con el tiempo, puede acabar adquiriendo el aspecto de un árbol, con un tronco único. Y un ginko biloba, del que presume Santiago porque se dice que fue el único que resistió a la bomba nuclear en Hiroshima.

En este paseo arbóreo, Santiago se detiene y hace un mueca. Pasa entonces una de sus grandes manos por la corteza donde algún joven ha clavado una navaja para escribir 'Hamza y Isabel' sobre un corazón. No le gusta, pero hace un gesto de resignación como dando a entender que a esas edades todos hemos sido un poco inconscientes. Ante un ficus cuenta que València tiene 26 de gran tamaño y que el árbol más grande de la ciudad probablemente sea el ficus del Parterre, con más de veinte metros de altura y una copa con 37 metros de diámetro. Aunque él acaba volviendo a ese pino en escorzo que hay junto a la entrada. Él lo conoce como el "árbol de la siesta" porque lleva cuarenta años viendo a la gente tumbarse bajo su sombra. Lo observa con ternura y lo abraza. Porque los árboles han sido, y son, el amor de su vida.

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