El primer adiós al pueblo de Mestalla, y que me perdonen todos los grandes amigos que aún conservo en el barrio de la Exposición, fue al edificio bautizado popularmente como nuevo Ayuntamiento. Aquel edificio recubierto por ladrillo caravista y cuyo tejado estaba decorado con cubiertas acristaladas con diseño semicircular desapareció de nuestras retinas por un impulso de fanfarronería. Los promotores de aquella obra arquitectónica que deseaban disfrutar de una ciudad eventual y efímera no comían arroz, ni viajaban en tartana, preferían el bogavante y se desplazaban en coche de alta gama. Hoy pesa sobre el templo de Mestalla una orden de derribo. El nuevo Ayuntamiento fue un daño colateral a la ampliación del viejo Mestalla, a menos de tres años de cumplir su centenario. Me siento muy identificado con este barrio, he crecido y deambulado por él, al igual que el desaparecido maestro de la pintura y valenciano universal Juan Genovés.
En mi ciudad imaginaria, una vez se anuncie el adiós definitivo del pueblo de Mestalla, tras el derribo del campo de fútbol, me gustaría recordar la zona al pasear por sus futuras zonas ajardinadas, disfrutando del paisaje con una gran escultura al fondo del titular del abrazo. No estaría mal. Sería acertar con la lógica. Darle sentido a la ciudad. Construir un túnel con el pasado. Universalizar Mestalla con la cultura. En las últimas semanas, aunque la información local se ceba con la plaza roja y su entorno, ahora le ha tocado sufrir al ornamento resaltado en el asfalto del nombre de la ciudad. Es conocido por los amantes al olor de lo vetusto, fieles a darle una nueva oportunidad al objeto en desuso, en el marco de un tiempo azotado por la modernidad liquida, que estos filacterios del madrugón han tenido que cambiar sus rutinas los días de asueto. Hablo del traslado del Rastro de València al Barrio de Beteró, nuevo escenario de la venta ambulante. En este caso la polémica respecto al mercado de la venta de segunda ocasión nunca ha saltado a la opinión pública por la liberalización de los horarios comerciales, sino por las continuas mudanzas, aquí ocurre lo contrario, obligan a los vendedores con licencia a trabajar los festivos.
Hasta hace muy pocas semanas el Rastro estaba ubicado semanalmente en la Plaza del Presidente de los Presidentes, Luis Casanova. El Rastro de València ha vuelto a sufrir otra gentrificación. Soy relativamente joven, y si mi memoria no me falla, lo he visitado en tres lugares alternativos, aunque el de Mestalla ha sido el más recorrido. En estos casos suelo señalar como mal endémico de los valencianos el mover cosas, trasladar edificios, derribar ilusiones o acabar con la memoria histórica. La nueva ubicación del Rastro es otra más a la black list. He querido compartir esta nueva aventura o andadura del Rastro con uno de los mejores ojeadores que tiene la ciudad, Andrés Giménez. Ambos hemos coincidido en que el nuevo recinto periférico, pudiéndonos equivocar, no era el más propicio. Valéncia no puede, ni debe, descolgarse en el ranking de la general por alcanzar a Madrid o Barcelona, más aún cuando ahora esto del turismo de masas empezaba a funcionar. Esperemos que cuando pase esta emergencia sanitaria, la ciudad vuelva a recobrar y pedalear con un turismo que empuje de nuestra economía. Lo necesitamos, pese a que algunos cada vez reconozcamos menos la ciudad en la que nacimos y vivimos.
València no puede permitirse en un plazo inferior a 30 años cambiar de ubicación en tres ocasiones el Mercado de la Pulga. Los vecinos de Madrid y Barcelona disfrutan de un rastro tradicional, accesible, situado en el mapa, reconocido y visitado por una horda de turistas que llegan a visitar sus ciudades. El actual gobierno municipal ha decidido, por un daño colateral, reubicar a estos vendedores que dan salud, cuidan y vuelven a dar vida a objetos moribundos, en una zona con ciertos problemas de acceso en domingos y festivos para el transporte público. Con un espacio en su origen de similar parentesco, pese a contar con árboles de rápido crecimiento, al de aquel gran parque temático construido en un secarral. València tuvo un gran rastro en Nápoles y Sicilia, un mercado de altura. Quizás, y si ha leído algunas de mis columnas, disponiendo del parque urbano más grande de Europa, a la altura del paseo de la Alameda, en la zona acotada donde se ubican años tras año la Mostra de Vinos y Cavas o la Feria de Andalucía, entre otros, hubiera sido un buen lugar para asentar este mercado. Y más cuando la Alameda está conectada por tierra con los Jardines de los Viveros, pudiendo albergar un vivero de exposición y venta, de muchas de las obras de pintores y artistas valencianos que no gozan de sus propios canales de venta. Con este tipo de actuaciones a veces pienso que una ciudad no solo debe construirse desde los despachos, las ideologías o los impulsos...