Francisco Camps es inocente, como él mismo aseguró hace trece años cuando presentó la dimisión en el Palau de la Generalitat. Lo ha dicho la justicia española, la misma que lo condenó a un periplo procesal de más de quince años que acabaron resultando kafkianos por su duración más que por el fondo. Juzgar a un expresidente por unos contratos irregulares cuyos beneficiarios confesos y condenados lo señalan como parte del enjuague es normal; lo que no es normal es hacerlo quince años después de sucedidos los hechos.
Es una injusticia que padecen miles de ciudadanos en España —por poner otro ejemplo, los exconsejeros del Banco de Valencia llevan imputados más de doce años—, como consecuencia de una administración de Justicia lenta y farragosa cuya modernización nunca ha sido una prioridad para quienes mandan. En el flamante Plan Simplifica del actual Consell no hay una sola medida destinada a agilizar el funcionamiento de los juzgados. Si acudir a pedir justicia es un vía crucis, aunque ganes, que la justicia te señale como sospechoso durante quince años debe de ser una tortura.
"Vuelve Camps", titulábamos el otro día tras anunciar el expresident su deseo de volver a la política. El renacido prepara su venganza, desde la política, contra aquellos que lo persiguieron en los tribunales, sobre todo el PSOE. Pero antes busca en su partido justicia para él y para Rita Barberá —no pierde ocasión de recordar cómo la trataron los suyos—; Camps se reivindica como el político que arrasó en las elecciones de 2011 con 15 escaños más que Mazón y que podría volver a hacerlo. Él no ha cambiado, pero ni el partido ni la sociedad son los mismos que hace tres lustros. Si el PP no sabe manejar la situación, más que como el renacido podría acabar como John Rambo cuando volvió de Vietnam con todos sus compañeros muertos y sintió que nadie apreciaba sus sacrificios.
Volviendo a la parte judicial, anda Camps, tras la dura victoria, dándose masajes con un relato según el cual aquí no ha pasado nada. Lo hace animado por esa tesis pendular que equipara absolución con lawfare —persecución judicial con fines espurios—, tal como ya vimos en el caso de Mónica Oltra: si se archiva el caso o eres absuelto es que ha habido lawfare.
En virtud de esa tesis, para evitar que un proceso sea considerado lawfare solo se debería investigar aquello que va a acabar en condena. Lo que nos lleva a una paradoja judicial irresoluble: es imposible saber si unos indicios de delito pueden acabar en condena si no se investigan; y si se investigan, puede ocurrir que se descarte que haya delito.
En el caso Oltra, la vicepresidenta fue investigada porque la conselleria que dirigía actuó negligentemente para amparar a una niña que había denunciado abusos sexuales por parte de su marido —el de Oltra—, según señaló el tribunal que condenó al abusador y según plasmó después la fiscal jefa en un durísimo escrito. Tras ese escrito, un juez, con una diligencia discutible pero que ya habría querido Camps —un año y nueve meses—, instruyó una causa, interrogó a imputados y testigos, pidió pruebas documentales y acabó archivando el caso porque no vio delito alguno.
La mayoría de casos judiciales que afectaron a Francisco Camps están basados en escándalos de corrupción —o presunta corrupción— en los que se vieron envueltos la Generalitat que él dirigía y el partido que él presidía. La cúpula del PPCV, excepto él, fue condenada por corrupción, lo mismo que algunos consellers de sus gobiernos como Milagrosa Martínez y Rafael Blasco. El tribunal que lo acaba de absolver considera un hecho probado que hubo corrupción y por ello ha condenado a 'El Bigotes' y compañía y a cargos de la administración que Camps presidía. Y afirmar que en la Fórmula 1 y en la Visita del Papa no hubo irregularidades, chanchullos y aprovechateguis que se enriquecieron a costa del erario de la Generalitat es un insulto a la inteligencia.
Es cierto que la presencia de partidos o pseudosindicatos personados como acusación particular en determinadas causas que afectan a políticos, así como la búsqueda de caza mayor por parte de algunos jueces y fiscales que no se conforman con funcionarios o directores generales, ha alimentado la especie de que aquí todo es lawfare. Lo han hecho Vox, el PSOE y Compromís, pero no se puede quejar el PP, que está personado en el caso del hermano de Ximo Puig o que presentó a través de un asesor innumerables denuncias contra Joan Ribó y Sandra Gómez. No obstante, si nos ponemos a contar, la principal víctima de la judicialización de la política ha sido Podemos, que acumula más querellas en contra que Camps, todas archivadas. El lawfare existe porque en la justicia también hay corrupción, pero no todo proceso judicial que acaba en nada es lawfare.
Hay que dar la enhorabuena al abogado de Camps, Pablo Delgado, que ha hecho un buen trabajo. En la mayoría de casos en los que se le investigó el expresident no se sentó en el banquillo o ni siquiera llegó a estar imputado. Dos acabaron en juicio, el de los trajes y este último de los contratos de Gürtel. Curiosaente, los dos de menos enjundia. En el resto, se abrió una investigación y, con dilaciones indebidas, se archivó porque se vio que el expresident no tenía responsabilidad penal.
Otra cosa es la responsabilidad política, que corresponde juzgarla a los ciudadanos y a su partido. En el PP la absolución ha sido acogida con cierta frialdad. Ese "espero que la sentencia adquiera firmeza cuanto antes" de Mazón y Catalá sonó a recordatorio cruel en un momento que debía ser de euforia. Cabe recurso, sí, pero la Fiscalía debería evitar prolongar aún más un proceso en el que, a fin de cuentas, pedía para Camps un año de cárcel por unos contratos de hace quince años.
Si Camps finalmente vuelve a la política será interesante. Solo cabe desearle que si ocupa un puesto de responsabilidad acierte con sus colaboradores y sus amigos del alma, que luego vienen los disgustos.