VALÈNCIA. Toni Rodilla lleva 34 años al frente de uno de los locales de ocio con más solera del casco antiguo de València. Vivió los años de Blanquita, la llegada de la heroína y la invasión de los turistas que trajo el final de una época.
Joan Antoni Rodilla, conocido, por una broma de los amigos, como Toni Genoll, sabe perfectamente cuál es la mesa más fresca del Café Lisboa. Así que se va directo a la que está más al fondo, en una esquina, entre dos ventanas abiertas de par en par. A través de una se ve a la clientela departiendo alegre en la terraza, bajo el olivo que da sombra desde que, en plenas obras de la plaza del Doctor Collado, descubrieron que en el subsuelo se encontraba unos almacenes góticos de la antigua lonja del aceite, así que decidieron plantar el árbol a modo de homenaje.
Toni es el dueño del histórico café, que abrió en 1985 en la calle Caballeros y que lleva en la plaza 25 años. Tuvo un socio, casi un hermano, Josep Benet, que murió en 2007, demasiado pronto, con solo 55 años. Así que ahora lo dirige solo, con edad de estar jubilado (70 años), aunque el día a día recae en una joven, a la que casi ha condecorado como ‘jefa del Café Lisboa’, que se acerca a la mesa a preguntarle qué quiere. “Un spritz, pero con Campari”, responde.
Toni dice que su vida no merece esta historia, que la suya es una vida ordinaria, pero empieza a hablar de la niñez, de la casa de Llíria donde nació, de sus años como monaguillo, y no para hasta que, hora y media después, concluye mostrando su preocupación por el presente angustioso del negocio. Del suyo y el de otro muchos del Carmen, como el no menos histórico Negrito, a unos pocos pasos de allí, que sigue cerrado a la espera, se rumorea, de un traspaso después de décadas siendo el faro del barrio.
La familia de Toni se partía en dos ramas bien diferenciadas. La de su padre, republicanos que tuvieron que huir a Francia, y la de su madre, católica y más tradicional. “Jo era raret, com tots els fills únics”, explica en valenciano, la lengua innegociable que no rinde ante nadie. Una capa de melancolía barniza aquellos recuerdos primigenios. La imagen de aquella aquella planta baja “sencilla” de la Vila Vella de Llíria. “Era una andana dividida en dos partes. La mitad para mis padres y la otra mitad para los ‘pardalets’. Porque mi padre era ‘pardalista’, la gente que no mataba a los animales sino que los utilizaba para cantar o para competiciones no remuneradas”.
Aunque antes que ‘pardalista’, o no, su padre se dedicaba al oficio de elaborar las cuerdas que utilizaban los ceramistas de Manises para cocer sus piezas. “Pero cuando cambiaron el método, se acabó. Y entonces empezó a trabajar en la huerta como jornalero”. Mientras el padre trabajaba con las cuerdas y después la tierra, la madre se dedicaba a educar al chiquillo en el catolicismo. “A los cinco años ya era monaguillo. Y luego estuve a punto de entrar en el seminario de Moncada, pero no nos llegaba”.
Toni siempre tuvo dos trabajos. Desde niño. “A los diez años ya me dedicaba a estudiar pero además tenía que encargarme, como los otros dos becados de la escolanía, de los entierros”. No era nada tétrico y recuerda aquella época como muy divertida. “Los que sí que se me quedaron grabados fueron los valores de la Iglesia, en el sentido social, y es algo que he intentado mantener toda mi vida”.
Aquel niño monaguillo creció y abrazó la adolescencia entre cintas de película. “Con catorce años nos tiramos a montar un cine club, pero a la tercera película venía la Guardia Civil y nos lo cerraba. Se ve que no eran películas muy apropiadas (para el franquismo)”. La inquietud cultural despertó en él a través del cine pero también de la literatura gracias a los libros de la editorial ZYX. Y a pesar de que el Antiguo Testamento había calado hondo, la rebeldía de la juventud acabó por emerger para enfrentarse al cura que, durante un retiro espiritual en Sant Miquel, no les hablaba con respeto. “Ese día me reboté, y luego ya me distancié…”.
A aquella reacción le sucedió la muerte de su padre y aquel chaval de 16 años se encontró de un día para otro en una casa junto a una madre viuda con una pensión raquítica. “Tocaba buscar ubicación y entonces bajé a València, o mejor, me bajaron a València y me pasé los tres siguientes años trabajando como administrativo”. El presidente sindical tenía un establecimiento en Embajador Vich que estaba frente a la librería Ausiàs March, regentada por Toni Mestre y Frederic Martí. “Ahí entré en contexto. Mi madre solo sabía hablar valenciano y me entregué rápido al movimiento valencianista. No me atrevería a decir que era de izquierdas. En ese momento los clásicos de la literatura catalana me impresionaron mucho. Comencé por Joan Fuster y por la poesía valenciana…”.
La segunda ventana del Café Lisboa da a Blanquita, el nombre de un bar vecino que nos transporta irremediablemente a los tiempos de aquella mujer misteriosa que deambulaba por el Carmen, buscándose la vida, vestida de blanco. “Su itinerario siempre era del Lisboa antiguo (el de la calle Caballeros) al Negrito. Y por el camino hacía trampas y dormía. Tenía familia en Extremadura y, como mínimo, que se supiera, un hijo. Si le gastabas una broma se ponía violenta, y nunca mendigaba, solo te hacía juegos en los que hacía trampas. Salvo la última etapa, en la que estuvo muy deteriorada, iba siempre bien vestida y decía que desde que hizo la Primera Comunión siempre había vestido de blanco. Y la última etapa, ya con la heroína arrasando el barrio, fue penosa y su hijo parece ser que estaba enganchado”.
Toni se siente cómodo en el pasado, en los años del Carmen moderno y alternativo, del barrio abierto e inclusivo, el de los locales auténticos y con personalidad. Y se le ilumina la cara cuando alude a su perfil más golfo, cuando él y su socio, Pep el del Lisboa, decidían que ya estaba bien de poner copas, que ahora tocaba que se las pusieran a ellos. Las noches de Olga Poliakoff, los buenos ratos en el Nou Pernil Dolç o en La Marxa, los amaneceres saliendo del Continental o perder la noción del tiempo con una copa en la mano dentro del Xandros, “el último ‘after’ con solera de València, un garito muy ecléctico donde acababan desde las prostitutas, femeninas y masculinas, a los camellos que vendían coca y marihuana. Pero todos nos respetábamos y convivíamos. Y si había dos que la montaban, aparecía Vicent, un ‘llaurador’ de la Torre que había sido luchador de catch y que tenía dos manos como raquetas de tenis, los cogía del pescuezo y los tiraba a la calle”.
Eso fue después de que Toni entrara en el Banco Popular Español en 1969. Allí se forjó el sindicalista que haría carrera en València y en Madrid, que fundó Comisiones Obreras en el banco, en los tiempos sin jerarquía, cuando todos eran asambleístas. Toni seguía con sus dos trabajos: en la banca y, después de estudiar Económicas, llevándole la contabilidad “a una fabriqueta de mobles de Patraix, cuando todo era huerta, salvo algunas masías”. Este nuevo sindicalista ya se había casado y mantenía a su madre, que en realidad era quien mantenía la familia porque cuidaba de los dos hijos de lunes a viernes, momento en el que dejaba València y volvía a Llíria.
El director del banco, Luis Valls, permitió que se constituyera la organización sindical y una patronal, y cuando murió Franco en el 75 les advirtió que a partir de entonces todo se iba a acelerar y que se prepararan porque los cambios se iban a ir sucediendo.
Rodilla y Benet recibieron la Transición abriendo el Café Cavallers en la calle del mismo nombre, donde solo existía el Café Lisboa de Toni Peix, otro joven que un día decidió que quería abrir otro local, el Café La Seu, y les cedió el suyo al gustarle la orientación política y social de los aspirantes, al mando del Lisboa desde 1985. “Nos lo quería traspasar, pero no teníamos un duro, así que un día se presentó con una pila de letras, nos las hizo firmar y estuvimos pagándolas durante años”.
Los nuevos socios aguantaron nueve años en la calle Caballeros hasta que un buen día, hartos del nuevo ambiente y de tanta droga, sin rastro ya del barrio bohemio que conocieron, decidieron mudarse a Ciutat Vella, a una plaza del Doctor Collado que entonces, en 1995, era poco más que un solar para aparcar los coches a espaldas de la Lonja. “Había un hombre con una gorrita con una cinta verde que organizaba todo aquello.
Alrededor de la plaza ya estaban la óptica Centro, el bar El Kiosco, que al principio era un kiosco de verdad en medio de la plaza, pero les tocó la lotería y compraron el bajo donde está ahora, la horchatería El Collado, el horno de Martínez, José Luis el fotógrafo, la ferretería, el primer taller de reparación de máquinas de cine que hubo en València y, donde nos pusimos nosotros, el bar Setabis, que lo habían clausurado porque era un distribuidor de heroína, aunque luego siguieron en el primer piso. A la inauguración vinieron muchos vecinos, que estaban encantados de que allí hubiera movimiento, luz y gente normal…”.
El Café Lisboa ocupa la planta baja de dos edificios. De las paredes cuelgan fotografías, como toda la vida. Porque allí siempre hubo conciertos, marionetas y exposiciones. El primer fotógrafo que colgó allí su obra fue Paco Jarque: ‘Lisboa al Lisboa’. “Luego pasaron todos. Creo que no queda un fotógrafo de prensa sin exponer aquí”, recuerda.
Llega otro spritz con Campari justo antes de que empiecen a aparecer algunos clientes de toda la vida que len han visto desde la terraza y quieren saludarle y darle un abrazo, un abrazo tímido, contenido, porque saben que no deberían.
Toni siguió con sus dos trabajos. Iba al banco por la mañana y por las tardes y las noches, al café. Muchos días solo pasaba por casa para darse una ducha y poder aparecer más o menos presentable en la oficina. Porque en esos últimos años del siglo, las noches eran largas y jugosas. “No había la persecución que sufrimos ahora. Ya he dejado de hacer de todo, salvo las exposiciones de fotografía que, de momento, parece que no molestan a nadie. Ahora es un barrio dormitorio y las terrazas están muy perseguidas. Ahora padecemos la actitud represiva dels ‘Amics del Carme’, a quienes muchos llamamos ‘Enemics del Carme’”.
El hartazgo emerge y se apodera de su rostro. Tiene 70 años y gracias a sus dos trabajos, a su dedicación al banco, vive de su pensión, no del café. No lo necesita para sobrevivir, pero sí para vivir. Porque desprenderse del Lisboa sería como matar a un hijo. Pero se lo ponen difícil los represores, el nuevo Ayuntamiento, que le ilusionó cuando se formó y que ha acabado decepcionándole, y el coronavirus. “Más del 30% de la hostelería del barrio no ha abierto y muchos van a cerrar”, advierte Toni Genoll, que en los últimos años tenía a nueve empleados en invierno y a once en verano, pero que ahora, en la reapertura, le sobra con cinco. Pero Toni no se rinde. Toni sostuvo a la familia cuando murió su padre, se forjó como sindicalista, contribuyó al Bàsquet Llíria de los años gloriosos, superó un cáncer de colon y es de esa generación que no abandona así como así. Y por eso sigue abierto el Café Lisboa. Y si algún día le asaltan las dudas, no tiene más que asomarse a la ventana y observar la Lonja, en pie desde el siglo XV, que le recuerda que el Lisboa no tiene por qué ser una utopía.