Vuelvo al recién reabierto Café Comercial de Madrid y no puedo evitar pensar en el lugar que una vez existió allí
Tiene que ver con el recuerdo y no tanto con el recuerdo líquido (negro); no seré yo el que juzgue si el ahora restaurante moderno es o no mejor que lo que había. Pero pienso un poquito, trato de acordarme de dónde estaban las cosas y de los churros de esos inviernos fríos cuando visitar Madrid era solo anécdota y no normalidad. Yo iba mucho porque, qué prosaico todo, desayunaba los sábados de camino a mi tienda de ropa favorita. Qué buen plan un café y unas bambas.
Cuando el Comercial cerró, hace justo ahora dos años, me pregunté si en Valencia teníamos algo parecido. En el imaginario de la ciudad desde luego no, en el corazón de cada uno quizá. Los cafés, escribió Antonio Lucas, “son sucursales de vida”. ¿Y en los papeles? Enrique Ibáñez López y Gumersindo Fernández Serrano son los autores del libro ‘Comercios históricos de Valencia’ (Carena, 2014) donde analizan un buen puñado de bares de esos míticos. Hablando con ellos me contaron que quizás el más parecido era Casa Calabuig, de 1903. El Comercial se remonta a 1887 pero eran, básicamente, el mismo concepto. Cuando el de allí cerró, el Calabuig seguía abierto así que era el mejor referente posible. Hoy viven vidas paralelas, ambos cierre y apertura, con inversores, ideas y carteles nuevos.
Allí, en el frío de la glorieta de Bilbao, estaba Celia Gámez con cuplés en el bolsillo. Aquí, el Calabuig era el destino de los marineros que paraban en nuestro puerto. Allí una obra de Cela, aquí una copla de la Piquer. Hoy todo es un poco menos literario. La casa de mis abuelos estaba justo enfrente, detrás de Las Atarazanas, y recuerdo bastantes terrazas en el Calabuig, de niño. Mis padres se casaron en la iglesia que se ve desde allí y aún hoy, cuando hay boda en la zona, esperamos a que terminen las misas tomando algo. Dior nos perdone.
El citado libro hace un repaso a un montón de clásicos que, por desgracia, ya no existen. Qué pena no encontrar acomodo en casi ninguna barra ya. A mí me encanta ese tango de Castillo, “el último café que tus labios con frío pidieron esa vez con la voz de un suspiro”, que canta a la última cita con la amada que una vez fue, precisamente en un café. Al hilo del éxotico café de finales del siglo XVII, se crearon espacios de tertulia y conversación. Anda que no han pasado cosas en los cafés. En Valencia estaba El Café de España, frecuentado por Azorín cuando nos visitaba y ubicado en la Bajada de San Francisco; el Gran Café Suizo, en la calle Moratín; y el León de Oro, el Café Cayol, el Café París, o los más conocidos Balanzá y Barrachina, junto al Ayuntamiento. Dos muy especiales fueron el Café de El Siglo (en la plaza de la Reina) y el Ideal-Room, quizá el café con más mitología de la ciudad, el punto de encuentro de los grandes escritores que visitaban la Valencia de la República. Hemingway, Dos Passos, Alberti, Machado.
Todo el mundo ha escrito sobre los cafés y sobre sus cafés. En el libro Enterrar a los muertos (2005), de Ignación Martínez de Pisón, se recuerda lo que escribió Max Aub sobre el Ideal-Room. “Los veladores de mármol lechoso, el piso de baldosines blancos y negros, los espejos que recubren las paredes, los ventiladores que cuelgan del techo”. Casi cualquier cosa es más importante que el café en sí. La versión de ese tango que más me gusta es la de Roberto Goyeneche, cuando dice eso de “un adiós de azúcar y de hiel, lo mismo que el café, el amor cae en el olvido”. Pues sí.
Hoy lo más parecido sería el Aquarium, desde 1957 haciendo Dry Martinis en la Gran Vía. Por supuesto vivimos más de los mitos que de las realidades pero hay algo que no se puede discutir: está bien echar de menos las cosas sencillas. Hoy, en la mayoría de bares no sabes si puedes pedir o no un café porque a determinadas horas hay algunos que ya no te lo sirven; hoy no hay barras sucias donde esperar a la cita que no llega; hoy el camarero no te pregunta nada. El Aquarium no es la leche pero a ver quién necesita siempre cafés deluxe. Yo prefiero que el camarero me pregunte por los tatuajes y charlar un ratito.
Astrud tiene una canción en la que cantan sobre cómo recordar un bar que no existe. “Nuestro bar cerró, en su momento nos dio igual si no fuera porque han pasado los años, han puesto un Starbucks, y nos da tanta rabia que parece nostalgia”. Yo sentí un poco de nostalgia en el Comercial el otro día. Y no es cosa de pose o de viejos. Conservar lo viejo es, al fin y al cabo, cuidar a los nuevos. A la gente que todavía no ha bebido en los bares ni ha visto cómo se desvanecía su futuro en el fondo de una taza de café. Todos merecemos un poco de mármol y de cobre en nuestros recuerdos.