VALÈNCIA. El 31 de diciembre se estrenó en Netflix El vecino, la serie basada en el conocido cómic de Santiago García y Pepo Pérez, sobre un pobre diablo al que le caen encima unos cuantos superpoderes con los que no sabe muy bien qué hacer. La serie es de Miguel Esteban y Raúl Navarro (a quienes debemos, junto con Ignatius Farray, esa joya que es El fin de la comedia) y está dirigida por Nacho Vigalondo. Quim Gutiérrez brilla como Javier, el inmaduro y liante protagonista, demostrando de nuevo la excelencia de su vis cómica. Y aunque el argumento se centra en su historia particular funciona como un relato tirando a coral, en el que seguimos también a su novia y sus vecinos, bien interpretados por Clara Lago, Adrián Pino y Catalina Sopelana.
El vecino es un retrato de las vidas cotidianas de unos personajes normales y corrientes, jóvenes de futuro incierto y presente muy precario, que se desarrolla en un barrio obrero con sus VPO, su bazar chino y su bar de toda la vida, fruto de un cuidadoso y sensible trabajo de ambientación. Comedia generacional y parodia de los relatos superheroicos, con ecos de 13, rue del Percebe o de El gran héroe americano, aquella mítica serie de los ochenta, no deja de ofrecer un retrato de la precariedad que nos invade. De hecho, la precariedad es tan importante como los superpoderes que Javier/Titán no sabe cómo emplear y con los que no hace más que idioteces, la comicidad surge del choque de ambas cosas: lo poderoso y lo precario, lo insólito y lo cotidiano. Vigalondo es un maestro en estas lides, puesto que este, la irrupción de lo fantástico en un entorno cotidiano y sus consecuencias inesperadas, es un tema central de su filmografía, del que extrae oro: Los cronocrímenes, Extraterrestre, Colosal.
Con estos mimbres no sorprenderá que diga que, además de su cosa generacional y su ciencia ficción, estamos ante una obra costumbrista. Dice la RAE, en una definición demasiado vaga y claramente insuficiente, que el costumbrismo es “en las obras literarias y pictóricas, atención que se presta al retrato de las costumbres típicas de un país o región”. Definición vaga porque, según ella, casi todas las obras literarias o pictóricas serían costumbristas, dada la imposibilidad de acotar “las costumbres típicas de un país o región”. Por otra parte, ¿solo en obras literarias y pictóricas? Vale que el concepto nació en la literatura y las artes plásticas, pero, ¿qué hacemos con el teatro, el cine, la televisión o el cómic? RAE, actualízate.
El costumbrismo es uno de las principales vetas creativas del cine español, al que atraviesa de forma transversal para dar cabida a todo tipo de relatos: la frescura de Morena Clara (Florián Rey, 1936) o La verbena de la Paloma (Benito Perojo, 1935), la denuncia social de Calle Mayor (J. A. Bardem, 1956), el conservadurismo histriónico de La ciudad no es para mí (Pedro Lazaga, 1966), el apocalipsis cañí de El día de la bestia (Álex de la Iglesia, 1995) o la extraordinaria e insólita obra maestra de L. García Berlanga, El verdugo (1963), por citar solo algunos ejemplos señeros. Y solo en esas seis películas, además de una mirada costumbrista, hay cine musical, ambientación histórica, ciencia ficción, comedia, ironía, denuncia social y política, humor zafio, melodrama, zarzuela o realismo, entre otras muchas cosas.
Naturalmente, el costumbrismo encontró en la televisión su medio perfecto; al fin y al cabo es un medio doméstico, donde el cuadro de costumbres encaja a la perfección. Desde aquellas pioneras La casa de los Martínez (TVE, 1966-1970) o Crónicas de un pueblo (TVE, 1971-1974), hasta Cuéntame cómo pasó (TVE, desde 2009) o La que se avecina (Mediaset, desde 2007) pasando por Las chicas de hoy en día (TVE, 1991-1992) o Amar es para siempre (Diagonal TV, desde 2013). Pero no solo es aplicable a España, que también es costumbrismo la vida cotidiana de la familia USA, esa que conocemos tan bien gracias a la tele, con su casita con jardín, su partido dominical de béisbol, su barbacoa de fin de semana, sus accióndegracias, sus cuatrodejulio y sus halloweens.
Puede que sea difícil de definir o acotar, pero reconocemos el costumbrismo con cierta facilidad cuando lo vemos. De la definición de la RAE nos gusta una cosa, lo de “atención que se presta”. Ese “prestar atención” es lo que nos hace afirmar que El vecino es costumbrista, aunque esté protagonizada por un tipo con superpoderes. El costumbrismo requiere de un grado de realismo para funcionar, ese que nos permite reconocer formas de vidas, escenarios, usos y costumbres, pero no hay que confundirlo con él, son cosas distintas. Malaka, la estupenda serie de TVE, es realista, no costumbrista. No hay cuadro de costumbres, hay una mirada crítica, una voluntad de denuncia, una escritura y una puesta en escena que trascienden de la mera descripción al mostrarnos algunos modos de vida mediante una cámara inquieta que se mete hasta el fondo en el lumpen.
Por El vecino desfilan la vida de barrio, la aburrida existencia del que prepara oposiciones, la necesidad de compartir piso para sobrevivir, la rutina de los noviazgos de toda la vida, la búsqueda perentoria de trabajo, la proliferación de las casas de apuestas (entendidas como lo que son, una auténtica lacra antisocial) en los barrios pobres. Todo ello contado con un ritmo particular, que huye de las prisas y de la acumulación de sucesos. Y con mucho humor. La serie es divertida, a lo que contribuye muy especialmente la interpretación de Quim Gutiérrez. Hay mucho humor que surge de la desesperación, a veces incómodo, a veces demasiado evidente (todo lo de Andoni Ferreño) y en ocasiones subterráneo, del que saca una sonrisa y no una carcajada, como en algunas series españolas recientes como Justo antes de Cristo o Vota Juan.
Cierto es que nos deja una sensación de que podría ir a más, de que se queda corta, de que podría volar más alto, como el propio Titan probando sus superpoderes. El magnífico e inesperado giro final promete mucho y el superhéroe nada heroico contiene un enorme potencial. Esperamos verlo en próximas temporadas.
En plena invasión de culebrones turcos, Netflix está distribuyendo una mini-serie de este país que lo que emula son las grandes producciones de HBO. Historias muy psicológicas en las que todos los personajes sufren. El añadido que presenta esta es que refleja la división que existe en Estambul entre las clases laicas y adineradas y los trabajadores, más religiosos. Sin embargo, una escena en la que un hombre se masturba oliendo un hiyab ha desencadenado reacciones pidiendo su prohibición