Antiguos sistemas de interactividad, como el código QR, conviven con tecnologías punteras que no terminan por despegar en un mercado en el que el usuario es el que decide
VALÈNCIA. La tecnología avanza más rápido de lo que podemos asimilar. La robótica, la inteligencia artificial, el reconocimiento de voz o el internet de la cosas ya están aquí desde hace algunos años, aunque todavía no se haya instaurado su utilización masivamente. Las innovaciones tecnológicas nacen, se estancan y, o bien mueren, como le ocurrió a QuieroTV, aquel intento de explotación de la navegación en internet a través del televisor, o les puede ocurrir que, por carambolas de la vida, se conviertan en éxito cuando prácticamente las estábamos enterrando. Es lo que le ha ocurrido al código QR, una tecnología, nacida en Japón hace veinticinco años, e introducida en Europa hace menos de quince, que, sin embargo, se ha convertido en algo habitual tras la segunda ola de la pandemia por la Covid, al implantarse como sistema de reconocimiento de los menús de los bares.
En la actualidad los informativos y programas de televisión muestran en pantalla este clásico sistema de reconocimiento de imagen como puerta para la interactividad a través de la segunda pantalla (la del smartphone). El concepto de interactividad tampoco es algo nuevo. Siempre ha sido ese oscuro objeto de deseo para las televisiones, porque a mayor interactividad, mayor engagement o implicación del espectador con el contenido (aunque también menor atención, ojo). Desde el nacimiento del teletexto, y muchos años después, la implantación de otros mecanismos como el botón rojo de RTVE, la televisión ha hecho intentos, más o menos exitosos, por dotar al espectador de mayor protagonismo, para tratar de convertirlo en sujeto activo.
Durante las primeros décadas de la implantación de la televisión en la vida de los consumidores, únicamente se podía contar con el espectador a través de cartas o, de forma más inmediata, de una llamada telefónica (en directo o, décadas después, vía contestador automático). Tras su aparición, fue el mando a distancia quien cobró protagonismo, con el teletexto como herramienta hegemónica. Paradójicamente, esta rudimentaria (y pobre) fuente de información sigue estando viva después de cincuenta años, en contraste con los múltiples intentos de interactividad por otros sistemas mucho más avanzados.
RTVE pudo desarrollar, gracias a la tecnología HbbTV (Hybrid Broadcast Broadband TV), el botón rojo, un insistente pop-up que, para mi gusto, ensucia constantemente la imagen en la pantalla de los nuevos receptores, y sobre todo, no acaba de ofrecer suficientes alicientes en su contenido extra. Tras el botón rojo, los canales mayoritarios (Mediaset, Atresmedia y RTVE) desarrollaron LovesTV, otra llamada a la acción, presente en las SmartTVs, que hace casi insoportable el zapeo ante tanta ventana emergente. Pero tanto el teletexto como el botón rojo, y demás opciones de interactividad, funcionan a través del mando a distancia, el dispositivo periférico de control remoto cuya evolución resulta paradójica.
El mando es uno de los artilugios más incómodos e indomables de nuestra vida cotidiana. No solo las personas de mayor edad tienen problemas para aprender su funcionamiento. Cualquier espectador debe pelearse con un gadget que, con los años, se ha vuelto más aparatoso, con más botones y más colores.
Desde que el smartphone invadió nuestras rutinas, ha sido este artefacto quien ha dominado los métodos más populares de interactividad, con el protagonismo fundamental de las redes de microblogging y mensajería instantánea. En el año 2020 se han registrado 48 millones de líneas móviles con acceso a internet y, según el informe Digital Consumer 2020, realizado por Dynata, el 90% de los espectadores en España que está viendo la televisión, navega por la red al mismo tiempo.
El dominio absoluto del móvil como second screen es uno de los motivos de la proliferación del código QR, como decía al principio. Aunque esta razón no es la única ni mucho menos. Hace más de una década se realizaron pruebas en España que no cuajaron para instaurar este sistema de conectividad con la televisión. En 2008, por ejemplo, TV·3 implantó el código QR en el concurso Hat-trick como fórmula para tratar de enganchar a los espectadores mediante concursos extra. Sin embargo, no tuvo éxito. Solo cuando el uso del código QR ha pasado a ser una necesidad, debido a la pandemia (como fórmula para ver la carta de los bares sin tocarlos), ha sido cuando por fin se ha popularizado en España.
El comportamiento de los consumidores frente a la tecnología provoca estas contradicciones. Aunque se lancen al mercado innovaciones punteras, solo algunas se instauran entre la gran población. O bien desaparecen, o bien se quedan como elemento marginal o, como última opción, deben esperar una década, incluso más, para hacerse un hueco.
En la actualidad existen múltiples sistemas de reconocimiento para la segunda pantalla, como pueden ser el reconocimiento de imagen (que no tiene por qué ser un código QR), el de voz e, incluso, el de ultrasonidos, tecnologías que han evolucionado gracias a desarrolladores de todo el mundo. Todo un universo por descubrir que tendrá que ser paciente y esperar a que el espectador decida si quiere utilizarlo.