VALÈNCIA. Rafael Chirbes, Belén Gopegui, Carmen Laforet, Carmen Martín Gaite, Marta Sanz, Ángela Figuera Aymerich, Annie Ernaux, Elena Ferrante, Natalia Ginzburg y, por supuesto, Cecilia Bartolomé. Todos estos nombres tienen algo en común: forman parte de las referencias e inspiraciones de Las maravillas (Anagrama, 2020), la primera novela de la poeta, editora y crítica Elena Medel (Córdoba, 1985). De sus influencias hablará largo y tendido el próximo 17 de noviembre en el ciclo de conferencias ‘Literatura i Música Pop al Palau’. Con Culturplaza comparte, ahora, más sobre las costuras de Las maravillas y el complejo oficio de escribir.
—En Las maravillas, hay un latente mensaje sobre el feminismo y el género, que atraviesa generaciones y permanece en la vida de las dos protagonistas; eso sí, de forma diferente, porque mientras María está implicada en el movimiento feminista, Alicia se siente al margen de ello. Dice mucho sobre lo que hicieron las mujeres que nos precedieron, y no sé si pone el foco también en la apatía que arrastra la juventud actual. ¿Cómo lo ves tú?
—María y Alicia se representan a sí mismas; en ese sentido, no existe una intención de retrato general en su construcción. Sí que es cierto que en el personaje de María late el reconocimiento a las mujeres que se implicaron en el feminismo desde los años setenta y ochenta, con una labor heroica desde el activismo vecinal y los colectivos sociales, pero en la novela intento defender no un panorama monolítico —si nació en esta década y en esta clase social, se le adjudican estos rasgos inamovibles— sino más generoso en sus aristas.
Por otra parte, y sin considerar que Alicia sea una mujer joven —tiene treinta y muchos años: al estirar el calificativo “joven” a/hasta ciertas edades instalamos a la gente en una eterna infantilización, con la que endulzamos situaciones como la precariedad laboral o la consecuente inestabilidad—, no estoy de acuerdo en ese retrato apático de la juventud. Si pienso en la generación más joven, la de quienes nacieron a mediados-finales de los noventa —y después—, no han conocido otras circunstancias económicas y laborales que las de la crisis. Y desde este punto de partida tan complejo no han abandonado la reclamación de derechos sociales, el compromiso político, la reivindicación... No se han desideologizado, por así decirlo. Creo que esa criminalización de la juventud nace del prejuicio.
—En el caso de María se aprecia perfectamente el despertar feminista y la consciencia de clase. ¿Feminismo y consciencia de clase se pueden desvincular? O, dicho de otra forma, ¿cómo entiendes tú el feminismo?
—Para mí el feminismo tiene que ver con la igualdad. Apela a la igualdad de género, pero también de clase, de raza... Tiene que ver con una conciencia —con una ideología— transversal, inclusiva y plural; de hecho, casi siempre me refiero no a “feminismo” sino a “feminismos”, que me parece que invita a pensar desde circunstancias múltiples y mucho más abiertas.
—No has dudado en calificar tu novela de “política”. ¿Es lo personal también político?
—Por supuesto. Todo, o casi todo, lo es: desde gestos cotidianos y en apariencia leves como decidir qué compras y dónde —el dinero que sí tenemos y que gastamos nos concede poder— a decisiones más explícitas como la ideología, incluso cuando se subraya que la obra carece de una intención en ese sentido; ahí ya existe un posicionamiento. Comprendo que las etiquetas en muchas ocasiones no se vinculan al texto, sino a lo que lo rodea —guarda escasa relación con la propia literatura, por lo tanto—, y que facilita la identificación del libro frente a otros: así que las etiquetas de “novela social” o “novela política” las acepto, claro.
—Los cuidados son otros de los temas que están presentes en Las maravillas. Las mujeres renuncian a cuidar a sus familias para cuidar de las familias de otras personas (es Chico, quizá, el que asume ese rol tradicionalmente vinculado a la mujer). ¿La precariedad sigue teniendo rostro de mujer todavía hoy en día?
—Por supuesto. Los oficios de los cuidados son feminizados y precarizados. ¿Quiénes limpian las casas de quienes pueden pagarlo? ¿Se inscribe a estas mujeres en la Seguridad Social? ¿Qué sueldo cobran? ¿Cobran sueldo o una cantidad variable por horas? ¿Dónde nacieron estas mujeres? ¿En qué barrios viven? ¿A qué renuncian para limpiar tu casa y preparar la comida y atender a tu familia? Construyo un relato sobre la marcha, y la realidad contesta por mí.
—Eso me hace pensar en unas declaraciones de Charo López en el podcast Estirando el chicle: “Un notario es caro y se le respeta. ¿Por qué limpiar y cuidar es menos importante…? Debería ser más importante, porque esas mujeres te cuidan a tu hijo, no lo envenenan en todo el día. Te lo devuelven vivo. Ese servicio debe ser caro”. ¿Por qué le concedemos tan poca importancia a algo que, aparentemente, resulta tan crucial?
—Podemos tirar aquí de varios hilos... Por una parte, hemos asumido el cuidado como algo natural y evidente, integrado en las imposiciones por tu género, y utilizo estos adjetivos con toda la prudencia: si eres una mujer, lo normal es cuidar; lo anormal es negarte. Si lo rechazas sufres la demonización, el aislamiento social, y también si no respondes a las expectativas de abnegación y perfección; ahí está la figura de la “mala madre”. Cuando alguien enferma en una familia, se entiende —ha ocurrido siempre así— que el cuidado lo asume la mujer más cercana, la mujer “disponible”: la esposa, la madre, la hija... y quienes tienen cierto privilegio —dinero— se apoyan en una mujer a la que pagan. Puesto que el cuidado se comprende innato, ¿por qué remunerar algo que se va a hacer de todas formas?
Un paréntesis: podríamos hablar también de la consideración social —y económica— de las amas de casa, que realizan gratis un trabajo de profunda exigencia. Y, por otra parte, brecha salarial aparte —otro tema—, creo que las profesiones feminizadas suelen gozar de un menor prestigio social —lo que se asocia a las mujeres, en general; el adjetivo “femenino” se carga muchas veces de connotaciones peyorativas—, que suele traducirse en un menor reconocimiento económico.
—Pese a que todos los anteriores temas están vistos, en Las maravillas, desde la óptica de dos mujeres protagonistas son temas de rabiosa actualidad y universales. ¿Crees que por fin se está rompiendo con esa idea de “libros de mujeres para mujeres”? ¿Está lo femenino, especialmente en los últimos años, logrando hacerse con el lugar que le pertenece?
—Tengo dudas con esto. La visibilidad cada vez mayor es innegable, pero... ¿en qué circunstancias? ¿De qué se habla, cómo se habla? Cuando pensaba en Las maravillas, durante los primeros meses de escritura, no concebía otra forma de contar la historia que desde las voces de las mujeres: hemos aprendido, porque nos lo enseñaron así, que una historia con voz masculina aborda los Grandes Temas Universales, mientras que esa voz femenina apela a lo parcial, a esos “libros de mujeres para mujeres” a los que aludes.
Sin embargo, ¿qué consideración se da a las escritoras hoy? Pienso por ejemplo en las palabras con las que se trata el primer libro de una escritora frente al primer libro de un escritor. Cada cierto tiempo surgen reportajes que apelan a un supuesto y cíclico boom de las escritoras: varias mujeres cuyo único nexo reside en su género, si acaso en cierto tramo generacional común, sin importar que su literatura comparta o no elementos. El boom estalla, es decir: después del estruendo, la nada, como si se asumiera que estas escritoras que hoy publican y posan para un reportaje y conceden entrevistas mañana desaparecerán, tal como sucedió antes con tantas otras.
Sin embargo, esa misma narrativa no se aplica a ellos: no existe tal boom, porque se entiende que ese primer libro de un escritor inaugura una carrera larga y supuestamente exitosa. A mí me interesan los primeros y segundos libros, por supuesto, pero pienso cada vez más en los que vienen después. ¿En qué condiciones se publican? ¿Qué atención reciben?
—Remedios Zafra, en su ensayo El entusiasmo, habla de la precariedad en los trabajos creativos. Además de la precariedad vinculada a la clase social (que describes en el libro), ¿es este sector, donde también se integra la escritura, especialmente precario?
—Cualquier pensamiento mío al respecto es irrelevante frente a la lucidez generosísima de Remedios Zafra: tenemos que leer y releer El entusiasmo y Frágiles. La práctica de la cultura suele relacionarse con la vocación: escribes, pintas o compones porque lo deseas, así que en muchas ocasiones se entiende que el pago consiste en la mera difusión, en la posibilidad de publicar o exponer o dar un concierto. De hecho, en muchos oficios de la cultura —el de escritora, sin ir más lejos— no existe un epígrafe en el IAE, y acabas inscribiéndote en el más parecido, que suele ser “pintores, escultores, ceramistas, artesanos, grabadores y artistas similares”.
No se comprende como una profesión, sino como una actividad que desarrollas en tu tiempo de ocio, o a tiempo completo si por tu situación económica te lo puedes permitir. De manera que se convierte en un círculo vicioso: si has nacido en una familia cuyas posibilidades económicas te permiten consagrar tu tiempo a la creación, sin tener que ganar dinero para pagar las facturas, podrás centrarte en tu obra con mayor intensidad —más tiempo, mayor concentración, etcétera— que alguien que deba simultanearlo con un trabajo alimenticio. En estas circunstancias no se escriben los libros que se quieren escribir, sino los libros que se pueden escribir.
—Estás al frente de la editorial de poesía La Bella Varsovia. ¿En qué momento se encuentra la poesía, especialmente después de una etapa (la pandemia, el confinamiento), que ha impactado en el mercado editorial?
—Si me preguntas por la escritura de poesía, tengo la sensación de que desde hace décadas vivimos un momento propicio para el entusiasmo... Muchas generaciones llenas de talento escribiendo a la vez, con apuestas estéticas distintas y de calidad, casi cumpliendo un hipotético lema: un libro para cada lector (o lectora). A esto creo que ayuda la diversidad del panorama editorial en este género, y el surgimiento de nuevos sellos en los últimos años, que facilitan la publicación sin el trámite de los premios.
Aun así, te confesaré que mi curiosidad como lectora —y supongo que por lo tanto como editora— por los libros de pandemia es más bien escasa. Y si nos centramos en el mercado editorial con respecto a la poesía, hablo por mi editorial: yo viví unos meses iniciales durísimos por las devoluciones, salvajes durante el confinamiento, y creo que me he recuperado con paso firme gracias al regreso militante a/de las librerías, a uno y otro lado del mostrador. Muchos de los libros publicados en este último año y medio han funcionado muy bien —destaco por ejemplo Violencia, de la burrianense Bibiana Collado Cabrera—, y han compensado esos momentos más difíciles.
—¿Cómo afrontas, además, la desmesurada cantidad de libros que se publican? ¿Leemos o, mejor dicho, se publica, por encima de nuestras posibilidades?
—Nunca leemos por encima de nuestras posibilidades: ojalá disponer de más tiempo para leer y leer, para leerlo todo. Sí se edita demasiado en el caso de géneros concretos, de determinados tipos de libros o sellos editoriales —en especial los vinculados a los grandes grupos, también en el caso de algunas editoriales independientes—, pero no creo que eso suceda con la poesía, donde el número de publicaciones me parece de momento razonable. Quisiera aportar una opinión más contundente al respecto, pero tengo la sensación de que si tocase “recortar” novedades las primeras propuestas descartadas serían las más arriesgadas y minoritarias, porque al final los números tienen que cuadrar. Dudo que saliéramos ganando...