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el callejero

Emma Sepúlveda, la mujer infinita

Foto: KIKE TABERNER
24/03/2024 - 

Emma Sepúlveda se pierde en dos calles. La cuadrícula del Ensanche es un laberinto para los nuevos. También para esta mujer sabia e inteligente que pasea por Conde Altea como si fuera una don nadie y que luego se sienta en la terraza de Quadrini y cuenta su vida, su fascinante vida, intentando pasar de puntillas por los hitos que sí desvela la solapa de sus libros: doctora en la Universidad de California-Davis; profesora emérita de la Universidad de Nevada; primera latina candidata al Senado de Nevada, en Estados Unidos; una treintena de libros publicados; Premio Thorton por la Paz; GEMS Mujer del año en literatura; Carolyn Kizer en poesía; Silver Pen en literatura, o el Nevada Writers Hall of Fame, la primera latina en recibirlo. También trabajó para Bill Clinton y, más estrechamente, con Barack Obama, su héroe. Aún se emociona al recordar el momento en el que esa pequeña mujer chilena entró en la Casa Blanca y estrechó la mano del hombre más poderoso del mundo. Pero esa pequeña biografía es incapaz de recogerlo todo, como los premios de fotografía que también ha ganado. Una mujer infinita que da la sensación de haber matado a su ego hace años y que ahora, a los 73, ha decidido refugiarse en un piso decorado con mucho gusto en la Gran Vía.

Allí, en este apartamento, ha recuperado los techos altos que los antiguos inquilinos habían tapado, quizá porque su marido, John, es un gigante de más de dos metros que fue jugador profesional de baloncesto en su juventud. Los dos nos abren las puertas de su casa, una preciosidad donde se mezclan la personalidad de Emma con la esencia de València, una ciudad que ha enamorado a la escritora chilena. Aunque ella nació en Argentina, creció en Chile y vivió durante cuatro décadas en Estados Unidos. Hasta que su hijo conoció a una valenciana y en la pandemia, después de haber viajado por todo el mundo, decidieron mudarse a España para estar cerca de ellos. Y aquí, en esta ciudad donde alguien nos robó el invierno, siente que puede esperar a la muerte. “Eso sí, confío en que sea dentro de muchos años”, confiesa.

Su abuelo, que era un siciliano de apellido Pulvirenti, se dejó llevar por el flujo de la migración europea y desembarcó en Argentina. El hombre se instaló en Mendoza y fue un pionero en la plantación de viñedos y la elaboración de su prestigioso vino de Malbec. La rama paterna venía de Chile. El padre era un comerciante que vendía baterías. También era anti-peronista y eso les obligó a cruzar los Andes e instalarse en Santiago de Chile, donde Emma estudió primero en un colegio católico que llevaban unas monjas irlandesas, y después Historia en la Universidad de Chile. Cuando faltaban solo tres meses para su graduación en Historia, el 11 de septiembre de 1973 cerraron la universidad, que era pública y tenía fama de roja.

Cuatro décadas en Estados Unidos

Aquella joven cogió una maleta y se fue a vivir a Reno, en el Estado de Nevada, mucho más conocido por la ciudad de Las Vegas. “Yo pensaba que no era una decisión permanente porque pensaba que la dictadura duraría un año o dos como mucho. Pero pasaron 17 años y me establecí en Estados Unidos, donde me fue estupendamente. Entonces estaba casada con mi primer marido, pero él me pidió el divorcio después porque siempre se ve más verde el pasto al otro lado…”.

Emma hizo su vida en Estados Unidos y durante muchos años fantaseó con una plácida jubilación en Chile, donde, con el tiempo, ella y su segundo marido, John Mulligan, compraron una casa, o en San Rafael, donde se hicieron con un terreno para tener viñedos, como el abuelo siciliano. Pero su hijo tenía otros planes, se enamoró de una valenciana y, en la pandemia, decidieron que no querían seguir viviendo en un país que había contaminado Donald Trump y se establecieron en València. Ella podía escribir desde cualquier lugar y John, que es abogado tributario, podía seguir con lo suyo a distancia. La ciudad les cautivó y pensaron que era un buen lugar donde pasar los próximos años, quién sabe si los últimos de su vida.

Aún de joven, esta mujer chilena trabajó en la Universidad de California-Davis. Después regresó a Reno porque le surgió la oportunidad de trabajar en algo que siempre le había obsesionado: la migración. “Es un tema que siempre me interesó, siendo yo nieta y madre de migrantes, además de migrante yo misma. En Reno empezó a cambiar la diversidad de la ciudad y pude hacer cosas extraordinarias". Emma seguía dando clases, pero, al mismo tiempo, se dedicaba al activismo político. 

“Fundé un centro de investigación latino porque me interesaba todo lo que tenía que ver con los movimiento migratorios, y antimigratorios, en Estados Unidos. Fui columnista del diario principal de Nevada, el Reno Gazette Journal, donde fui la primera latina que tuvo la oportunidad de revolver el gallinero. Entonces empecé una especie de movimiento para encontrar algún tipo de poder dentro electorado latino. Eso fue a finales de los 80 y empecé a organizar a la gente a participar en diferentes campañas, y ahí el Partido Demócrata me propuso que me presentara como candidata al Senado de Nevada. Los latinos nunca habían tenido voz en el parlamento. En aquellos años no había los latinos que hay ahora y por eso era importante abrir el camino. Ahora ya tenemos a una senadora latina que es de Nevada".

Emma Sepúlveda perdió las elecciones, pero no fue un trabajo baldío. La campaña le dio una presencia entre el electorado para intentar cambiar el panorama político. “Así me convertí en la encargada de organizar Nevada para la campaña de Bill Clinton. Luego estuve también en la campaña de Barack Obama. Tuve la suerte de poder darle Nevada a ambos. Con Obama trabajé más cerca de Washington y ahí recibí uno de los grandes honores de mi vida, cuando el presidente me colocó en el Comité Internacional de Fulbright. Son 12 personas y es una especie de embajador cultural que tienen acceso a ayudar al resto del mundo con becas internacionales. Mientras, en paralelo al activismo político y a la literatura, empecé a estudiar fotografía y me empezó a interesar todo el arte visual y combinarlo con la tradición sudamericana de tejidos y bordados”.

Un premio de 60.000 dólares

Su curiosidad era insaciable y Emma probó con una cámara Polaroid y bordando después las fotografías. Su sueño era dedicarse exclusivamente a la fotografía y la literatura, y entonces le volvió a ocurrir una de esas cosas extraordinarias que han salpicado su vida. “Gané un premio fabuloso en 1984, en Nueva York, dotado con 60.000 dólares. ¡He tenido mucha suerte! Eso nos cambió la vida porque pudimos comprarnos una casita. Era un premio organizado por dos compañías: Polaroid y Porsche. Yo me presenté porque había leído en la revista Time que iban a repartir 700 cámaras Polaroid y la mía ya era muy viejita. Mi aspiración era simplemente ganar una cámara nueva, la SX-70. Por eso, cuando me llamaron para anunciarme que era la ganadora de todo Estados Unidos, yo pensaba que me estaban tomando el pelo y colgué. Pero volvieron a llamar y entonces les pregunté si había ganado la cámara. Fue entonces cuando me enteré que el primer premio era un Porsche personalizado. Me dijeron que tenía que ir a los programas de televisión y hacer entrevistas. Y ahí es donde casi dejo la carrera académica y me dedico a escribir y a la fotografía. Pero no podíamos ni sacar el coche de la aduana porque lo enviaron en barco desde Alemania a San Francisco, y no teníamos plata para pagar la patente. Mi esposo tuvo la brillante idea de poner un anuncio en el diario y un millonario de Los Ángeles, de Hollywood, lo compró. Me duró poco el sueño de tener un coche así”.

Sus inicios en la literatura, allá por los años 70, fueron a través de la poesía. Pero a finales de los 80 y principios de los 90 se lanzó a la narrativa con historias que tenían que ver con la migración, los derechos humanos y las mujeres. Emma ha dejado tres libros sobre la mesa y ahora busca uno concreto y lo pone arriba del todo. Se titula Setenta días de noche (Ed. Catalonia) y va sobre los 33 mineros atrapados en la profundidad del desierto de Atacama, en Chile, un suceso que dio la vuelta al mundo en nuestro verano de 2010.

A Emma le brillan los ojos detrás de unas llamativas gafas redondas de pasta cuando recuerda sus días y sus noches a la entrada de la mina donde quedaron atrapados los 33. La escritora viste de negro con una larga falda y un poncho, y calza unas Skechers a juego. Han pasado 14 años desde aquel suceso que le sorprendió en un viaje por Grecia. “Entramos en un bar y vi en la televisión a unas mujeres llorando y protestando porque pedían que sacaran a sus maridos. Mi marido me dijo que le recordaba al libro que había escrito sobre las madres de los desaparecidos en Chile. ¿Por qué ni vas?, me preguntó. Volvimos a Estados Unidos, pedí credenciales periodísticas y hablé con la editorial que me publica en Chile para decirles que tenía un proyecto un poco loco: pasar en el campamento todos los días que quedaran entrevistando a las mujeres”.

Cuando Emma estudió en Chile, conoció una extraña superstición que se había extendido por todo el país: las mujeres no podían acercarse a las minas porque llevaban la mala suerte. Aquella estudiante de Historia pensaba que eran simples supercherías, pero un día que hicieron un viaje académico a Chuquicamata, una mina a cielo abierto a casi 3.000 metros de altitud, dejaron a las chicas en la carretera, mientras los chicos sí bajaban del autobús. Así que, cuando se enteró del desastre en Atacama, se plantó allí con una grabadora y una cámara para conocer la historia de cada una de las mujeres que había allí esperando a los hombres. “Entré y, lo que yo pensé que iba a ser una semana, se demoró casi dos meses”.

El horror en la Colonia Dignidad

Ahí conoció de primera mano la célebre historia de Johnny Barrios, que no tardó en descubrirse que, allá arriba, le esperaban tres mujeres -su esposa y dos amantes-, cada una con el cartelito con el nombre de su amado. “Una de las dos amantes se desilusionó y se fue. Yo me hice más amiga de la esposa y durante todo el tiempo se escribían cartas que introducían y sacaban por un mecanismo. Johnny escribía la misma carta a las dos. No se dieron cuenta hasta que estaban leyendo al lado una al lado de la otra, y entonces lo descubrieron. La esposa se enojó tanto que cogió y me regaló las cartas. Un tesoro”.

La escritora pasó 70 días agotadores. Hacía las entrevistas por la mañana -habló con todos los que tenían alguna función a la entrada de la mina: desde un payaso a los médicos o enfermeros- y escribía por las noches. Como tenía las cartas, cada capítulo lo empezaba con un fragmento de las carta de Johnny Barrios. El minero acabó decidiendo, para sorpresa de todos, que la persona que elegía para que le recibiera el día del rescate era su amante. “La noche del rescate fue muy emocionante y tuve la suerte de ganar varios premios en Estados Unidos por este libro”.

Poco a poco, con una sutil habilidad, Emma nos ha conducido hasta sus libros. Nos cuenta entonces el que escribió sobre Colonia Dignidad, una especie de campo de concentración donde un alemán, Paul Schäfer, creó un lugar que utilizó como centro de tortura de presos políticos durante la dictadura del general Augusto Pinochet (1973-1990). Era un territorio independiente dentro de Chile donde se hablaba alemán y donde nadie intervenía. “Cuando llegué a València descubrí que algunas víctimas eran valencianas. Como un cura que se fue a defender los derechos humanos. Para mí este libro (Cuando mi cuerpo dejó de ser tu casa) marca como un hito en mi carrera porque me demoré diez años en averiguar la historia. Lo publiqué hace un año y también en España gracias a la editorial Catalonia. Al final pude visitar el lugar y es terrorífico. El hombre, además, era un pedófilo”.

La mujer infinita ya está metida en otro proyecto. Una novela que mezcla el tono erótico con la novela histórica. “Va a ser un shock para mis lectores”, apunta. Su vitalidad es sorprendente a esos 73 años que parecen falsos. Es entonces nos pide que vayamos a su casa, que está a una manzana y a la que no sabe llegar. Maldita cuadrícula. Es su nuevo hogar. Aunque antes de mudarse a España, vía Irlanda, quiso cerrar un círculo. “Les regalamos los muebles a los migrantes que habían llegado de Siria. Me dan ganas de llorar cuando lo cuento porque es una forma de ayudar a la gente que llegó con nada más que una maleta, y lo hace una mujer como yo, que también llegó con una maleta en el 74”. Luego cogieron sus tratos, sus libros, sus fotografías, lo metieron en un barco y se vinieron a València. Querían dejar atrás un país que, según Emma, eligió al hombre “más importante de su historia política” y después a Donald Trump, “un tarado”. Esta mujer detectó que Obama se convirtió en un pretexto para los racistas para atacar a los negros.

Pero Emma Sepúlveda es ahora una mujer feliz en una ciudad que le encanta y que, no podía ser de otra forma, se ha lanzado a descubrir. Quiere pisar sus calles y leer su historia. Quiere impregnarse de su pasado y pasear por su presente. Y encima estar cerca de su hijo, su nuera y sus dos nietas. Así es la vida infinita de Emma.

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