Casi 4.000 niños en la Comunitat cuentan con algún tipo de medida de protección. El acogimiento ha ganado fuerza y la Administración está haciendo un esfuerzo para adecuar la ley a la realidad
VALÈNCIA.- Lo dijo Jane Howard, novelista y dramaturga inglesa, gran conocedora del amor y su fragilidad, y de esa fuerza llamada familia. Necesitas una, y tienes derecho a ella. Lo dice la Carta Internacional de los Derechos del Niño. Rayza Carreño amplía el concepto: «Cada niño tiene derecho a ser exclusivo para alguien». Esta cubana afincada en València desde hace veinte años construyó un hogar junto a su marido, Jose Jarque, un belga al que el destino también trajo a València hace dos décadas. Completaron su familia junto a dos niñas que, como explican, esperaban a unos padres en algún lugar del mundo, mientras que ellos dos buscaban «a sus princesas». Así llegó la adopción de Jing en 2006 en China, y más tarde, en 2012, la de Alexandra, en España. Y en ese proceso de encuentro y realización de su proyecto familiar descubrieron el acogimiento. El de la familia que les entregó a su segunda hija.
«La adopción supone un sentimiento de necesidad de ser padres. El acogimiento es un sentimiento de pura solidaridad. Estar ahí para ese niño mientras te necesite para que cuando llegue el momento, marche a su hogar, el de su familia definitiva», comenta la madre. Rayza y Jose lo vivieron como padres adoptivos, agradecidos de recibir de manos de una madre de acogida las fotografías de los primeros pasos de su hija, su ropita y algunos de sus recuerdos. «Esa complicidad de madre a madre es una sensación de plenitud, y supimos que también podríamos ofrecernos como una familia temporal. Partimos de la base de que un niño menos en un centro es una victoria».
Rayza lo cuenta sosteniendo en las manos a ‘J.’, un superviviente que con apenas cuatro meses le ha plantado cara a una vida que pintaba dura, marcada por el síndrome de abstinencia que juntos, ‘J.’ y sus padres de acogimiento, han vencido gracias al cariño, al roce piel con piel, al amor frágil y fuerte de una familia como la describe Jane en sus novelas. Llegó a su casa con un mes de vida, y cuánto se quedará depende de cómo evolucionen las circunstancias. Eso es secundario para Rayza. «Guardo sus zapatitos y juguetes en una caja. Le hago fotos riendo, vídeos de sus primeras muecas porque quiero que esos recuerdos le acompañen cuando vaya a su hogar definitivo», explica.
‘J.’ no es un niño a la carta. Es uno de los 3.808 menores que están bajo medida de protección en la Comunitat Valenciana. De ellos, 2.651 viven en un acogimiento familiar pero otros 1.157 lo hacen en una residencia. La directora general de Infancia y Adolescencia, Rosa Molero, comenta que «en estos veinte años de existencia del programa de acogimiento en nuestra comunidad, por primera vez ha cambiado la mirada de las instituciones. Se centra en el menor. Trabajamos por desinstitucionalizar el sistema de protección priorizando el acogimiento familiar al residencial porque creemos que es lo mejor para los niños, sobre todo para los menores de siete años. Por ello, hemos lanzado una campaña para buscar familia a 83 menores con necesidades especiales», indica.
Uno de esos chavales menores de siete años es David. Un pequeño «koala humano» que se mete a cualquiera en el bolsillo con su sonrisa. Un campeón, otro —porque todos lo son—, que por las dificultades de desarrollo madurativo con las que nació acabó en un centro residencial. Ahí lo conocieron Mariló García y Carlos Borrás. Son padres de María (18 años) y de Esther (16 años), con las que por consenso decidieron embarcarse en la aventura de acoger, de regresar a los pañales, a las guarderías y a los parques, y sobre todo de emprender una lucha por sacar adelante a David a pesar de que cada comida es una pelea, cada conciliación del sueño una batalla ganada, y cada avance en su comunicación, un subidón familiar digno de la competición de un equipo de élite.
David lleva cuatro años ya en la familia. Su acogimiento ha pasado a ser permanente, una de las modalidades que tiene este programa, además de especializado, pues tanto Mariló como Carlos tuvieron que formarse específicamente para poder cubrir las necesidades del pequeño. Son horas de médicos, especialistas, cuidados que obligan a la familia a adaptarse a él pero que ellos consideran como una «oportunidad en la vida». «Creo que haciendo cada uno cosas pequeñas haremos mucho. Debemos cuidar más los unos de los otros. Es un valor que nos enriquece a nivel personal pero también a nivel colectivo, de solidaridad» señala Carlos.
A pesar de que la estancia de David en casa de Mariló y Carlos es permanente, el niño mantiene el contacto con su familia biológica. Otro esfuerzo de sus padres acogedores. El de que no pierda su vínculo con su otra madre y sus hermanos, y que sus encuentros le enriquezcan y le hagan más feliz de lo que es, aunque eso, por su sonrisa permanente, parece imposible.
«David nos da a nosotros más de lo que nosotros le podemos devolver», comenta Mariló mientras juega con el pequeño.
«Creo que haciendo cada uno cosas pequeñas, haremos mucho. Debemos cuidar más los unos de los otros», asegura Carlos, padre de acogida
«Estos chicos se merecen lo mismo que cualquier otro niño, que tu hija o que la mía», apunta Antoni Martínez, subdirector del centro Les Palmeres, una de las residencias para menores de referencia en la Comunitat, a la que anualmente llegan un promedio de 29 niños. Esta institución, con más de veinte años de trayectoria, Antonio la compara con las urgencias de un hospital. «Cuando hay una situación de peligro, somos la primera referencia, el primer lugar al que llegará un menor». Sus «urgencias» reciben a menores de 0 a 12 años, también a grupos de hermanos que pueden llegar en cualquier momento del día o de la noche y en diferentes circunstancias personales.
«Hay chicos que vienen muy dañados porque salen de entornos familiares tóxicos; no tienen rutinas de comida o de higiene que aquí, en la residencia, se van aprendiendo poco a poco, y donde además les ayudamos a socializar, pero no dejamos de ser un centro. Un niño necesita una referencia y no veinte, que son los trabajadores con los que coincidirá. Un niño necesita una familia», comenta.
En Les Palmeres residió Pablo hace trece años. Cuando tenía cinco fue sacado del colegio a mitad de clase y llevado a este centro junto a su hermano Daniel, de apenas tres años. Su caso es uno de esos de emergencias. Unos días antes, la Policía lo encontró arrastrando la cuna de su hermano pequeño por las calles de València, intentando llegar a la casa de una abuela en la que pudieran comer algo. Era solo un episodio más de su infancia en la que la supervivencia de ambos hermanos dependía de la astucia que pudiera tener Pablo con apenas cinco años. «Recuerdo que llegamos aquí. Mi hermano no se enteraba de mucho porque era muy pequeño, incluso estaba contento porque comía a su hora, pero yo vivía aterrado pensando que nos separarían y que nunca más íbamos a ver a nuestros padres», explica.
Su vida en Les Palmeres se prolongó durante seis meses. Un tiempo marcado por las rutinas, los horarios y las normas sin las que creció y que ahora le ayudan, entre otras cosas, a mejorar su rendimiento escolar. Y en esa espera, un día de pronto llegó una familia que les invitó a salir de excursión con ellos. Más tarde, a pasar un fin de semana en su casa, hasta que les propusieron irse a vivir con ellos. «Mi hermano estaba feliz pero yo estaba incluso más asustado que en el centro porque pensaba que eso era el fin de nuestras posibilidades de reencontrarnos con nuestros padres. No fue así. Fue lo mejor que nos pudo pasar», recuerda.
Sus padres de acogida formaron parte de alguno de los programas que promueve desde hace dos décadas AVAF (Asociación de Voluntarios de Acogimiento Familiar). Campamentos de vacaciones, excursiones, fines de semana en familia para aunar fuerzas como colectivo, dar a conocer a otros lo que es el acogimiento y mejorar un poco el día a día de aquellos pequeños que están en las residencias. Francisco González, profesor universitario y presidente de la asociación, remarca que «en este proyecto el protagonista es el niño, no tú. Cuando te preguntan que cómo te separarás de él, debes saber que tú eres el adulto, que te dará pena, por supuesto, porque se genera un vínculo afectivo, pero tu razón de ser es el bienestar de ese menor, su desarrollo afectivo en el que una familia, aunque temporal, es fundamental», indica.
Pablo y su hermano la tienen desde hace trece años. Pablo ha cumplido la mayoría de edad. Es un buen estudiante, un deportista entusiasta de la vida sana, algo que le inculca también a su hermano, y un hijo más de su familia acogedora. Tampoco ha perdido el vínculo con sus padres biológicos. Mantienen contacto y ahora les entiende mejor, pero insiste en que «el hogar está donde a uno lo crían, y esa es mi familia de acogimiento».
«Cuando te preguntan que cómo te separarás del menor sabes que te dará pena pero debes recordar que tú eres el adulto y que lo importante es su bienestar»
Curiosamente, y tal y como está planteado el sistema actual de acogimiento, si Pablo hubiera estado en un centro, al cumplir los 18 años tendría que haberlo abandonado porque el Estado ya no tiene responsabilidad hacia él. Tampoco su familia acogedora tiene obligación de cobijarle. «Me parece algo injusto cómo está planteado este punto porque yo, con 18 años, y sin un colchón familiar, ¿a dónde voy?», explica.
Es algo sobre lo que advierte también Rosa Molero. «En 2017 nos hemos propuesto crear pisos de emancipación para jóvenes hasta los 25 años. Estamos revirtiendo un sistema que en muchos casos es una tela de araña. Niños en instituciones durante años, que al cumplir la mayoría de edad se ven desprovistos de toda protección», indica.
Algunas de las modificaciones de la ley actual han mejorado las cuantías que perciben las familias, elevando las de las familias extensas, es decir, familiares ‘de sangre’ de los menores, que percibían apenas cuatro euros por día mientras las familias acogedoras recibían nueve. Según el programa actual se han equiparado ambas cuantías situándolas en doce euros. Estas ayudas se han convertido además en un derecho subjetivo del niño que no debe ser solicitado anualmente como hasta ahora, sino que se renueva automáticamente hasta que dure su acogimiento.
«Esto no se hace ni por una ayuda ni por un beneficio propio, sino solo por solidaridad», dice Rayza. «Y todos pueden hacerlo, solo hace falta iniciativa». Su marido lo corrobora y añade: «Cuando me dicen que somos unos valientes siempre contesto diciendo que no más que tú. Es hacerlo o no, y hay muchos niños que necesitan una familia como la mía o como la tuya, aunque sea de forma temporal».
«Como quiera que lo llames, quienquiera que seas, necesitas una», concluye Jose Jarque.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 31 de la revista Plaza