‘La verdad duele’ del periodista y cineasta Peter Landesman se convierte en un recital de Will Smith, acento nigeriano incluido; la película pone de manifiesto los efectos perniciosos del fútbol americano, pero eso es algo que nadie parece escuchar
VALENCIA. El hombre en el medio, el center de un equipo de fútbol americano, ocupa la posición más violenta en el campo. Recibe todos los impactos. Detiene todos los golpes. Emplea la cabeza como arma en cada jugada. Es una posición para valientes, para héroes, para auténticos guerreros. Nadie puede crear un center. Para serlo se nace. No hay comparativa con otro deporte. Nadie es más valiente que un center. Por si fuera poco, el center tiene algo simbólico que lo dota de un aura especial: Él comienza la jugada. Él es el arranque de todo. Pero no se puede ser valiente toda la vida. No hay cuerpo que pueda resistir esa exigencia física, ni cerebro que salga indemne.
El mejor center de la historia jugaba en los Steelers de Pittsburgh. Iron Mike Webster fue una estrella de este deporte, el hombre de equipo esencial en el club que durante los años setenta dominó la NFL y ganó cuatro Super Bowls. Según el cálculo que hizo el patólogo Bennet Omalu, y teniendo en cuenta que había jugado desde que era adolescente, Mike Webster recibió más de 70.000 golpes en su vida. Afectaron a su cerebro y le convirtieron en un guiñapo, adicto a toda clase de drogas, destrozado, cansado, hasta que murió en 2002, después de pasarse años infligiéndose lesiones, viviendo en la calle e incluso durmiendo en una estación de tren. Falleció en su furgoneta, oficialmente de un ataque al corazón.
Webster era un mito con todas las letras, la referencia, el modelo a seguir. Los padres le señalaban como ejemplo a sus hijos y a todo el mundo le gustaba. Trabajaba duro. Era inteligente, sencillo, y, por si fuera poco, contaba la leyenda que estuvo a punto de no jugar al fútbol americano; el héroe predestinado, qué historia tan grata. Había nacido en una localidad agrícola de Wisconsin, en Tomahwak, y tenía que cumplir con sus tareas familiares. No fue hasta el penúltimo año del high school en el instituto de Rylander que su entrenador Dave Lechnir se ofreció en llevarlo a su casa después de los entrenamientos para llegar a tiempo a realizar sus tareas en al granja.
Sería una historia preciosa si no fuera por el final; sería digna de una película hollywoodiense si no fuera por la triste muerte de Webster, que tiene algo de bíblico. Porque sobre su lápida se podría haber escrito un fragmento de los Salmos: ‘No me rechaces ahora que soy viejo,/ no me abandones cuando me faltan ya las fuerzas’. Webster fue rechazado cuando fue viejo; fue abandonado cuando le fallaron las fuerzas. Su entrenador en los Steelers, Noll, dijo de él que John Wayne podría haber sido un héroe de ficción, pero que Webster no era ficción. “Era real”. Se olvidó recordarlo cuando le entrenaba. Quizás se dio cuenta cuando se enfrentó a su muerte real. Los héroes de ficción no mueren. Los reales sí. Caen. Y es horrible verles caer.
Existe cierta unanimidad en torno a la grandeza de Webster como deportista. También la convicción de que él es el paciente cero, el origen de la polémica que ha puesto en el disparadero al fútbol americano. Porque fue a raíz de su muerte que se comenzó a estudiar el impacto que tenía el fútbol americano en los deportistas. No en sus huesos; en su cerebro. El programa Frontline de la televisión pública norteamericana PBS le bautizó así: Paciente cero. De leyenda a paciente cero. Bennet Omalu, que estudió su cerebro, descubrió los daños que había sufrido Webster y le dio un nombre: Encefalopatía Traumática Crónica. Recuerden bien el nombre; es el malo de la película. La encefalopatía traumática crónica es un deterioro cerebral producto de numerosos impactos en la cabeza. El daño cerebral se traduce en graves discapacidades físicas y mentales. La afección empeora con el tiempo. Básicamente, a quienes la padecen les vuelve dementes. Los afectados se vuelven irracionales, son incapaces de mantener una vida normal. Explosivos, lloran y se enfadan por cualquier cosa, se deprimen con suma facilidad. La mayoría acaban suicidándose. No hay cura posible.
Webster fue el primero que se sepa, aunque se sospecha que ya había sucedido en anteriores ocasiones. Después pasó con Justin Strzelczyk, acerero también, quien llegó a jugar una final de la Super Bowl. Fue la siguiente víctima conocida. De Strzelczyk se sabía de su afición a las Harley Davidson y su carácter peculiar. Tocaba la guitarra y el banjo. Bebía mucho. Se habló de un trastorno bipolar surgido con los años. Oía voces. Alguien tan fuerte como él, derrotado como un bebé enfermo. Gigantes con pies de barro. La noche antes de morir llamó a sus amigos para hacer las paces. Se mató en la carrera, lanzando su furgoneta contra un camión en septiembre de 2004. Se llegó a pensar que había sido por culpa del alcohol y las drogas. Sin embargo la autopsia reveló el daño cerebral, la encefalopatía traumática crónica, así como la ausencia de tóxicos en su cuerpo. También se suicidó Terry Long, a los 45 años bebiendo anticongelante. Igualmente acerero, Long llegó a ser All Star. La pruebas confirmaron que también tenía la temida ETC. Igualmente pasó con Andre Waters, una de las leyendas deportivas de los Philadelphia Eagles, quien se suicidó en 2006.
Bennet Omalu ya tenía cuatro casos. Con tres existe evidencia científica. Nigeriano, introvertido, educado, el doctor creía haber descubierto un problema de salud pública pero lo que había hallado era una verdad demasiado sucia. El fútbol americano, el deporte rey, era un monstruo, Saturno devorando a sus hijos. Nadie quería escuchar lo que decía. Cuando publicó en 2005 un artículo con sus descubrimientos en la revista Neurosurgery se convirtió en el enemigo del pueblo. A Ibsen le habría encantado esta historia real; habría visto tantas similitudes entre el Omalu real y su doctor Stockmann. Si en su obra el doctor halla una bacteria contaminante en las aguas del balneario, en la vida real Omalu encontró una verdad irrefutable: el deporte favorito de América era una máquina de destrozar seres humanos; el balneario de las almas contaminaba hasta matar a sus héroes. Pero eso no fue bastante para convencer a la NFL, ni a una sociedad poco predispuesta a cambiar. Omalu descubrió que, como el doctor Sotckmann de Ibsen, podría clamar contra la masa: “¿Es que no podéis oír por una sola vez en vuestra vida una verdad sin encolerizaros?”.
Como es lógico semejante historia no pasó desapercibida a Hollywood. El primer interesado fue Ridley Scott, quien ha continuado con el proyecto como productor. Landesman, periodista, director de cine, escribió un guión a partir de un artículo de la revista GQ firmado por Jeanne Marie Laskas. Curiosamente, Will Smith, que había rechazado participar en películas polémicas como Django desencadenado, accedió a tomar parte en una que ha sentado como un tiro a parte de la sociedad estadounidense; un gesto valiente que habla mucho y bien de él. Su incorporación fue decisiva para que se concretara un largometraje que se estrenó el 25 de diciembre, la fecha elegida por las películas que aspiran a los Oscars.
El film llega a los cines españoles este viernes bajo el lamentable título de La verdad duele (uno se imagina al iluminado de turno que tuvo la idea de cambiar el original Concussion-Conmoción yendo todo ufano a celebrar su brillantez un viernes por la noche). Pese a sus mimbres, polémica, actual, intensa, protagonizada por una gran estrella, ha disfrutado de una errática carrera en Estados Unidos donde apenas ha recaudado 34 millones de dólares para un presupuesto de 35. Si se salva económicamente será gracias al mercado internacional, que ha hecho que la taquilla llegue ya a 40 millones de dólares. Su cosecha en premios de relumbrón ha sido escasa y entre ellos sobresale una nominación simbólica al Globo de Oro para un esforzado Smith, quien incluso se atreve con el acento nigeriano, algo que no se podrá disfrutar en España a causa del doblaje.
Como largometraje La verdad duele no es muy diferente a decenas de películas similares. Es el enésimo relato de cómo nace un héroe americano. “Ni siquiera soy americano” recuerda el doctor Bennet Omalu de ficción. “Eso es muy jodidamente americano” le replica su jefe, el doctor Cyril Wecht, encarnado por un esforzado Albert Brooks. Y así es la película: Muy jodidamente americana. Con una música tan convencional como efectiva de James Newton Howard, el largometraje atesora todas las virtudes y defectos de estas vidas de santos contemporáneas. Todo cuanto se relata en él, desde el desprecio continuado de las instituciones al investigador hasta la búsqueda de la verdad de Omalu, tiene algo de heroicidad cotidiana, de invocación a los pilares del sueño americano.
Con todo, su convencionalidad, con esa historia de amor tópica, no explica su fracaso. Cabría pensar más en que el largometraje relata lo que no se comenta los fines de semana, cuando la gente habla de deportes. Aunque lo que se denuncie sea algo tan evidente, su discurso ha molestado como una monserga. Nadie en su sano juicio puede pensar que el fútbol americano no tiene consecuencias. Richard Ford en El periodista deportivo (1990, Anagrama) dio cuenta de ello con el personaje de Herb Wallagher, el jugador en silla de ruedas de carácter frágil, que llora y se enfada por nada, quien afirma en un momento del libro: “(…) Como preparación a la vida, el deporte es una porquería”. Una gran verdad, pero que no cuadra con lo que le pide su jefe al periodista, Frank Bascombe. Una máxima que no encaja con la mitomanía que rodea a los deportes de equipo. En una sociedad que aspira a encontrar taumaturgos en cualquier lado, que inventa ídolos en cualquier disciplina, nadie podía enfrentarse a un deporte de masas, en este caso el fútbol americano, y salir bien parado. El dinero que mueve pesa demasiado. Un dato: La última Super Bowl generó 620 millones de dólares. Da empleo a decenas de miles de personas. Subvenciona colegios. No es de extrañar que las primeras denuncias de Omalu cayeran en saco roto. Le dieron largas. Ni siquiera la colaboración del doctor Julian Bailes, encarnado en la película por un solvente Alec Baldwin, sirvió para que la todopoderosa organización reaccionase.
La gota que colmó el vaso fue el suicidio de Dave Duarson, representante de los jugadores, dos veces ganador de la Super Bowl. Se disparó en el pecho en febrero de 2011 y dejó una nota en la que pidió que estudiaran su cerebro. Si Webster fue el paciente cero, Duarson fue el testigo de cargo. Posteriormente, la muerte de Junior Seau, también por suicidio, se tradujo en una demanda contra la NFL. La organización tuvo que llegar a un acuerdo judicial en 2013 con miles de ex jugadores y familiares que le demandaron conjuntamente. Pagaron y con eso dieron por resuelto el problema, pero las investigaciones de Omalu y estudios posteriores han puesto sobre aviso a los jugadores. El rookie Chris Borland abandonó su futuro como estrella multimillonaria para garantizarse una vida normal, en un golpe de efecto que sorprendió en Estados Unidos. No fue el único y hay quien habla de fuga.
A pesar de todo, la afición por el fútbol americano en Estados Unidos permanece incólume. Sólo hay que contemplar la repercusión que ha tenido la última Super Bowl o la gratuidad con la que las televisiones europeas y nacionales le han dado cancha. La 50 Super Bowl fue vista este domingo pasado por 111,9 millones de estadounidenses; es un leve descenso respecto a la de 2015, pero en cualquier caso es la tercera más alta de la historia de la televisión ese país. Ni siquiera las últimas evidencias han hecho reaccionar a la sociedad. ¿Qué esos jóvenes que se abalanzan sobre el balón se volverán locos a causa de los golpes? ¿Qué más da? ¿Y lo divertido que es? ¿Y cómo simboliza el trabajo en equipo, la cultura del esfuerzo…? El mismo Obama, quien llegó a decir que "si tuviese un hijo pensaría largo y tendido antes de dejarle jugar al fútbol americano", dio su beneplácito a la última Super Bowl y participó con un vídeo con su mujer en el que gastaba bromas con el presentador Stephen Colbert. La NFL sigue poniéndose de perfil y la sociedad sigue jaleando desde la grada, mientras las bandas de música tocan himnos. El espectáculo debe continuar. Nadie recapacita. Por todo eso, puede que La verdad duele no sea una gran película, que le falte algo de soltura narrativa, un desarrollo dramático más sutil, pero vale la pena que se haya hecho.
Se estrena la película por la que Coralie Fargeat ganó el Premio a Mejor guion en el Festival de Cannes, un poderoso thriller de horror corporal protagonizado por una impresionante Demi Moore