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LA NAVE DE LOS LOCOS / OPINIÓN

Estancados

No avanzamos, en el mejor de los casos. Estamos estancados como los japoneses, aunque a más de uno le gustaría tener el estancamiento de la tercera economía del mundo. Sin un pasado en el que mirarnos ni un futuro en el que confiar, nos agarramos como zombis a un presente que no entendemos 

30/05/2016 - 

Se nos está poniendo cara de japoneses. Veinte años largos llevan sin crecer o creciendo lo mínimo y al parecer se han acostumbrado a su situación, según sostienen acreditados analistas económicos. No les quedará más remedio, digo yo. Nosotros, que acumulamos crecimientos más o menos ficticios, compartimos su presente de color amarillo, de ese amarillo que da mal fario, y un futuro gris tirando a negro, de un negro que amenaza tormenta. Será porque somos una nación que, aquejada hoy de múltiples patologías, se parece al enfermo crónico con el que los médicos no saben qué hacer: si seguir con el tratamiento o enviarle a una unidad de cuidados paliativos para que tenga una muerte digna.

No avanzamos, en el mejor de los casos. Estamos estancados como los japoneses, aunque a más de uno le gustaría tener el estancamiento de la tercera economía del mundo. ¿No comparten la sensación de que este país gira y gira en torno a debates estériles consumiendo las escasas energías que le quedan? Sin un pasado en el que mirarse ni un futuro en el que confiar, nos agarramos como zombis a un presente que no entendemos. Así sobrevive una mayoría, a trancas y barrancas, con el único horizonte de llegar a fin de mes gracias a la pensión del abuelo. Estamos estancados, sí, con esa sensación de ser protagonistas de una película que se repite una y otra vez sin podernos salir del guion. 

Toda esta prescindible digresión —que Javier, mi director, sabrá disculpar— la cuento después de percatarme de que mi compañero de mesa, del que me llega un olor inquietante en estos ya cálidos días de primavera, sigue sin renovar su ropa. Claro síntoma de estancamiento. La última vez que lo hizo fue cuando aquel chiste fácil de los brotes verdes. Fue escuchar a la exvicepresidenta Salgado y recorrerse la mitad de las tiendas de Colón. Pero de eso hace ya cinco o seis años. Sus pantalones están raídos, por no hablar de sus mocasines, que carecen de suelas. 

Una mayoría sobrevive a trancas y barrancas, con el único horizonte de llegar a fin de mes gracias a la pensión del abuelo

Sin llegar a este extremo, yo también me veo en la necesidad de renovar, siquiera parcialmente, mi armario. Por ejemplo, los cuellos de mis camisas, desgastados, dejan bastante que desear. Mis amigos me aconsejan que visite alguna de esas cadenas de ropa muy barata, pero no me acaban de convencer. Todavía conservo ciertos escrúpulos como consumidor. Si adquiero una camisa por cinco o diez euros, imagino enseguida a la niña vietnamita que la ha fabricado en jornadas de doce horas. Qué se le va a hacer; soy así de antiguo. 

Puede que esté dramatizando y todo se deba a la impresión traumática que me ha causado ver las camisas de mi compañero desaliñado. Puede también que siempre haya sido un pesimista y no vea la luz al final del túnel, anunciada año tras año sin que demos con ella, tal vez porque avancemos en dirección contraria. Para no ahogarme en mi amargura, debería fiarme de los pronósticos optimistas del Gobierno en funciones y ver, por supuesto, el telediario todos los fines de semana. Nos asomamos a otro país, idílico, sin aristas, en technicolor, a las puertas de protagonizar un nuevo milagro económico y ya van…

La melena coqueta de la señora De Cospedal

Sentado en un sofá desgastado, aguardo con impaciencia a que aparezca la señora De Cospedal. Nunca falta a su encuentro con el fiel telespectador. En una de sus efímeras visitas a un pueblo manchego, nos suaviza la realidad con delicadas y engañosas palabras. España, viene a decirnos, necesita un gobierno “moderado” que garantice la continuidad del crecimiento económico y cree empleo. Luego sonríe agitando su melena —que acaba de recortarse y que le da un aire muy coqueto— y se fotografía con lugareños a una prudente distancia. Luego huye a Madrid.

Cuando el presentador cambia de noticia, sigo recordándola sin ser capaz de asimilar sus palabras. Me voy hundiendo poco a poco en mi sofá desvencijado. A mi lado hay una mesita sobre la que descansa un diccionario. Lo consulto y comprendo la diferencia entre el significado de ‘estancado’ y el de ‘instalado’. Deprimido y a punto de sollozar, no puedo seguir viendo el telediario y cambio de canal. Aparece Rappel prediciendo el futuro. Puedo llamar y me echa las cartas. Siempre he confiado más en él que en cualquier economista del BBVA. Para mí, su palabra es la ley. No hay color entre que Rappel te lea tu futuro o que el agorero de Paul Krugman te vaticine otra crisis de deuda. Pero echo mano de la cartera y recuerdo que estoy en números rojos. Ni una llamada telefónica me puedo permitir, así que lo dejo y cuento los días para las próximas elecciones generales.

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