Una vez finalizado el ciclo electoral, ha llegado la hora de la negociación para formar equipos de gobierno en ayuntamientos, diputaciones provinciales, comunidades autónomas y en el Gobierno central. Mucho poder en juego, y no demasiado tiempo para negociarlo. Y, además, en un escenario que no tiene nada que ver con el del bipartidismo, cuando la cosa estaba muy clara, y a lo sumo quedaba dilucidar cuál iba a ser la factura del partido pequeño (a menudo, nacionalista periférico) a cambio de sus votos.
En cambio, ahora los partidos han de negociar a tres y a más bandas. Incorporar en sus equipos de gobierno a dirigentes de formaciones políticas muy variadas, con procedencias e ideologías dispares. Prometer el oro y el moro a pequeños partidos cuyo diputado o par de diputados son fundamentales para obtener la investidura o sostener la acción de gobierno, y que a menudo se llevan a matar entre sí, o con alguno de los socios.
Son muchos cambios, y no es fácil acomodarse a la nueva realidad. Estos días lo estamos viendo claramente en dos escenarios: las negociaciones para formar gobierno en la Generalitat Valenciana, por un lado; y la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno español, por otro. No en vano, son las instituciones en las que primero se celebraron elecciones, aunque los ayuntamientos tendrán que constituirse antes (y con menos margen de maniobra: o alguien obtiene la mayoría absoluta, o gobernará el más votado).
En la Comunitat Valenciana, estas semanas hemos vivido una espiral de críticas e indignación de los socios tradicionales, PSPV y Compromís, con los recién llegados: EUPV y (sobre todo) Podemos. Al parecer, dicen desde las filas socialistas, en Podemos pretenden obtener un par de consellerias, incluso una vicepresidencia. Y esto, por razones que se me escapan, constituye un escándalo de marca mayor. ¡Quieren entrar en el Gobierno para ocupar sillones, qué escándalo!
El verdadero escándalo, me temo, no es que quieran ocupar sillones (que, evidentemente, es lo que quieren), sino que estos sillones están ocupados... por Compromís y el PSPV. Para que entren los nuevos, hay que hacer sitio, puesto que en la administración autonómica está todo bastante tasado. Pueden aparecer más consellerias (ya se está hablando de catorce, más la presidencia, igualando el récord de Camps), pero surgirán a partir de secretarías autonómicas y direcciones generales ya existentes.
En el PSPV y en Compromís ya vivieron con enorme tensión las negociaciones de 2015. Entonces, Compromís era una fuerza emergente y el apoyo de Podemos a sus pretensiones hegemónicas era firme (ahora brilla por su ausencia). La distancia entre PSPV y Compromís en las elecciones fue muy pequeña. Así que se forjó un gobierno paritario, con la presidencia (el premio principal) para el PSPV, dado que fue el partido más votado. Hubo momentos de tensión, pero al final se llegó a un acuerdo (y con bastante rapidez, además). Un acuerdo que ha funcionado razonablemente bien.
Ahora todo son llantos y crujir de dientes por las "inconcebibles exigencias" de Podemos, pero la aritmética es tozuda: si son necesarios para investir gobierno y quieren formar parte del mismo, lo normal sería que asumieran en torno al 15% del Consell, que viene a ser la proyección de sus ocho diputados en el conjunto de la mayoría de izquierdas. Seguro que PSPV y Compromís estarían encantados de continuar con el apoyo de Podemos desde fuera, en las Cortes, pero ahora eso implica incorporarlos. Porque así llevan diciéndolo, además, desde hace al menos un año.
En el Consell es previsible que las cosas se desbloqueen definitivamente en breve (por la vía de la cesión y el pacto entre todos los socios; no hay otra) y tengamos Botànic 2. En la Moncloa probablemente pase lo mismo, aunque -hay que decirlo- la actitud de Sánchez es mucho más "sobrada" con sus supuestos socios que la de Puig. Aunque en el PSPV algunos hablan como si tuvieran muchos más diputados de los que tienen, no se acercan, ni de lejos, a la posición del PSOE. Al menos, el PSPV ha dado por supuesto desde el principio que Podem EUPV entraría en el Gobierno, y se ha puesto a negociar. Sánchez, en cambio, lleva un mes largo sesteando, dejando que pase el tiempo. A ver si alguien se pone nervioso y le dan la investidura gratis.
Es una táctica rajoyista, que, como el nombre indica, Rajoy llevó al límite en 2016: diez meses sin hacer nada, hasta que el PSOE de Susana Díaz, y tras una repetición de elecciones, le dio la investidura. Pero no está claro que Sánchez tenga las mismas cartas que Rajoy. Su estrategia se basa en la idea de que, al final, alguien cederá. Ceder significa que o bien Ciudadanos aceptará abstenerse o incluso pactar con el PSOE, o bien que Unidas Podemos votará la investidura sin pedir nada a cambio.
Lo primero, ya lo hemos visto, no va a pasar. Y no sólo porque Albert Rivera no ha dejado de decir que no apoyará a Sánchez, sin flaquear en ningún momento. Sino porque la realidad de los hechos, de los pactos a nivel local y autonómico, lo está demostrando. El caso más claro es el de Castilla y León, donde Ciudadanos tendría la oportunidad de desbancar al PP después de 32 años gobernando. Pero Ciudadanos ya está claramente ubicado en el espacio que aspira a liderar, el centro-derecha. Así que para ellos es mucho más dañino, o así lo interpretan, coquetear con el PSOE que arriesgarse a que el PP, que liderará todos o casi todos los gobiernos, les dé el abrazo del oso. Y, siguiendo esta lógica, es muy posible que tengamos pactos en toda España allí donde PP y Ciudadanos sumen si incorporan en la ecuación a Vox, que es en casi todos los sitios en los que suman (la excepción sería, precisamente, Castilla y León). Entre otras cosas porque Vox, a la hora de la verdad, es muy derechita cobarde y tiene pinta de envainarse sus bravatas.
Pero, sin agitar el espantajo de Ciudadanos, Sánchez pierde su mejor baza negociadora con los que realmente le tienen que investir, y en particular con Unidas Podemos. El líder socialista y los suyos continúan hablando de un gobierno en solitario, pero es difícil ver qué aliciente puede tener Podemos para apoyar eso si su posición negociadora se basa en entrar a toda costa en dicho gobierno. Sobre todo, una vez ha quedado claro, en las recientes elecciones (tanto en la Comunidad Valenciana como en el conjunto de España), que apoyar desde fuera a un gobierno favorece... al partido en el gobierno, que se queda muchos de los votantes del partido que apoya externamente. A fin de cuentas, ¿qué sentido tiene votar a Unidas Podemos para que dicho partido apoye al que de verdad va a desarrollar las políticas, que es el PSOE? Para eso, mejor ahorrarnos trámites.
Por eso (y porque hay ganas de tocar poder, sin duda), carece de sentido que Unidas Podemos acepte el apoyo externo. Sobre todo, porque tiene muy buenas cartas en su mano, por mucho que padezcan una grave crisis interna en estos momentos. Puede que a este partido no le interese repetir unas elecciones generales, que es la amenaza en lontananza que perfilan desde el PSOE. Pero la cuestión es: ¿realmente le interesa al PSOE? ¿Qué sentido tiene poner en riesgo la actual supremacía, ganada merced a unas elecciones con una excepcional movilización contra el trío de las derechas, que no tiene por qué darse de nuevo en igual medida?
De hecho, y a pesar de la afortunada -para Pedro Sánchez- conjunción planetaria del 28 de abril, el partido socialista continúa estando a más de cincuenta escaños de la mayoría absoluta. Necesita a Unidas Podemos y a varios partidos más. La estrategia rajoyista tiene el problema de que, al darse en paralelo con la constitución de múltiples ayuntamientos y comunidades autónomas, puede evidenciar dos cosas: la primera, que las derechas sumarán allá donde puedan sumar, con alguna excepción menor. Y la segunda, que, en tal caso, muchas de las victorias del PSOE a lo largo y ancho de España no le sirven a este partido para gobernar. Es decir: que ganar, incluso ganar con mucha distancia con el segundo, no es garantía de mandar. Tal vez el PSOE debería comenzar a comportarse como si tuviera 123 escaños, no 173.