Las elecciones del pasado domingo dejaron un escenario político similar al que ya teníamos un mes antes, con el PSOE como indiscutible vencedor de todos los procesos electorales y rival a batir. Sin embargo, la victoria socialista se vio empañada parcialmente por la suma de los tres partidos de derechas (el trifachito) en muchas comunidades autónomas y ayuntamientos de grandes capitales. Singularmente, en el ayuntamiento y la comunidad de Madrid. La suma de PP con Ciudadanos y Vox en la capital permitiría que los populares salven los muebles; al menos, respecto de 2015. Recuperan la capital, la joya de la corona, y apenas pierden poder en las grandes ciudades (otra cosa será en los pueblos; las pérdidas en las diputaciones provinciales pueden ser dramáticas para el PP: ¡todos esos paniaguados del partido no se colocan solos!). Tampoco habría grandes cambios en lo que concierne al poder autonómico. Si hacemos balance en el conjunto del ciclo, la derecha mantendría sus principales autonomías (Madrid, Castilla y León, Murcia; además de Galicia, cuyas elecciones se celebran el año que viene) y añadiría la más importante de todas: Andalucía.
Pero esta visión relativamente plácida, de "aterrizaje suave" de las derechas, con una cuota de poder en absoluto desdeñable, ignora la realidad en varios aspectos. No sólo que dicha separación entre tres opciones le da al PSOE una ventaja muy importante, como partido más votado casi en cualquier sitio; sino que los tres miembros del "trifachito" no tienen aliciente, en igual medida, para pactar siempre. Sólo el PP está interesado en pactar en cualquier circunstancia, pues el PP no puede pactar con otros partidos, es prácticamente siempre el más votado de los tres (es decir, quien ostentaría la alcaldía o la presidencia de diputación o comunidad autónoma), y no parece que sus votantes le castiguen por pactar con Vox, dado que los votantes de Vox son, sustancialmente, antiguos votantes del PP.
En cambio, no está claro qué aliciente pueden tener los otros dos partidos para ejercer como comparsas en cualquier circunstancia. El caso de Vox es diáfano: no puede pactar con nadie más, y si se niega a hacerlo sus votantes le castigarán (imagínense que por culpa de Vox la izquierda continuase gobernando Madrid, por ejemplo). Pero si pacta con sus supuestos "socios" sin pintar nada ni conseguir una foto con ellos, si no gana influencia ni respetabilidad, ya deshinchado el soufflé... ¿Para qué sirve Vox, exactamente?
Vox es ahora mismo un partido apestado para Ciudadanos, una vez se ha comprobado, en las Generales, que no sólo no sirve para que la derecha alcance el poder, sino justamente para lo contrario. La suma del trifachito puede servir para sumar en algunos ayuntamientos y comunidades autónomas (los mismos, más o menos, donde ya sumaba antes la derecha), pero la inclusión de Vox implica serios problemas para PP y, sobre todo, Ciudadanos en el medio plazo.
La situación es esta: desde luego, con el actual discurso de Ciudadanos es poco probable que los votantes más centristas que captó este partido del PSOE y que ahora los socialistas han recuperado vuelvan alguna vez con Rivera. Y sin esos votantes centristas, las izquierdas partirán siempre con ventaja en cualquier proceso electoral; con más ventaja, conforme más polarizado esté el proceso.
Ese problema no sería tal para Ciudadanos si su apuesta de ocupar el espacio del PP le sale bien. Pero esto no va a pasar; no va a pasar, al menos, en el medio plazo. Ciudadanos (15,86%) se quedó muy cerca del PP (16,70%) en las Generales. Pero un mes después, en las Elecciones Europeas, la distancia se ha incrementado considerablemente: 12% para Ciudadanos y 20% para el PP. Ciudadanos tampoco ha logrado superar al PP en ninguna capital de provincia, ni en ninguna comunidad autónoma (salvo en Cataluña); está abocado, así, a continuar ejerciendo de "socio menor" del PP, con la esperanza de quedarse con sus votos alguna vez. Pero es sabido que, en política, muy pocas veces el socio pequeño se come al grande. Y si no, que se lo digan a Unidas Podemos; o a Compromís, ambos debilitados tras apoyar o gobernar conjuntamente con los socialistas.
En este contexto, el trifachito se ha vuelto considerablemente incómodo para Ciudadanos. Le obliga a pactar con Vox, por muchos equilibrismos, ridículos hasta lo infantil, que hagan para negarlo (ese inexistente modelo de pacto intransitivo: "yo he pactado con el PP, y el PP con Vox; ¡no me hablen de Vox, no sé quiénes son!). Y le obliga a sostener al PP en muchísimos lugares, sin recibir más rédito que el de los sillones; que no es poco, pero normalmente no ha funcionado demasiado bien para el socio pequeño, y nuevamente podemos invocar el pasado: el CDS, o Unión Valenciana, que acabaron engullidos por el PP.
Además, apoyar al PP implica un problema añadido, y es que, así, se contribuye a sostener el PP como partido político, como estructura de poder. Es decir, justo lo que Ciudadanos busca destruir para apropiárselo. Tiene mucho más sentido vaciar al PP todo lo posible de poder institucional para intentar que su estructura entre totalmente en crisis, propiciar el "juego sucio" (fichajes de dirigentes y de militantes en bloque) y acabar reproduciendo la sólida estructura del PP a nivel municipal de la que Ciudadanos carece.
Allí es donde, en lontananza, se perfila la sonrisa del destino de Pedro Sánchez y sus súplicas para que Ciudadanos retire el cordón sanitario; no en España (esto se antoja imposible, dada la reiteración de las promesas de Rivera en sentido contrario), pero sí en algunas comunidades y ayuntamientos estratégicos, con tres casos muy claros. El primero, Castilla y León, donde el PP lleva gobernando prácticamente desde siempre, y donde el candidato de Ciudadanos, Francisco Igea, lo es porque venció a la candidata del "aparato", Silvia Clemente, tras desvelarse el pucherazo perpetrado en su favor. El segundo, Aragón, donde las derechas necesitan al PAR (Partido Aragonés Regionalista), rotundamente opuesto al trasvase del Ebro y enfrentado, en consecuencia, a Vox, y donde la posición política el presidente socialista, Lambán, es indistinguible en muchos preceptos (y sobre todo en su visión de España) de la que defiende Ciudadanos.
Y finalmente, la alcaldía de Barcelona. Allí, Manuel Valls ha mostrado sus cartas para diferenciarse nítidamente de Rivera: apoyaría a Ada Colau sin condiciones, con tal de impedir que el independentismo se haga con la institución. Una medida que es totalmente coherente con lo que Ciudadanos propugna, que además supone presentar a Ciudadanos como un partido útil y transversal, abierto a pactos y a defender sus principios, frente al rígido modelo del trifachito, que parecía que iba a arrasar tras las elecciones andaluzas, pero después ha demostrado tener muchas limitaciones.
El problema de pactar con unos y con otros, naturalmente, es que en esas condiciones Ciudadanos perderá pedigree como partido fiable para el votante conservador, que no quiere que su voto pueda servir, en ningún caso, para que la izquierda gobierne en algún sitio (la única excepción tal vez sea, precisamente, Cataluña, donde Colau quizás se ubique en el séptimo círculo del infierno, pero ERC está en el octavo, sólo por encima de Puigdemont). Volver a ser el Ciudadanos de 2015, capaz de pactar con unos y con otros (aunque sea sobre todo con unos, es decir: con el PP), implica el retorno a la casilla de salida; a ser un partido bisagra. Y el recorrido de estos partidos, en España, suele ser previsible.