La poca gente que mira hacia arriba -casi todo el mundo mira hacia abajo, si no directamente al móvil- a veces se lleva sorpresas. Como caminar por la calle Bolsería y encontrarse un enorme balcón decorado con los objetos más insospechados. Un guante de goma, un plato de cerámica, un paraguas, peluches, la pierna de un maniquí… Pero lo que nadie sospecha, ni los curiosos ni los esclavos del teléfono, es que ese domicilio es el balcón multiplicado por tres. La casa, que es muy grande, está repleta de ropa amontonada, libros, cuadros, paraguas, sombreros, cascos de moto, mecheros y todo lo que uno se pueda imaginar.
Es la casa de Eugeni Zuriaga, un hombre de 73 años con un discurso tan caótico como todo lo que le rodea. Sus WhatsApp, los que manda antes y después de la entrevista, rozan el dadaísmo. Y la entrevista… pues al final no es una entrevista sino un monólogo o un viaje espacial por la cabeza de Eugeni. Al final, un par de horas más tarde de entrar en la casa y quedarte con la boca abierta durante varios segundos, uno se marcha de allí dudando entre si ha visitado a alguien con el síndrome de Diógenes, un bohemio o simplemente un genio.
Así que este artículo no puede ser otra cosa que un reflejo del caos del hombre con el balcón, y la casa, más singular de València.
Vamos a intentarlo.
Eugeni se presenta, muy cordial, se sirve un café en una barra que hay en una esquina del salón, se sienta en el sofá y explica que está volviendo a aprender a hablar. A los dos minutos ya te das cuenta de que, además, está sordo como una tapia. Las preguntas rara vez obtienen respuestas. Luego Eugeni se levantará el bonito sombrero que lleva puesto y contará que, además de por coquetería, le sirve para sujetar el implante coclear que le han puesto. “Es que si no se me cae”.
Su apellido es Zuriaga, “el lado blanco de las cosas”. Además del implante, a Eugeni siempre le han gustado los sombreros. “Un hombre sin sombrero es un hombre a medio vestir. Puedo salir en pijama y con chanclas y no me doy media vuelta, pero si se me ha olvidado el sombrero, sí”. Eugeni cuenta que la casa da a tres calles y explica que el balcón es un modo de lenguaje, una forma de dialogar con el entorno. “Con la edad vas perdiendo amigos y te vas enclaustrando. Y en este caserón de 500 años y techos muy altos no echas de menos la calle. El empezar a tapar los balcones fue por los vecinos de enfrente, por el colegio mayor, donde están las niñas que salen a tomar el sol. Todo comenzó con una fiesta de ‘carmenícolas’, vecinos del Carmen, de los que no vamos a València. Me metieron 600 euros de multa por la fiesta que monté el 7 de julio, el día de mi cumpleaños. Yo nací a las siete de la mañana del séptimo día del séptimo mes. Me cabreé y dejé la cosas en el balcón. Esto era un antiguo convento de monjas y aún están los agujeros en las paredes que usaban para comunicarse de habitación a habitación: ‘Xiqueta, apaga la llum’. Entonces vino el juego de los paraguas y los sombreros. La gente empezó a decirme si yo era el de la casa de los sombreros, pero yo nunca digo que soy yo. A veces salgo al balcón que da al colegio mayor, que es donde pasaba la muralla árabe, y eso coincide con el aula magna”.
Eugeni empieza a coger desvíos en la conversación. Ya hemos olvidado qué quería decir. Ahora empieza a contar que él adora Montmartre y que si viaja por Europa siempre pasa por Montmartre. Luego se pone a hablar de la lluvia. “Raimon, inspirándose en Ausiàs March, ya cantaba ‘Al meu país la pluja no sap ploure. O plou poc o plou massa’. Empecé a sacar cosas y descubrí que es una forma de proteger mi privacidad. En cada balcón hay un sillón porque me gusta sentarme a escribir, a dibujar o a leer. Voy buscando el sol en invierno y la sombra en verano. No me gusta que me observen. Y cuantos más trastos pones, menos te ven. Entonces empecé a comprobar que todos los comentarios que hacía la gente eran positivos. Les parecía simpático y ocurrente. Y lo dejé estar. Cada cierto tiempo lo aseguro con alambres. Pero hasta en eso soy complicado, unos objetos están enganchados a otros. He llegado a un punto de no retorno. Y ahora he puesto discos, vinilos, en la parte de arriba de los cristales para que no me dé en los ojos la luz que entra por el balcón”.
Él se niega a hablar de arte, prefiere hablar de performance, que él no ha hecho otra cosa que seguir algo que distingue al valenciano, el ‘horror vacui’ -llenar de contenido todo la superficie de un espacio-. “Somos todos barrocos, falleros. Aquí no hay nada que no esté ocupado por algo. Me horroriza el vacío”. Ha costado diez minutos averiguar por qué lo tiene todo así. No nos movemos del sofá, rodeados de mantas y almohadones. Da cierta aprehensión. Es fácil caer en la tentación de pensar qué habrá debajo de todos esos trastos. Si te giras, te encuentras una ardilla de peluche o unos elefantes de madera o el mítico retrato de Jim Morrison o incluso un bolso de Louis Vuitton. Es imposible recordarlo todo. Ese salón, como el resto de la casa, es una tormenta de estímulos.
Eugeni cruza las piernas. Este hombrecillo de 73 años repletos de vitalidad tiene un aspecto curioso con el borsalino, una preciosa camisa color azul Klein por la que asoman varios colgantes, los tejanos y unas viejas Vans negras. La vista le lleva a unas figuras, unas ibicencas que dice que hacía cuando era joven y frecuentaba la isla, entonces lo más de lo más de la modernidad. La época en la que pinchaba en las discotecas por la noche y hacía retratos, a 5.000 pesetas cada uno, en el centro de San Antonio.
Aunque su verdadero oficio ha sido profesor de Historia del Arte y pintor. Lo cuenta y comienza a hablar de los cuadros que hay colgados por las paredes sin dejar apenas un centímetro entre uno y otro. Algunos son de Vicente Talens, del que habla mucho y al que parece que añora. También hay un retrato de una negrita. “La negrita es como un diálogo entre Talens, el escultor Fernando de Perea y yo, que soy Mon. Fernando de Perea es un maestro, el que hizo la restauración de la Puerta de los Apóstoles. Fernando vivió 30 años con la negrita. Talens, una semana antes de morirse, vino y me dijo que ese cuadro era suyo. Entonces le conté que él lo pintó, pero que yo lo restauré. ¡Te jodes! Su mujer se partía de risa”.
Esta introducción le sirve para pasar, siempre sin pregunta mediante, a contar algo de su faceta artística. “Yo tengo habilidad manual, aparte de las neuras, que a veces ayudan, como el whisky, que también ayuda. Ahora me estoy convirtiendo en daltónico. Pero para pagar esto, la casa de la playa de Puebla de Farnals y el estudio, daba clases en un instituto de Massamagrell”. No recuerda tan bien desde cuando vive tras ese balcón de la calle Bolsería. Cree que desde finales del siglo pasado. “Mi estudio estaba en Casa Vella -un edificio señorial del siglo XVIII-, en la calle Roteros”.
Ahora da otro giro y desvela que también trabajó en la radio, en la Cadena Ser, y que su hijo se casó con la hija de un compañero. Tuvo otro hijo, Josep, que murió de leucemia. Eugeni lo cuenta de un susurro. Se le encoge el corazón años después. También cuenta que tenía un apartamento en Ruzafa y que cuando iba al estudio, pasaba por la calle Bolsería y siempre se quedaba observando el caserón donde ahora vive. Hacía el recorrido a pie porque iba acompañado de su perro, un Basset hound. Su hijo acabó quedándose el apartamento. “Pero a cambio me hizo abuelo”.
Al ‘horror vacui’ se le sumó un problema ocular que avivó su impulso por llenar los balcones de objetos que impidieran la entrada de la luz. Y las pérdidas. El divorcio de su mujer -aunque siguió viéndola los domingos cuando iban a comer la paella que hacía su suegra- y, sobre todo, la muerte de su hijo. Eugeni se fue enclaustrando y cada vez le costaba más salir de casa. Se hizo un búnker en esta vivienda fantástica con siglos de historia y espacio de sobra para un solitario. “Cuando murió mi hijo, dejé la radio, dejé de pintar y me encerré en casa”. Al final todo tiene una explicación. No solo es bohemia.
A la Cadena Ser llegó después de que cerraran el instituto. Su mujer y él se quedaron en paro y Eugeni se buscó la vida en la radio. “Yo hacía posible que todo el mundo ganara. Era un ejecutivo agresivo, todo lo contrario que soy en la vida, pero daba el pego. A mí siempre me había gustado la radio. Yo iba en el 600 de mi padre escuchando Radio Luxemburgo. Y la música: Eric Clapton, The Doors, Bob Dylan… Los conocí a todos. El hijo de Bob Dylan estuvo en esta casa. Y a Jimi Hendrix, que me lo crucé en el aeropuerto de Mallorca porque venía de Chefchaouen (Marruecos), de estar con los Rolling Stones. Yo entonces pasaba mucho tiempo en Marrasquino. Con el sombrero puesto y dibujando en la barra junto al tercer whisky”.
Entre los cientos de trastos que tiene por la casa, en alguna parte está colgada una cazadora de BB King. “Los artistas iban a Los 40 Principales y se dejaban las cosas. Paco Cremades le hizo una entrevista y luego me dijo que se había dejado la chaqueta. No vino a recogerla y ahora la uso para taparme la luz en otra habitación”.
A pesar del casoplón, Eugeni cuenta que no era rico de cuna. Su padre vivía modestamente de una cooperativa de Silla que le vendía a todas las granjas de València el pienso que compraba previamente en la Lonja “Por eso me gusta mucho ir a los escalones de la Lonja a dibujar a lápiz”. En la Ser se ganó bien la vida. Hizo dinero. Una de sus funciones era organizar los conciertos de Los 40 Principales. Los grupos iban gratis a cambio de la promoción en la emisora de música más escuchada en España, conseguía la subvención institucional y algo de publicidad para que todo el mundo en la radio ganara dinero. “La pasta se la quedaba la radio menos lo que me pagaba a mí, que era un dineral”.
En el arte parece que no prosperó. Eugeni dice que se lo dejó después de una mala reseña de Rafa Marí, el crítico de Las Provincias, que aún se sabe de memoria. Pero él lo mismo pintaba que pinchaba discos en Ibiza, que en los garitos de La Pobla de Farnals, donde tenía un apartamento. “Bruno Lomas era mi vecino. Estaba más loco que yo. A él lo que le gustaba era contar chistes. Venía con James Brown en la época del ‘Sex machine’, se tomaban cuatro whiskys en el Flipper, enfrente de mi casa, y se ponía a contar chistes. La verdad es que tenía gracia”.
A Eugeni le gusta hablar de los sitios que frecuentaba. Además de los de la playa, los del Carmen: Marrasquino, donde era asiduo, Café Infanta, Radio City y, cuando todos cerraban, el mítico Nou Pernil Dolç, de Olga Poliakoff. “Yo me convertí en un cierra bares. Abría y cerraba Marrasquino cada día. Como llevaba el programa de M80 ‘El vuelo del murciélago’, en Spook Factory, y Solís era el dueño de Spook Factory y de Marrasquino, me pasaba el día allí. Él siempre que pasa por el Carmen me hace bajar y nos contamos nuestras neuras. Es el creador de la Ruta del Bakalao”.
A los 43 minutos, Eugeni deja de hablar en castellano y, sin motivo aparente, se pasa al valenciano. Ya no lo dejará. De vez en cuando hay que enderezarlo porque se empieza a desviar y acaba hablando de otra cosa de la que quería contar. Es el caos. Como su casa. Como su despacho, donde te puedes encontrar con lagartijas de cartón por el suelo, una Cartelera Turia del 75, un LP de los Ramones o una cinta VHS de ‘La hoguera de las vanidades’. Y lo mismo se pone a hablar de Talens, que de su época en Ibiza, cuando era conocido como El Barbas y pinchaba en Es Paradís, Ku Ibiza o Éxtasis.
Me despisto un momento observando alguno de los objetos que tiene por el salón, como un Buda blanco al que luego le tocará la barriga porque dice que da buena suerte, y cuando vuelvo a prestar atención, Eugeni está hablando del Triumph TR4A IRS, un descapotable que se acabó quedando Ricardo Bofill, que coleccionaba todos los modelos del Triumph. Luego se levanta y nos lleva a su despacho. Nos enseña alguna foto. Y la orla de Historia del Arte, promoción 1976-1981. También hay recuerdos de viajes: Egipto, La Habana, Sicilia, Córcega… Cuadros. Luego, aunque le da un poco de vergüenza, nos lleva de tour por la casa. En una habitación dice que siente la energía de las monjas que habitaron esa vivienda hace años. Alguien le recomendó que tapara los espejos. De repente se encuentra cosas que no recordaba. Como una foto del Che Guevara en la plaza de Las Ventas en tiempos de Franco. Hay un ala de la casa que tiene medio abandonada. En casi todos los balcones tiene pelotas de tenis colgando. Dice que a él se le daba bien de joven y que jugaba con el padre de Juan Carlos Ferrero. Al final llegamos al balcón que da a la calle de las Monjas. Allí aprovecha para darnos algunas hojas y ramitas de plantas aromáticas: laurel, María Luisa, incienso, romero… Luego nos despide alegremente y nos emboca hacia una escalera preciosa que conduce a la salida a través de una puerta recia con siglos de antigüedad. La cerramos de un portazo y nos vamos intentando digerir lo que hemos visto y oído. La casa más loca de València.