La increíble historia de los cinturones eléctricos, la estafa mundial que concluyó en un inmueble de la calle Comedias de València. El profesor Antonio Laguna explora un fraude global que cambió la prensa
VALÈNCIA. Nada lo recuerda. El número 22 de la calle Comedias de València es un inmueble más de la zona noble de la ciudad. Alberga, como cualquier otro edificio histórico o emplazamiento, muchas historias. Pero tiene una peculiaridad que lo hace diferente: es el último escenario de un capítulo significativo de un fraude mundial, global, que se extendió durante décadas, que cambió la prensa local, nacional, internacional, y cuyos tentáculos llegaron hasta València.
La palabra fundamental es electricidad. Otras dos cierran el triángulo: cinturón y salud. La fiebre de los cinturones eléctricos que prometían aliviar todos los males no resulta muy difícil de entender hoy. Basta con pasarse de madrugada por la jungla nocturna de la TDT para encontrarse docenas de remedios que todo lo curan, bálsamos que sanan enfermedades, soluciones mágicas envueltas en el celofán de una supuesta investigación científica. La homeopatía no es un mal exclusivo de nuestro tiempo.
Lo que hace especial a los cinturones eléctricos es que su difusión supuso el punto de partida de la publicidad de masas. Para que los cinturones eléctricos fueran un éxito sus promotores emplearon una propaganda falaz y agresiva cuya dinámica no es muy diferente de la que siguen las fake news contemporáneas. Así lo cree el profesor valenciano Antonio Laguna. “Se trata del mismo planteamiento que consiste en vender o difundir algo que no existe mediante recursos persuasivos”, explica. “La figura primordial es el charlatán, que está entre el periodista y el vendedor; la clave es la gente que quiere ser engañada”, agrega. Por salud, por necesidad, por convicciones religiosas o políticas, las personas sacrifican su escepticismo. Y es ahí donde los canallas encuentran su provecho.
Laguna se encuentra ultimando estos días su regreso como profesor a la Universitat de València. Doctorado en Historia por esta institución, hasta este curso ha impartido clases en la Universidad de Castilla-La Mancha. El historiador acaba de publicar en la editorial de la UCLM un sugerente ensayo, Salud, sexo y electricidad. Los inicios de la publicidad de masas, en el que hace un repaso por la sorprendente historia de los cinturones eléctricos, una moda que ríase usted de las pulseritas de energía que llevaba la ex ministra de Sanidad Leire Pajín.
El trasunto del siglo XIX al XX estuvo marcado por esta fiebre. Convertida en emblema de la modernidad, recuerden Frankenstein, la electricidad se transformó en la nueva pócima mágica para una sociedad que ansiaba la perfección. Aprovechándose de la ignorancia de millones de personas, charlatanes y lenguaraces de todo pelaje y condición coincidieron en emplear su alusión como un ensalmo que todo lo podía. Y para ello acudieron a los miedos y necesidades más básicas o íntimas, como son la salud y el sexo. Los cinturones curaban enfermedades, reuma, gota, pero también eran vigorizantes y remedios para la impotencia.
Explica Laguna que hay una fecha que supone un antes y un después: septiembre de 1902. “Ese mes la prensa madrileña exponía por primera vez en su página de publicidad un anuncio del vigorizador eléctrico de la compañía McLaughlin. No era un anuncio más. Destacaba por su tamaño, pues ocupaba un cuarto de página; destacaba por su dibujo, donde un hombre podía con un león; y destacaba por presentar el remedio para recuperar la salud y la energía”. Ese mismo anuncio se publicó en La Vanguardia, El Popular de México, The Daily News en Inglaterra, La Stampa de Italia… Un diseño realizado en California se podía leer en Las Ramblas de Barcelona. Un lema se expandió como un himno: ‘Loor y honor al hombre viril’. Se podría decir que el mundo global empezó aquí, en el epicentro de la superficialidad.
La venta de pócimas y herramientas mágicas que todo lo sanan, ya está dicho, no era nada nuevo. Vinos de Yohimbiba, aguas de Vallet, cápsulas peruvianas de Durrell… los cinturones eléctricos no inventaban nada. La diferencia estribaba en la forma de vender este producto, con falsos testimonios de personas sanas, falsos informes de inexistentes médicos y anuncios aparatosos. Si hasta entonces esta clase de comportamientos se habían limitado a ferias y plazas, donde los sacamuelas se dedicaban a profetizar las supuestas bondades de sus productos, ahora la difusión era a través de los periódicos con generosos anuncios, pagados a tocateja, que llegaban a miles y miles de personas y que, indirectamente, propiciaron la aparición de agencias de publicidad además de generar flujos constantes de dinero hacia los diarios que aumentaron en número.
“Los charlatanes son los padres de la publicidad moderna”, asegura Laguna. Cuando aparecieron con los cinturones eléctricos sólo se sumaron a “una larga tradición”. O dicho de otro modo, “saltaron del carromato”. A partir de ahora lo harían desde esas “lujosas clínicas” en las que engañaban con sus malas artes, mucho atrezo vendido como aparatos modernos, y su astucia. Sus víctimas: personas que necesitaban una solución a sus problemas.
Si hoy día la reacción de las autoridades a veces nos puede parecer lenta, en el caso de la sociedad de la Segunda Revolución Industrial se tardaron años, décadas, tiempo en el que la estafa fue creciendo y creciendo cada vez más hasta convertirse en un negocio millonario. Para hacerse una idea, el engaño masivo arranca con los primeros cinturones y anuncios, allá por 1890, y su declive no llega hasta dos décadas después, principios de 1910. “Serán algunas asociaciones médicas y más tarde algunos periodistas los que denunciaron la estafa que eran, pero se tardó mucho, en parte porque algunos periódicos eran sobornados con publicidad y algunos médicos también”, comenta Laguna.
La fiebre, que se inició en el Reino Unido, se extendió después a Estados Unidos, Canadá y Australia, con personajes como el Dr. George A. Scott, inventor de un corsé eléctrico para mujeres, cepillos de dientes eléctricos, cinturones ajustables y hasta cepillos eléctricos para regenerar el pelo. Este Scott es un buen ejemplo del jaez de los personajes; si bien se presentaba como doctor, en realidad era el hijo de un fabricante de cepillos que decidió pasarse a los aparatos eléctricos. Un emprendedor, vamos.
Scott fue uno de los primeros grandes productores. Su cinturón sería copiado por el británico C. B. Harness, quien llegó a ser juzgado por estafa y que logró fama por sus provocativas publicidades en las que se podían ver ilustraciones de jóvenes atractivas vestidas con sus corsés eléctricos (hay quien cree que si fue llevado a los tribunales fue precisamente por lo escandaloso que resultaban sus anuncios para la época). Posteriormente llegaría el cinturón Hércules del Dr. Sanden, cuya estrategia y producto fue plagiado por el famoso McLaughlin, uno de los que mayores ventas alcanzó. Entre sus productos McLaughlin contaba con un cinturón con un apéndice para pene que era poco menos que un vibrador.
Los estafadores sería desenmascarados en algunos países donde contados periódicos denunciaron sus prácticas fraudulentas o donde colegios de médicos, como pasó en Inglaterra, demandaron a estos supuestos doctores. En Francia fue el diario socialista L’Humanité uno de los pocos que informó sobre el juicio en el que se calificó al cinturón eléctrico de “broma”, un pleito que duraría cuatro años y en el que se darían cita hasta manifestaciones de afectados. Aunque al final el resultado fue el mismo en todos los sitios y los cinturones acabaron prácticamente desapareciendo, la respuesta frente al engaño fue sin embargo dispar según naciones. La aceptación y popularidad de los cinturones eléctricos “tiene un reflejo más intenso en sociedades más atrasadas, pero se da en todos los países, porque prometía soluciones a necesidades básicas del ser humano como la belleza, la salud, sentirse jóvenes…”, resume Laguna.
En la España atrasada del tránsito de centurias las denuncias llegaron tarde y permitieron que los especímenes más acabados del fraude hicieran su agosto. El más destacado de todos, sin duda, Emmanuelle Busacca, un sacamuelas italiano que llegó a nuestro país junto a su esposa Aurelia Cavazzuti en el arranque de la última década del XIX. Él se presentaba como médico y su mujer, que era comadrona, como profesora de la universidad de Pensilvania. Sus hazañas como buscavidas hacen de él un individuo único. Tras instalarse en Barcelona donde trabajó en sus muelles, Busacca recorrió España a lomos literalmente de un carromato y acabó en Madrid.
Su carrera exitosa en la capital comenzó con un gran anuncio en el diario progresista El País (el antiguo El País, no el del grupo PRISA), publicado el 3 de mayo de 1893. Bussaca abría su espectacular clínica y se presentaba a sí mismo como médico que presidía un gabinete con otros ocho médicos. En su clínica se ofrecían electroterapia, pneurnoterapia, ozonometría y vaporario, terapias todas inexistentes pero de nombre rimbombante. La inauguración fue todo un fiestón, tal y como consignó El País entonces. “La fiesta, durante la cual se sirvió un abundante lunch, fue amenizada con la presencia de bellas y elegantes damas, una de las cuales, la señorita Maurín, hizo las delicias de la concurrencia tocando al piano con mucha maestría escogidas piezas y cantando con singular donaire, unas carceleras que dieron el opio”, rezaba el artículo.
Tras dos años de éxito, fue el propio El País el que denunciaría sus dudosas prácticas. Una mujer próxima al diario tuvo que soportar la mala praxis del charlatán como dentista. Le destrozó la boca. La factura: 50 pesetas de entonces. La situación quedó reflejada en un artículo titulado ‘Los sacamuelas’ que muy gráficamente se iniciaba con esta frase: “Para que sirva de aviso á los incautos...”. Busacca se defendió, acusó a la periodista-infiltrada de “excitable, neurótica, histero-epiléptica”, y anunció demandas. Perdió el litigio con El País y se le prohibió ejercer la medicina. Pese a ello, o quizás como consecuencia de su enfrentamiento, el peculiar doctor halló aliados en diarios conservadores como La Época.
Más allá de la mala prensa (merecida) el verdadero rival de Busacca fueron otros estafadores como él. Así, tuvo que competir contra el cinturón eléctrico Galvani o el primer cinturón eléctrico español, creado por los catalanes Juan Soler Roig y Modesto Palau Vives, que con sus ventas reducían su público potencial, el cuál se planteaba: ‘¿Para qué ir a una clínica si puedo aplicarme yo mismo mi terapia eléctrica?’. La publicidad de estos productos, además, se amoldaba a cada sitio: en La Veu de Catalunya, por ejemplo, los anuncios se traducían al catalán; por lo que se hicieron muy populares. La respuesta de Busacca fue crear uno de los inventos más inútiles de la historia: la faja eléctrica. La publicidad engañosa y las fake news con testimonios inventados que él mismo se encargó de difundir hicieron el resto.
Las diferentes empresas, tras unos meses de alabar sus virtudes propias, pasaron a la ofensiva denigrando a los rivales del mercado. Una competencia que fue en aumento y que podría haber dado lugar a divertidos episodios burlescos pero que tuvo un giro del destino imprevisto en el caso de Busacca. El sacamuelas fallecía en mayo de 1903. Su óbito era reflejado con unas esquelas tan pomposas como falsas, perfecta síntesis de su vida, en las que se le rendía tributo como Caballero de Italia y de Isabel La Católica de España.
Tras enterrar a su marido, Aurelia Cavazzuti, que tenía el título de cirujano dentista desde 1900, cerró el consultorio madrileño y se instaló en València, en la calle Comedias, en el número 22. Y ahí se pierde su rastro, dice Laguna. Mientras, sus rivales siguieron estafando algunos años más hasta que el negocio fue decayendo hasta convertirse en residual. Como se supone que dijo otro gran charlatán, P. T. Barnum, se puede engañar a todo el mundo un cierto tiempo, a cierta gente todo el tiempo, pero no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo.
Con todo, no fue un adiós rápido e inmediato. Un dato que aporta Laguna da fe de cuánto había de terreno abonado para que la mentira perviviera: “La palabra impotencia como titular de un anuncio apareció en el diario republicano valenciano El Pueblo de Blasco Ibáñez en 1.666 ocasiones entre enero de 1900 y diciembre de 1910”. Es decir, prácticamente a una media de un día sí un día no. Y eso en un único medio. Progresista. Crítico. Escéptico.
Pero no todo fue malo. El gran rival de Busacca, Soler, colocó a su hijo Francisco de Asís Soler al frente de su delegación madrileña. Éste quería hacer carrera como escritor y, en la época de mayor esplendor de la estafa, allá por 1901, con el dinero que le reportaba el cinturón eléctrico de su padre puso en marcha la revista Arte joven, con la que se convirtió en mecenas de un joven artista llamado Pablo Picasso. Junto al hecho de que, como dice Laguna, “la mentira es un gran negocio”, ésa es quizá la otra gran lección de esta historia: en el lodo también brotan flores.