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tribuna libre / OPINIÓN

Falsa fábula sin ascensor

15/09/2023 - 

Voy a dar por hecho que los conocemos a los dos. Esto es cierto, vamos. Que una -voy a imaginar- se llama Eva, y otro -es también supuesto-, Juan. Eva y Juan se conocieron hace mucho tiempo, casi tanto que los dos habían olvidado la fecha del primer te quiero. Eva se acordaba del momento. Juan ni siquiera de eso. Cuando hubieron arreglado todo aquello que el profano considera fruslerías se marcharon a vivir a un piso de unas dimensiones aceptables, o aceptables casi bien. Era un edificio antiguo con verduras, flores y otras plantas en estuco o mármol blanco adornando el entresuelo, una puerta grande a doble hoja de madera y un telefonillo que activaba sin esfuerzo las bisagras que dejaban que la hoja de madera -que pesaba kilos por centenas- se moviera sobre sí.

Como ocurre en muchos sitios, Eva y Juan no conocieron hasta un tiempo después a los inquilinos que habitaban otros pisos de la casa. Ellos iban y venían con las bolsas de la compra, de basura, con maletas de los dos tamaño viaje-que-te-cabe-en-la-cabina, con la copa no acabada de un bar, con abrigos, cigarrillos o regalos cuando era el cumpleaños de los dos. Eva era más tierna. Juan un poco pícaro con la querencia a la bondad del que hace magia para niños.

Todavía no habían decidido si empezar las obras, si tirar tabiques, si hacer esto aquello o lo otro y si empezarlo ya, si arreglarlo todo o completar el trabajo progresivamente. Todavía no lo habían decidido cuando escucharon pasos nuevos en el piso de arriba, pasos nuevos porque no eran los zapatos de vestir del comercial inmobiliario, sino ruido y paso decidido de tacones. Eva imaginó tacones altos con las suelas de color. Juan imaginó aquel rostro que ni él, ni ella, ni el conjunto de vecinos desconocidos todavía conocían. Eva y Juan no concedieron importancia ni al ruido, ni a las suelas, ni a aquel rostro de facciones angulosas y carmín que imaginaba sólo Juan.

Por las noches a las ocho -tarde-noche para el resto-, por el día allá a las seis, Eva y Juan ponían varias playlist, dos para ella, dos para él. Mila -la de arriba, la vecina con tacones- sólo ponía una que empezaba y no acababa, y a las diez subía tres palitos el volumen, y bajaba uno allá sobre las once. "Mientras tú y yo podamos dormir", decía Eva a Juan, y Juan a Eva.

No solían discutir y se notaba: cada uno de ellos aleatoriamente se encargaba de bajar a hablar con el portero si encontraban necesario plantearle alguna queja. "No por Mila. Por ella no".

Pasados unos meses, Mila organizaba cada viernes una fiesta y la música sonaba casi sin ninguna pausa hasta los lunes, pero Eva y Juan decían que mejor no hablar con ella, que ni a ella ni al portero, que mejor dejarla hacer, beber, bailar, cantar, que no valía la pena, que uno de estos días se le olvidaría o se le pasaría, tú ya sabes.

Eva amaba a Juan y Juan a Eva, pero a veces -sólo cuando discutían- no se hablaban, se olvidaban de decirse mutuamente buenos días, cocinaban para uno o llamaban al delivery que el otro detestaba. Eso cuando aún no estaba Mila. A los pocos meses de los meses de empezar a hacer sus fiestas, Eva y Juan no hablaban. No con Mila, que tampoco, sino el uno con el otro. Eva le decía sí -o no- con la cabeza, Juan miraba, hacía o deshacía, pero no mostraba gesto alguno de aprobación. Muchas veces no dormían. Y es que en ocasiones el sonido había llegado a ser insoportable. Eva no miraba a Juan. Juan miraba a Eva por las tardes.

Uno de esos días en que el sol aparentaba no querer salir, Eva despertó sin Juan al lado. Ni su ropa, ni su peine, ni el cepillo de los dientes, ni siquiera su colonia, ni sus libros. Sólo el rastro de su piel en unas sábanas oscuras que no había comprado jamás. Eva abrió las puertas, las ventanas, encendió el aire acondicionado y lo puso a veinte. No había manera. Juan no estaba en casa, pero su huella seguía allí, igual que el resto de vecinos desconocidos, igual que Mila, que el portero y lo demás, las flores, las verduras, el estuco un poco sucio y los restos de ese mármol blanco que sobrevivió a las micro réplicas de un seísmo con epicentro desconocido.

Al principio, Eva odió a Juan, luego -poco a poco- le quedó ese sentimiento del antiguo compañero, la nostalgia de la chica hacia el disc-jockey, el cariño no entendido del que nunca supo amar. A partir de ese momento sólo le quedó un interrogante: "¿En qué momento se había jodido el Perú?".

El portero, que la había visto taciturna y decidida como haciendo ver que no le importa ni la sal de los menús, la abordó un día y le dijo. "Ahora es tarde, no se debe usted atormentar. Hubo un día en que existió remedio, pero ni uno ni otro habló. Ahora es tarde y cuando ya no sirven las palabras sólo queda la huida o el silencio". Eva miró su móvil. No quedaba casi batería.

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