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Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

Familias infelices a su manera

Foto: Estrella Jover
11/11/2022 - 

“Todas las familias felices se parecen unas a otras ─arrancaba la icónica novela Anna Karenina─, pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”. Pienso en estas palabras cuando siento que España no consigue afrontar la desgracia de su pasado violento y me digo que nuestro país no se parece a ningún otro en este punto. No se parece a otras familias. La familia es, al fin y al cabo, un laboratorio de relaciones, el primero y más cercano, el ring donde se dirimen tensiones, caricias o derechazos al hígado, pasiones que siempre se intentan encajar, comprender, indultar. Porque nada hay más doloroso que perder el sentimiento de pertenencia a tu familia y, por extensión, a tu comunidad, territorio, idioma o raíz. Y yo no quisiera sentirme extranjera en mi país pero admito que los retos se multiplican, la polarización me agota y la irracionalidad me salta los plomos. Lo último son las críticas a los esfuerzos de las víctimas del franquismo por conseguir una reparación simbólica, o sea, ser sustraídos de su condición fantasmal, de la luz de gas que ha iluminado sus vidas.

La Ley de Memoria Democrática acaba de aprobarse y ya se oye aquí y allá la cantinela de que busca revanchismo y es disparatada. Sin embargo, países como Argentina, Chile, Uruguay, Perú, Camboya o Ruanda cancelaron ya sus leyes de amnistía y otros tantos, como Francia, Inglaterra o Alemania, tienen sus monumentos y museos en pie para evitar la vuelta de la barbarie. Francia tiene su Museo Verdun, Inglaterra su Imperial War Museum y Alemania, país nada sospechoso de irracional o disparatado, no dejó que los restos de Hitler fueran localizables. Ha educado a varias generaciones de niños contra la vuelta del fascismo y, a partir de los 13 años, los escolares visitan con sus profesores los campos de concentración y escuchan detalles sobre tortura, abusos y crímenes de lesa humanidad. A nadie se le ocurriría calificar estas visitas de adoctrinamiento. Su iglesia (tanto luterana como católica) ha colaborado desde la primera posguerra con esta política de reparación a las víctimas.

Nada de esto forma parte de mi infancia. Cuando, hace más de una década, viajé a los archivos para novelar la biografía de una miliciana anarquista, la Jabalina, descubrí muchos tabúes que nadie en la escuela me había ayudado a romper. Mi padre solía arrugar el ceño cuando escuchaba mi entusiasmo, “no escribas esa novela, hija, que si se lía otra vez nos puedes traer una desgracia”. ¿Una desgracia? La España del 36 no tenía nada que ver con la nuestra, replicaba yo, ni siquiera había una clase media y letrada y, por lo tanto, tampoco una democracia libre de populismos y sobresaltos. Con aquella desigualdad, odio de clases, ignorancia y  analfabetismo, la cultura democrática era una rareza. Nací en el 74, pensé que el mundo de mis abuelos estaba clausurado, superado, que todos los españoles éramos una misma cosa y que las conquistas estaban ahí para quedarse. Mis derechos no los había luchado yo, eran mi paisaje natural y creía que estaban para quedarse pero, ¿sigue siendo cierta esta idea? Escribí la mejor novela que pude, con personajes llenos de aristas y de contradicción, de oscuridad y de luz, los puse en situaciones ambiguas, terribles. Sin embargo, al presentarla supe que los lectores no veían lo mismo que yo, que las dos Españas aún se miraban de frente y a cada facción le parecía que mi versión basculaba hacia el bando adversario.

Foto: Estrella Jover
Hablo de esto a menudo con amigos alemanes. Ellos también son nietos de la posguerra, pero  no están tan polarizados. Tienen en su credo educar en democracia y desalentar la vuelta del totalitarismo: ya tenían esos valores cuando Hitler subió al poder para pisotearlos. Perder la guerra fue para ellos un revulsivo y una toma de conciencia pero no tanto para los paisanos del Este. Allí, donde ahora resurge la extrema derecha con fuerza, se educó en la identidad del vencedor. La República Democrática Alemana no sólo era pobre en educación democrática (Stalin así lo imponía) sino que no vivió la culpa sino la idolatría soviética del triunfo. El relato del pasado cimenta identidades. Ahora, estos mismos alemanes que fueron soviéticos critican el revisionismo clásico de sus compatriotas como un “monumento de la vergüenza”, ¿no fue éste el caladero de emociones del que Hitler tomó impulso? Me pregunto si la vacuna contra el fascismo radicará estar más cerca de la humillación o todo lo contrario, si existe tal vacuna y, en todo caso, si se puede modular con éxito un sentimiento colectivo y alejarlo de la crispación. ¿Hay que perder una guerra para inmunizarse contra el fascismo?, ¿acaso no se puede ser demócrata desde la victoria? Todavía no sé si el revisionismo tiene un color político o si obedece a una identidad de vencedor o perdedor, pero es doloroso comprobar cómo en nuestro país su sola mención levanta ampollas.

Una noche de viernes les pongo a mis hijos El silencio de otros con poca fe en que se queden pegados a la pantalla. No lleva risas, no lleva baile ni brillo ni comedia. Se quedan. No sólo desatienden sus móviles para escuchar a la anciana que arrastra sus zapatillas por la cuneta de una comarcal, a la mañana siguiente quieren saber lo que es un delito de lesa humanidad, una ley de amnistía, preguntan por niños robados, por sus abuelos. Quieren saber en qué país viven. Almodóvar mismo, el cineasta español que saca de la penumbra mundos tabú, ha producido el documental de Almudena Carracedo y Robert Bahar. Con Madres paralelas ha vuelto al tema y ya nadie ignora que acusamos una anomalía histórica que ha forzado a las víctimas a buscar justicia fuera de España. El estreno en Netflix de Argentina 1985, la crónica del juicio que sentó a la junta militar de Videla en el banquillo, vuelve a poner a los españoles sobre la falla que parte en dos nuestra memoria colectiva: aquí no hemos tenido un alegado como el del fiscal Strassera; no hemos tenido un Nunca Más.

La ley recién aprobada en nuestro país no impugna la Transición ni deroga la Ley de Amnistía del 77, pero intenta reparar crímenes nunca reconocidos, aunque sea a través de una fórmula legal que obligue a respetar tratados internacionales. Este punto intriga a todos por igual, ¿seguirá cerrada la puerta para investigar crímenes franquistas?, ¿se abrirá hasta completar la devolución de los bienes expropiados?

Foto: Estrella Jover

Sé poco de leyes, pero algo sé del duelo y de la necesidad de los seres humanos de hilar un relato que nos aleje de la desdicha. El documental premiado con el Goya 2019 habla de los relatos que nos tienen en pie, que nos conectan con los que vinieron antes y con los que nos recordarán cuando no estemos. Es una clase magistral sobre la diferencia entre el olvido, el perdón, la justicia, la venganza y el consuelo que traen los rituales.

Hay quien ve este pulso como el de medio país intentando que el otro medio le compre la versión genuina de lo que pasó, pero a mí me parece un argumento falaz para desviar el debate. Los relatos están siempre en construcción, la identidad es un relato, el pasado es un relato y el futuro también lo es. ¿Qué es la medicina narrativa si no el trabajo sobre ese relato? De lo que trata esta ley es del derecho a reparar esa historia íntima que nos contamos a través de rituales, por ejemplo sacando un cadáver de una cuneta para “irse” con él. María Marín, la anciana de la voz leñosa del documental, quería juntar a su madre con su padre (y para ello necesitaba exhumar los restos de su madre que yacían bajo el asfalto). Un relato sanador puede ser, por ejemplo, la idea de un encuentro en el más allá. Un nihilista absoluto alegará que los huesos no cuentan historias, pero ni siquiera lo son quienes critican la ley: se han sentido incómodos al ver exhumados los restos de los caudillos franquistas.

Hay rituales de consuelo a los que toda persona tiene derecho, como exhumar y reagrupar restos, dar con la madre biológica de uno, ser llamado a declarar, o permitir que alguien le tome declaración formal a una víctima y que el dolor cobre forma escrita. Y la tacañería de quien no ofrece ni ese relato ni ese consuelo para todos, y no sólo para medio país, ha quedado al descubierto.

Escuchando la voz rota de las víctimas conocemos que el perdón es un acto íntimo, se nos puede pedir pero no exigir, y a ellos les fue exigido. No por un vecino o un familiar, sino por el Estado mismo. Accedieron, algunos ni siquiera se culpan por ello, pero años después comprobaron que el sentimiento había mutado en algo correoso que pedía ventilación, una especie de corrupción silenciosa del recuerdo.

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