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el callejero

Frank voló del barrio, triunfó y regresó para enseñarles a bailar claqué

8/09/2024 - 

VALÈNCIA. Frank camina como un artista. La espalda muy recta, un andar elegante y las manos bien abiertas cuando se está expresando. Luego se sienta, cruza las piernas y entre las tiras de una de las sandalias de piel marrón se vislumbra un micrófono. Es un artista. La mañana es de bochorno, con el cielo encapotado y la humedad flotando en el ambiente. La fachada de su negocio, El Camerino, en el barrio de Patraix, recoge unas figuras, negro sobre blanco, que ya te dan muchas pistas: el Gene Kelly de Cantando bajo la lluvia colgado de una farola con el paraguas en la mano; Mary Poppins elevándose con el paraguas que tiene agarrado; la Liza Minnelli de Cabaret, o la icónica imagen de Charles Chaplin con el chico de su primera película. Arte, mucho arte.

Frank Alonso regresó a Patraix, donde nunca pensó que volvería el día que salió con una mochila para irse a vivir a Barcelona. Eso fue con 18 años, después de una dura adolescencia donde, en plenos años 90, el vecindario se mofaba de aquel chico amanerado. “Me hicieron mucho bullying. Yo iba a un pub en el Carmen y tenía que dar mil vueltas porque la gente te insultaba por la calle. Barcelona fue una liberación para mí”.

Pero antes estuvo el drama casero. “No tengo recuerdo de mi padre. Ni bueno ni malo. Yo nunca fui al parque con mi padre ni hice nada con él. Yo siempre he dicho que he tenido cuatro madres: la mía y mis tres hermanas”. Sus padres, los dos, eran cocineros. “Se quedaban un bar, hacían que funcionara y entonces lo vendían para pagar las deudas de mi padre… Fue una película intensa. Mi madre, Pilar Hernández, se casó y con ese primer marido tuvo tres hijas, luego aquel hombre falleció, conoció a mi padre y me tuvo a mí. La mujer nos sacó a los cuatro adelante. Falleció hace tres años y fue una gran mujer”.

En su casa escaseaba el dinero. Su madre no tenía dinero para comprar una radio ni tiempo para llevar al chaval al cine. Pero Pilar escuchaba cantar a su hijo en la ducha y ya intuía que ahí había un artista. Esa mujer fue un misterio. A la madre de Pilar la mató una bomba en Madrid durante la Guerra Civil. A la niña la llevaron a la Casa Cuna y la adoptó una familia de València. Por eso nadie en la familia sabe nada de sus orígenes. Un árbol genealógico sin ramas. Pero a Frank, que de niño solo era Fran, le intrigaba ese rostro con cierto aire a centroeuropeo. Hace unos años se hizo una prueba de ADN y el estudio concluyó que un 25% de él es neerlandés. “Yo soy un clon de mi madre”, cuenta Frank antes de girarse en busca de un retrato de unos de sus personajes femeninos en el que, asegura, es idéntico a ella.

El despertar en Barcelona

A los 16 años empezó a bailar. Era tarde, pero antes no se lo había podido pagar. Primero trabajó haciendo encuestas por la calle y luego se puso a bailar contemporáneo. En aquella época se apuntaba también a los ‘playbacks’ de la falla Carteros. Luego se puso a organizar las coreografías. En el barrio empezaron los rumores. “Ahí pasa algo raro…”, decían. Fran sufría, pero no se detenía y a los 18 años logró aparecer en el Jesucristo Superstar de una compañía aficionada por la que pasaron Pablo Motos y muchos más. Este joven había estudiado para administrativo y, después de hacer un curso de merchandising, empezó a trabajar retocando las fotografías de la revista Mercado Inmobiliario.

La experiencia en aquel musical austero le despertó algo dentro. Fran buscó dónde se podía estudiar eso y descubrió que, en toda España, solo había una escuela: la Escola Coco Comín de Barcelona. Y allá se fue después de una despedida lacrimógena de toda su familia. “Cogí una mochila, salí de casa y vi a mi familia al completo llorando en el balcón. Parecía que me fuera a América en lugar de Barcelona”. La ciudad condal fue un despertar en muchos aspectos. Fran llegó a matricularse y en el último momento, cuando le preguntaron el nombre, le añadió una ka. Acababa de nacer Frank Alonso, un joven que aprovechó para salir del armario. “La primera vez que dije abiertamente que era gay fue en Barcelona. Esto en València nunca lo pude hacer, pero Barcelona fue una liberación. Demasiada. Mi madre se escandalizaba cuando volvía a València con pantalón de campana y una cresta. Me decía: Cariño, a mí me gusta todo lo que haces, pero cuando vengas a casa a verme, intenta vestirte como todos en el barrio”.

Coco Comín -la coreógrafa que hizo los famosísimos anuncios navideños de Freixenet- mimó a aquel chaval de València. El primer alumno que llegaba de fuera de Barcelona. Al poco de empezar le habló muy claro: “Frank, llegará un día en el que no podrás pagar. Barcelona es muy dura, prepárate. Pero no dejes de bailar, antes ven a hablar conmigo”. Ese día llegó. El alumno tuvo épocas de pasar hambre, de no poder hacer todas las comidas del día. Para ir a clase, se colaba en el metro. “Fui a decirle que no podía seguir pagando la escuela y me dijo que no me preocupara, que no dejara de bailar. Yo acabé los cuatro años y estuve uno más pagándole todo lo que le debía. Se lo pagué todo. Coco fue como una madre para mí. Me daba trabajos. Me conseguía anuncios. Me mimó mucho. A mitad de cuarto, logré que me cogieran en mi primer musical grande y ella vino adrede a verme a Madrid”.

La etapa de Frank en Barcelona coincidió con el boom de Operación Triunfo, el de Rosa, David Bisbal, Bustamante y Chenoa. Al año siguiente, el valenciano estaba fumándose un cigarrillo con una compañera y le preguntó por el casting de OT2. Aquella chica con rastas, Beth, le dijo que si al empezar el curso no la veía en clase sería porque la habían cogido. Y la cantante no apareció (llegó a ser una de las finalistas y representante de España en Eurovisión). “Luego compartimos piso en Madrid”.

Aquel primer gran musical le permitió mudarse a Madrid, pero también conocer las miserias de la profesión. “Lo producía José Luis Moreno, maldito. Yo solo duré un año porque me cansé de que nos maltratara. Pero hicimos una gira por toda España, un regalo para alguien de 22 años que no había salido de casa. Porque sí, trabajas mucho, pero acabas y te vas de cena y de fiesta hasta las seis. También pasé por València, en el Olympia, y vino toda mi familia. Mi familia ha visto todos mis musicales. Pasaron de “te vas a morir de hambre” a admirarme. Estoy muy orgulloso de mi familia”.

Las puñaladas entre actores

Frank Alonso pasó quince años viviendo de los musicales. No tardó en averiguar que era más rentable cantar que bailar. Se le pagaba mejor a un personaje de la obra que a un bailarín. Aquellos musicales prácticamente fueron los primeros musicales que se hicieron en España. Los cantantes, que la mayoría venían del lírico, no sabían bailar. Y los bailarines no sabían cantar. Pocos tenían la formación ambivalente de Frank. Pero luego intentó dar el salto al cine y la televisión, y chocó contra el estigma. “Decían que no valías, que eras de musical. Y yo había hecho mis cuatro años de interpretación, mis cuatro años de Shakespeare y esas cosas, además de la carrera de danza y doce años de clases de canto. Lo dominaba todo, pero en España los musicales no estaban bien vistos”.


Otro problema era la rivalidad encarnizada entre los aspirantes a cada musical. “Mi mayor hito fue ser protagonista en El rey de bodas. Yo dejé mi casa y me fui a Barcelona para poder hacer eso: ser protagonista de un musical en la Gran Vía. Eso me dio mucha visibilidad y surgieron nuevas oportunidades: el personaje gay de Sin tetas no hay paraíso, otra serie, y luego vino el personaje gay de Hoy no me puedo levantar. Pero alguien se acostó con alguien y lo perdí…”.

Frank Alonso actuó en más de veinte musicales. Pero en 2014, harto de las puñaladas entre actores, cantantes y bailarines, se cansó. “Son muchos viajes y es agotador que todo el mundo esté acuchillándose todo el rato. No hay contemplaciones. Todo el mundo es muy alegre, pero es falso, un compañero te vende por conseguir un papel. Y yo sufro mucho cuando tengo un roce con alguien”. Su último casting fue para Priscilla, reina del desierto. Frank estaba sentado en la platea con su compañero Jaime Zatarain y le dijo que si le daban el papel se iba a poner muy contento, pero que él lo dejaba y se volvía a València. “Yo ya había logrado vivir quince años de los musicales. Y se lo dieron a él…”.

Aún estaba trabajando en El libro de la selva pero se puso a dar clases de claqué donde pudo. La experiencia artística en Madrid había sido excitante, pero volvió con los bolsillos vacíos. “Quería hacer dinero. Asegurar mi culo. Y, con el tiempo, me compré un piso, un coche, un apartamento…”.

Al principio se tiró unos años con grupos de dos alumnos. Todo el mundo le repetía que no lo iba a conseguir, que en València la gente no estaba interesada en bailar claqué. “Luego vino el ‘boom’ del lindy hop y me convertí en el profesor de claqué de las escuelas de lindy hop. Esas escuelas se vinieron muy arriba y acabaron cerrando. El director de la Escalante, donde hacía coreografías, me dijo que diera las clases en un aula de allí. Desde entonces la llamamos la Esclacante. Pero aquello se terminó y decidí buscar un local y montar mi propia escuela. Ya estaba harto de pegar carteles con mi foto en las farolas del Carmen”.

Camino de los 40, se lanzó a montar su propia escuela. Pero el primer intento fue un fiasco. Abrió en un local de la calle Jesús en el que resultó que, antes, habían estafado al propietario al no hacer la insonorización que había pagado aquel hombre. “Abrí y el primer día bajó la vecina y me dijo que era insoportable. Yo le dije que no podía ser, que estaba insonorizado, y me contestó: ‘Te oímos decir Cinco, seis, siete y…’. Vino un arquitecto y descubrió que no estaba insonorizado. Así que me fui, volví a buscar una planta baja y encontré esta, en la calle Torrevella, en un antiguo hogar del jubilado que estaba insonorizado porque hacían verbenas allí dentro. Yo no quería volver al barrio pero era una gran oportunidad y no podía desaprovecharla. Y así es como volví al barrio, donde nunca pensaba volver”.

Sus hermanas le ayudaron con la reforma y el día de la apertura, Frank cogió la puerta del anterior local, la puso sobre un par de caballetes, subió la persiana y cruzó los dedos para que entrara la gente. “Y entraron. Funcionó muy bien hasta la pandemia. Tenía 300 alumnos, doce profesores y dos secretarias. Fue un golpe muy duro. Así que volví después para empezar casi de cero. Ahora tendré cerca de 200 alumnos y he rescatado a varios profesores”.

La pandemia le arrebató su trabajo pero, a cambio, le dio tiempo para estudiar interiorismo. Ahora ha fundado una empresa con su hermana mediana, Bea, que se dedica a montar stands. Ella los monta y él los decora. Los hermanos cogieron el apellido de su madre común -son de padres distintos-, Hernández, y bautizaron el negocio como Hernán Estudio. Así que ahora es decorador por las mañanas y profesor por las tardes. Un artista versátil. 

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