Hace un mes hablábamos de las corrientes de fondo universales de la política. Pero luego la política suele estar condicionada por asuntos locales. Y en España, tenemos un asunto muy principal: uno que vamos a intentar plasmar hoy, que explicaría la ausencia de partidos de centro, formularía la existencia de las Dos Españas, explica ciertas alianzas políticas extrañas a un extranjero, y verbalizará (espero) por qué todos tuvimos clarísimo que Alberto Núñez Feijóo (pese a ser el más votado e incluso sumar 170 escaños con Vox) no será investido presidente por este parlamento. Mucho que resumir en un solo artículo, así que vamos a ello.
El dilema se formularía, grosso modo, así: España puede ser una democracia, pero entonces Cataluña y/o el País Vasco quizás se independizarán en algún momento. O España puede permanecer unida, pero entonces la forma del Estado será una dictadura. Esas dos opciones serían los “núcleos irradiadores primigenios” que determinan las corrientes de fondo de nuestra política nacional. Las Dos Españas, si usted prefiere.
Por ponerles nombres, a quienes lo sacrificarían todo –incluida la democracia- por mantener la Unidad de España los podemos llamar “unionistas”. Y a quienes lo sacrificarían todo –incluida la Unidad de España- por mantener la democracia los podemos llamar “parlamentarios” o “parlamentaristas” (renuncio a llamarlos “demócratas” por no echar más leña de la necesaria al fuego, y porque creo que el verdadero nexo de unión entre ellos es el parlamento y no la democracia). La división entre unionistas y parlamentarios predeciblemente se aproxima a la división izquierda-derecha, aunque sin igualarse: hay derechas, como Junts Per Cat o el PNV, que no son unionistas, y hay izquierdas fuertemente unionistas, generalmente referidas como “rojipardos”.
(Nota aclaratoria: no pretendo en absoluto sugerir que ambos bandos QUIERAN abolir democracia o unidad. De hecho, seguramente ambos bandos se ofenderían sinceramente de ser acusados de ello. Lo que afirmo es que, si la Historia les pone una pistola en la frente y les obliga a sacrificar uno de los dos para poder preservar el otro, cada bando hará la elección esperable.)
Usted y yo, como ciudadanos de a pie, por suerte no tenemos que posicionarnos sobre esto, pero todo partido o movimiento político, en el fondo, tiene que hacerlo. La pretendida neutralidad, el “ni lo uno ni lo otro”, no parece ser posible: cada bando quiere estar seguro de que estarás “con ellos”. Por eso no tenemos partidos de centro en España: porque tarde o temprano tienen que posicionarse ante el dilema, y entonces dejan de ser “de centro”. En cierto modo, esa fue la puntilla de Ciudadanos: aunque evidentemente comprometidos con la unidad de España, sí se veía que a la hora de la verdad no habrían sido 100% consecuentes con ello porque les preocupaba demasiado quedar bien ante Bruselas y la London School of Economics como para cargarse el sistema democrático. (Vox no tiene ese problema, por eso Santiago Abascal sigue en política y Albert Rivera no.)
Obviamente, ni los unionistas ni la mayoría de los parlamentarios van a aceptar estas definiciones. Los unionistas, porque plantear el debate en esos términos (“unidad o democracia”) es perderlo de antemano: la experiencia histórica de los españoles es que las dictaduras no se limitan asépticamente a preservar la unidad de España, sino que tienden a expandirse a todos los campos sociales: supresión de sindicatos, de autonomías locales, de libertades civiles, de derechos de las mujeres… Por eso los unionistas, poniendo la venda antes de la herida, intentan darle la vuelta al marco, y proclaman que lo democrático es, precisamente, mantener la unidad de España, porque eso es lo que han votado todos los españoles (los de 1978 y como parte de un paquete único, “lo tomas o lo dejas”, donde también estaban democracia y derechos humanos básicos). La posición es tan lisérgica que llegan a afirmar que la Unidad es tan democrática, ¡que celebrar un referéndum sería hasta antidemocrático!
En realidad, y pese a las apasionadas declaraciones en favor de la democracia por parte de los unionistas, el sacrificio de la democracia ya está en marcha: en 2017, el gobierno de Mariano Rajoy aplicó el artículo 155 de la Constitución para disolver el parlamento votado por los catalanes, y lanzó una ofensiva judicial contra los líderes independentistas que derivó en un juicio farsa fundado en la absurda acusación de rebelión (tan absurda que fue desechada unánimemente por los propios jueces del Supremo – pero que sirvió para celebrar el juicio ante el Supremo y no ante el TSJ de Cataluña, es decir, la acusación privó a los acusados de su juez natural, y solo por eso ya podría el TEDH anular todo el proceso). Lo primero no sirvió de nada (los independentistas revalidaron fácilmente su mayoría absoluta), y lo segundo hundió el prestigio de la justicia española allende nuestras fronteras: ni un solo país europeo accedió a extraditar a uno solo de los líderes exiliados en los términos del juez Pablo
Llarena. En suma: que se ha pasado por encima de parlamentos elegidos y libertades y garantías fundamentales, todo en defensa de la Unidad de España, pero no parece que nadie en el bando unionista piense que eso sea “antidemocrático”, y muchos están dispuestos a ir todavía más lejos.
En el otro lado, la situación es un poco más ambigua: los parlamentaristas quieren mantener la democracia por encima de todas las cosas (porque intuyen, con razón, que estuvieron y estarán del lado malo en cualquier dictadura española concebida y concebible), pero sin comprometerse explícitamente a sacrificar la unidad de España por ella. Tampoco es que fueran a ser fulminados por la opinión pública internacional por reconocerlo (todo lo contrario), o que vayan a perder el debate ideológico – pero seguramente sí pierdan las siguientes dos o tres elecciones, especialmente si los unionistas braman que “España se rompe” (que, ahora que lo pienso, es siempre). Es decir, ambos tienen que hacer sus malabares para mantener la narrativa de que ambos, Unidad y Democracia, son perfectamente compatibles para siempre (aunque si llegamos al punto de ruptura, a unos les va a resultar más fácil dar el salto que a los otros).
Hay periodos donde la narrativa resulta más fácil de vender, y otros donde resulta más difícil, según cómo de virulento esté siendo el “problema territorial del estado”. En 1996, Jordi Pujol accedió a investir a Aznar, y todavía en 2016 el PNV pudo aupar a Rajoy a su segundo mandato. Pero estas últimas elecciones han traído una separación entre unionistas y parlamentarios tan marcada que, a pesar de que las derechas han obtenido nada menos que 184 escaños, Feijóo apenas tiene posibilidades de ser presidente del gobierno: la “coalición unionista” solo tiene 172, y la “coalición parlamentaria” puede reunir 178. Pedro Sánchez, si negocia bien, tiene una nueva legislatura al alcance de la mano. La exigencia de máximos, el referéndum, no se materializará (nadie quiere ir a elecciones – y si fuéramos, Sánchez podrá decir que va “porque no se plegó al chantaje de Puigdemont”), pero a lo mejor hay alguna fórmula de darle a Junts el ayuntamiento de Barcelona, o la diputación, o una amnistía generalizada a los encausados por el 1-O.
¿Cómo puede acabar esto en el largo plazo? Marchando una de paralelismos históricos: en 1801, Acta de Unión mediante, el Reino de Irlanda dejó de existir, y la isla pasó a formar parte del Reino Unido, enviando unos 100 diputados (de 700) a Westminster. En 1801, estos diputados no daban problemas, porque los únicos con derecho a voto eran los terratenientes, casi todos protestantes (bueno, y además en 1801 - ¡incluso los terratenientes católicos estaban vetados en las instituciones británicas!). Pero según se fue ampliando el derecho al voto, haciéndolo secreto, rebajando los requisitos de propiedades o igualando legalmente a los católicos con los protestantes, fueron saliendo más y más diputados “nacionalistas”.
Es decir, según se democratizó el sistema, más difícil se hizo mantener la unión (como aquí desde 1978). Y aunque el sistema electoral británico está pensado para dar mayorías sólidas al vencedor (como aquí desde 1978), tarde o temprano tenía que pasar: en 1885, las elecciones configuraron un “parlamento colgado”, es decir, sin mayoría absoluta. El fiel en la balanza: el Partido Parlamentario Irlandés, con 86 escaños y una simple exigencia: “Home Rule”, autogobierno. Los primeros en ceder fueron los liberales de William Gladstone, pero cuando Gladstone llevó una ley a este efecto a la Cámara de los Comunes, parte de su propio partido (que aquí inició su canto del cisne, siendo finalmente suplantado por los laboristas – los cuales, sabiamente, siempre se negaron a presentar candidatos en Irlanda del Norte e incluso -hasta 2003- a aceptar como militantes a ciudadanos del Ulster) votó en contra e hizo caer la ley. La “Cuestión de Irlanda” se convirtió en el fulcro de la política interior británica, con debates cada vez más duros, aparición de milicias armadas unionistas y nacionalistas en Irlanda, y tensiones cada vez mayores. Posteriores proyectos pasaron los Comunes pero fueron vetados por los Lores, y para cuando los liberales finalmente lograron pasar el Home Rule en 1912, el estallido de la Primera Guerra Mundial lo cambió todo.
Desde entonces, ha habido infinitos debates: si otorgar el Home Rule en 1885 hubiese evitado la independencia, si la culpa fue de la guerra, si lo fue de la durísima represión que siguió al Levantamiento de Pascua de 1916… y son, mayormente, los mismos debates que tenemos ahora en España. Ser historiador es tener todos los spoilers.
España, evidentemente, no es Irlanda, pero no hay un movimiento independentista en Europa occidental que no haya estudiado exhaustivamente el caso irlandés. Incluyendo, claro, al catalán. La situación actual, sin ser la de 1885 (entonces, el PPI podía bascular entre ambos partidos), sí muestra cómo afecta el “tema” al sistema político español: los unionistas han ganado en votos en prácticamente todas las autonomías, sacando uno, dos, o hasta tres escaños de ventaja en cada provincia… pero su ventaja ha sido pulverizada con el resultado de apenas tres autonomías (casualmente todas con lenguas minoritarias). El siguiente gráfico (cortesía de @alfonsotwr) lo muestra muy bien:
Esta puede ser la tónica venidera: una derecha que gana en casi todas partes, pero que pierde globalmente por su inexistencia en dos territorios clave, y que se encuentra con un grave dilema: solo puede movilizar a sus votantes con campañas en clave unionista que en el mejor de los casos frustrarán a dichos votantes (porque ganarían pero las cosas que se proponen –prohibición de partidos indepes, mano dura, abolición de las autonomías…- son imposibles por inconstitucionales o por el TEDH) y le crearán escisiones internas (Vox y Cs surgieron como reacción a la frustración con el PP de parte de su electorado), y en el peor de los casos movilizarán a la izquierda y a los demás parlamentaristas. Que es lo que hemos visto este 23J. La democracia, al devolver una y otra vez gobiernos independentistas en Cataluña y parlamentaristas en el estado español, se convierte así en un problema para los unionistas.
¿Qué puede hacer el PP de cara al futuro? Lo primero, seguramente, será finiquitar a Vox. Vox ha fracasado, en tanto marca blanca para recoger votos que se habían desencantado con el PP. La suma de votos PP+Vox (45.4%) daría sobradamente para una mayoría absoluta en lista única (las de Aznar y Rajoy en 2000 y 2011 se lograron con un 44%), así que seguramente veamos un giro de la prensa de derechas para reconducir esos votos díscolos a “la gran casa de la derecha”. Otros hablan de cambiar el sistema electoral. Les voy a dar un dato: con la excepción de 2011 (con una abstención récord y solo contando a UPyD como “unionista”), la coalición parlamentarista ha vencido sobre los unionistas en el voto popular en todas las elecciones. En todas. Hacer el sistema electoral completamente proporcional es dispararse al pie, y por eso el PP nunca lo hará. Además, da igual el sistema, tarde o temprano llegará un 1885. Por eso, lo que no cesa es la matraca de la lista más votada, ya sea directamente o mediante una prima en escaños, como parte de una estrategia política más general de la derecha, que consiste en independizar al Estado lo más posible del parlamento… y de los votos de los malos españoles que lo configuran. Que el Congreso controle al gobierno lo menos posible (“¡la lista más votada debe gobernar sin pactos!”), que el Congreso no nombre al poder judicial (“¡independencia de los jueces!”), que el gobierno pueda hacerse leyes al gusto o vetar sus tramitaciones mediante Decretos Ley (“¡el gobierno necesita tener las manos libres para poder trabajar!”), que los tribunales puedan vetar no ya leyes sino incluso debates parlamentarios cuando no gustan (“¡es inconstitucional hablar de ello!”), que el Congreso no examine demasiado de cerca a la monarquía…
(Y con esto llegamos a la razón de llamar “parlamentaristas” al bando opuesto a los unionistas: en su enorme diversidad, los parlamentaristas saben que el Parlamento es su última línea de defensa, la única institución de alcance nacional que rinde cuentas directamente ante los ciudadanos. Una democracia es su parlamento y derechos básicos para todos, y ya.)
Lo más probable, sin embargo, es que la derecha vuelva a lo de siempre: esperar a la siguiente gran crisis económica (que fue la razón última de sus ascensos al poder en 1996 y 2011), aunque la UE parece haberse dado cuenta de que provocar una recesión tras otra en nombre de la sacrosanta estabilidad monetaria no la va a hacer muy viable o popular, y recientemente está abriendo un poquito la mano. Y fiarlo todo a una crisis en 3 o 4 años no es que se diga una estrategia sólida.
Finalmente, quizás la derecha podría cambiar de idea y acceder a un referéndum. En el Reino Unido, fueron precisamente los tories los que accedieron al referéndum para Escocia – y lo ganaron. Un referéndum solucionaría, para bien o para mal, el Gran Dilema. Si gana la Unidad, nos quitaríamos el Dilema de encima para al menos una generación. Y si pierde… pues quedaría una España en la que las derechas ganarían todas las elecciones: desde hace 30 años, las izquierdas solo ganan gracias a Cataluña. Eso es lo más curioso, que las derechas parecen empeñadas en mantener un sistema donde a la larga el 23J se repetirá cada vez más. Quizás ver a Perro Sanxe de presidente hasta 2027 (o hasta 2031, quien sabe) les haga cambiar de idea…