Si bien su condición capitalina duró únicamente cinco años, Turín no necesitó este lustro para ser considerada la más regia de las ciudades italianas. Había sido previamente anexionada por un Emperador francés, posteriormente sede de la dinastía de los Saboya, su arquitectura se acercaba más al urbanismo habsburgués que al correspondiente al Sur de Europa y, sobre todo, había ostentado durante siglos un papel protagónico como epicentro mundial del más aristocrático de todos los productos: la trufa blanca.
El turinés se yergue altivo en el otoño. En la estación del tuber melanosporum pico, Turín alberga actos, conferencias, mercados, subastas, recetas, concursos, menús temáticos con trufa blanca, y en esos tres meses que dura esta temporada tan telúrica la ciudad se vuelve a convertir en ese faro que –de manera involuntaria– siempre ha sido y sus restaurantes –inmodestos– recogen el testigo de los fastos de otros tiempos. Luego llega el invierno, la primavera y el verano, y el turinés luce igualmente orgulloso. Y es que más allá del hongo blanco, el turinés tiene motivos.

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En 1757 fue fundada Cinzano, los Saboya reinaban cómodos a la orilla del Po, y en la piazza Carignano abría -como café- Del Cambio. Pronto se convertiría en referente para todo visitante o turinés, algo que persiste hoy en día. Comer en un entorno como Del Cambio no es únicamente un ejercicio de afrancesamiento hiperrealista. La sofisticación de su sala unida a una cocina de raíces italianas, así como el minimalismo creativo de su chef Matteo Baronetto, le confieren todavía el carácter excepcional de templo. Además, ¿Quién se puede negar a disfrutar en un lugar donde anteriormente lo hicieron Mozart, Cavour, Nietzsche y Casanova, entre otros?

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A finales del s. XIX llegaba la industrialización a Turín y con ella la necesidad de mano de obra, y con ella la imposición de otros condicionantes alimenticios, no menos refinados, pero sí más populares. Se generalizan así la bagna cauda, los agnolotti al plin o la cebolla rellena al horno. En Madame Piola es posible degustar unos maravillosos ejemplos de las dos últimas recetas. Igual que en Tre Galline es posible acceder a la tradición más rigurosa y en el Consorzio disfrutar de su ortodoxia iconoclasta.

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En Turín se vanaglorian asimismo de la Fiat, la Juventus, del Barolo o del vitello tonnato, de la historia y los Saboya y de su propia vanidad piamontesa -por qué no- en una mesa baja de café, y es tan marca Torino una cipolla al forno como la gianduja o el sabayón que surgieron -inicios del s. XIX- en momentos de precariedad -que es cuando aguza el ingenio-, y se instaló -con vocación de permanencia- la pastelería, la bollería y cualquier argucia dulce que emergiera de la mente afrancesada -y real- de los reposteros del momento. La pastelería para el turinés es lo que un helado para el italiano -en general-. No en balde es la mejor ciudad de Italia para comer un dulce à la française. La lista de cafés que todavía conservan su estado cuasi original y donde uno puede degustar cualquier pastel o especialidad turinesa es amplia. Por citar sólo los must: Al Bicerin (y su café con nata y con cacao), Pastarell, Caffè Torino 1903, Gerla 1927 (y los cornetti rellenos de sabayón), Baratti & Milano (y sus célebres gianduiotti).

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Decidí acudir con mi cuaderno a refugiarme -ruego me permitan este tono novelesco- en el piso alto del Bar Cavour, hito obligado para un cóctel y aliado imprescindible tras un gran menú en Piazza Duomo (Enrico Crippa brilla aún como factótum para asuntos del comer en toda Italia). Anoté -tras un sorbo inicial- dos o tres frases que taché inmediatamente. Ya lo había entendido. Ahora sí -tras ese sorbo de mezcal picante y turbio- había comprendido su carácter, el orgullo, la jactancia y presunción del turinés. ¿Cuál debía ser sino el comportamiento del que ha logrado unificar a un país, inventado la automoción de masas, creado el arte povera - movimiento artístico más importante en Italia desde el Renacimiento? ¿Cuál sino el de la ciudad que alberga alguna de las mejores colecciones privadas de arte moderno del continente, conforma el ADN de la cocina septentrional, difunde un orden y un rigor y una elegancia inusitada, y -además- ejerce el liderazgo de manera silenciosa? ¿Cuál sería la actitud de un ciudadano que es consciente de su propia realidad superlativa? ¿Cuál el de una villa que ha visto crecer a tipos como Agnelli, Cesare Pavese, Primo Levi o Patrizia Sandretto Re Rebaudengo? Que al final el tema no es la trufa, el otoño o los palacios. Lo importante es, ante todo, la actitud.

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