Malta. Esa isla que en realidad también es un país y hasta un archipiélago. Un destino de aguas de azul turquesa, acantilados, grutas codiciadas y calas y playas escondidas. Es por lo que muchos la conocíamos, ¿no? Uno de esos paraísos mediterráneos a los que nos escapamos de vez en cuando.
Pero cuando aterrizas y te dejas llevar, descubres otra Malta: la de siete mil años de historia, ciudades de piedra dorada, fortificaciones imposibles y una cocina que, poco a poco, se está haciendo oír.
Un paseo por la historia (y lo imprescindible que ver)
Empecé por La Valeta, capital minúscula y monumental, un museo al aire libre de barroco dorado por el sol. Aquí, la Catedral de San Juan es visita de primer día. Con un exterior sobrio que esconde mármoles, capillas y el golpe teatral de La decapitación de San Juan, la única obra firmada de Caravaggio. Bajo la sangre que cae de la cabeza, por cierto. Muy Caravaggio el tema.
A dos calles, Casa Rocca Piccola te mete en la Malta doméstica -palacete vivido, búnkeres de la II Guerra Mundial incluidos- y te recuerda que esta isla ha sido cruce de fenicios, españoles, franceses y británicos. Todo está a tiro de piedra y se recorre andando, con esa bahía -con su estudio de cine de superproducciones y todo- siempre al fondo, precioso desde cualquier mirador.
Si tienes tiempo, salta al sur hasta Marsaxlokk, pueblo pesquero de barquitas luzzu con ojos pintados -dicen que protegen del mal de ojo- y mercado dominguero de pescado y productos locales. Por supuesto, hay mucho más. Visitar la icónica Blue Grotto, a la que solo se accede en barco, los templos megalíticos y otras maravillas como Mdina o la vecina Gozo.
La gastronomía maltesa: de la tradición y los pastizzi a estrellas Michelin
El motivo de mi viaje no era otro que conocer el maravilloso trabajo de Jonathan Brincat en Noni. Pero de eso hablamos más adelante. Si miras bien a fondo, encontrarás en la cocina maltesa muchos paralelismos con la nuestra. Y eso es lo que descubrí en una granja, Ta' Cicivetta Farm, donde vivir una experiencia que en Malta es de lo más tradicional: aprender a hacer ftira, ese pan redondo de masa madre, corteza gruesa y miga alveolada que se abre y se rellena con tomate y aceite y, a veces, con atún, alcaparras, queso y aceitunas.

No es un pan cualquiera: la ftira está inscrita por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial desde 2020. Montarla con tomate jugoso y buen AOVE fue uno de esos momentos que te hacen entender cómo de conectadas están las culturas mediterráneas. Al principio te parece nuestro pan con tomate y es que es eso, pero visto desde otro prisma. No se quedó atrás el guiso de conejo -es la carne más usada en el país- que preparó la familia. Desde luego es una de esas experiencias para no perderse.
Si la ftira es patrimonio, también deberían serlo los pastizzi. El chef nos llevó al que posiblemente haga los mejores, Roger’s Bakery, para catar el bocado más popular de Malta. Solo elaboran dos tipos pastizzi de ricotta (irkotta, en maltés) o de guisantes -este es un escándalo-, recién salidos del horno y con un hojaldre que cruje al primer bocado. Los de Roger’s tienen legión de fans -dicen que abastecen a media isla-. Está un poco a desmano, pero si quieres unos bastante a la altura, en Valeta, el pequeño puesto Malta Pastizzi de Merchants Street es una apuesta segura.

En este punto dije, vale, Malta, me estás sorprendiendo mucho. Pequeños lujos de estar en el campo, comfort food como la llaman los modernos, tomates que saben... Pero había mucho más para hacer que haya vuelto enamoradita de la isla. Seguimos.
Vino y aceite de primera
Como buen país mediterráneo, las vides y los olivos campan aquí a sus anchas. Pero la cosa no es fácil. Aquí apenas llueve. Aún así me preguntaba, ¿se hace buen vino en Malta? Sí. La visita a Meridiana Wine Estate, en Ta’ Qali, me lo confirmó: unas 140.000 botellas anuales, con blancos, tintos y rosados que se beben sobre todo en la isla (aunque algo viaja fuera).
El paisaje de viña entre piedra dorada y brisa marina, la bodega tipo hacienda y etiquetas como Isis Chardonnay o Melqart (un coupage estilo bordelés con nombre fenicio) cuentan una historia de proyecto serio y con identidad. De lo mejorcito que se hace en la isla.
Más inesperado aún fue el aceite: la variedad de aceituna Bidni, autóctona y rara como ella sola, da un AOVE potente, especiado y con final picante. Pude catarlo y descubrir más sobre el proyecto con el mismo nombre, BIDNI, en el que una joven pareja está dedicando su vida a hacer algo grande. Tienen una producción mínima, con árboles viejos y mucho mucho porvenir.
Noni: la Malta que mira al futuro sin olvidarse de casa
Y entonces, le tocó el turno a Noni. Lo conocía por referencias y me enamoró en cuanto crucé la puerta de esa calle empinada de Valeta. Jonathan Brincat cocina lo que mamó de su madre y de su abuela, con técnica fina y discurso de territorio y su hermana lo apoya en sala. Luce una estrella Michelin desde 2020.
En el subterráneo y abrazada por bóvedas de piedra, probé una cocina que me dejó muy sorprendida y con la certeza de que realmente Malta, está en el mapa gastronómico. El menú, cambiante y fantástico, reinterpreta muchos clásicos en clave moderna. La experiencia arranca como en una casa maltesa: una secuencia de pequeños bocados a modo de tnaqqir que te sitúan en la isla, pan ftira de masa madre con aceite local y guiños a productos fetiche como la gbejna o los pastizzi.


Y no es postureo o ese discurso que ahora tienen muchos. Brincat trabaja con proveedores cercanos y lo cuenta. De hecho te lo enseña en un mapa con granjas y nombres propios. Aparecen el pulpo (qarnita) y la aljotta, una sopa picante de pescado muy típica, en versiones nuevas, con fondos bien trabajados y un hilo conductor donde manda la temporada. El festín sigue en la copa, con una selección de vinos malteses, que ayuda a entender el territorio, y un maridaje sin alcohol muy cuidado para aquellos que quieren buscar otros registros.
Muy cerquita de allí, está otro imprescindible, Legligin Wine Bar, un clásico de callejón de piedra y cocina de casa. Aquí no hay carta, solo un menú degustación que cambia casi a diario, con platos que recorren el recetario tradicional maltés (guisos, verduras, pescados) y una colección de vinos locales muy bien seleccionada.
¿Una última recomendación? Me alojé a las puertas de Valeta, en The Phoenicia Malta, la gran dama art déco, por la que han pasado desde la realeza británica a medio mundo de Hollywood. Sus habitaciones miran a los bastiones y al puerto con ese aire clásico bien mantenido que me encantó.
Para acabar de enamorarte, cena en Contessa, su comedor principal, donde bordan una cocina mediterránea de temporada en clave elegante. Haz más. Pasea y piérdete por los jardines, hasta que encuentres esa piscina infinita desde la que ver la muralla. Cuando se pone el sol todavía es más bonita. Con todo esto, creo que será imposible que no termines enamorado de Malta como lo hice yo... Palabrita.