No es lo mismo callar que guardar silencio: la solemnidad consciente de lo segundo no la tiene el gesto prudente o temeroso de lo primero. En esta época hipercomunicada, escandalosa y cacofónica hemos desterrado el silencio pero al mismo tiempo nos hemos convertido en expertos del callar: callamos nosotros y callamos a quien no nos conviene. Acallamos la disidencia, la exigencia y la reclamación mientras damos un megáfono social a la omnipresente queja ramplona. Con el índice de un mano sobre nuestros labios impedimos la protesta, con el índice de la otra señalamos al censor. Es todo muy confuso: el ruido lo cala todo, se filtra por cualquier resquicio y nos hace suspirar por el aislamiento en la oficina, ojalá unos auriculares capaces de eliminar la interferencia constante de los bramidos ajenos, las voces de la productividad desquiciada y neurótica que se desgañita hasta la arritmia pidiendo más, todavía más, se puede sufrir un poco más antes de parar para ir a comer. De momento no te alcanza para unos así si es que existen, así que mejor tapar el ruido con ruido, internet rebosa de listas de reproducción de música ambiente de lo más extravagante y apropiado: Cryo Chamber en concreto se ha especializado en música tenebrosa inspirada en ciudades góticas en ruinas, en monstruosidades primigenias, en peligrosos arcángeles olvidados, en el vacío espacial más opresivo y liberador o en sonidos de naturalezas inquietantes. Si uno sube lo suficiente el volumen de unos cascos de treinta euros casi puede llegar a olvidar que al otro lado del plástico se libra una guerra de banalidades ricas en decibelios.
Con tal baraúnda empezamos a darnos cuenta ahora de que no hay pérdida más trágica que la muerte del silencio, la secular y la cotidiana: en su Historia del silencio del Renacimiento a nuestros días que traduce Jordi Bayod y publica Acantilado, el historiador y profesor emérito de la Sorbona Alain Corbin da con una fórmula literaria que explica cómo la paz del silencio se pierde en cuestión de un instante: “El joven Steeny, nada más entrar por primera vez en la estancia de monsieur Ouine, se ve enseguida confrontado con el «asombroso silencio de la pequeña habitación [que] parece estremecerse apenas, girar con lentitud en torno a un eje invisible». Steeny cree «sentirlo resbalándole por la frente, por el pecho, por las palmas de las manos, como la caricia del agua». Después, surgen unos murmullos de llantos lejanos. «No puede decirse que el silencio se haya roto, pero va desvaneciéndose poco a poco, deslizándose por la pendiente. Tras él, se alza un temblor casi imperceptible, que no es todavía ruido, pero que lo precede, lo anuncia»”. Escalofriante. A la obra de Corbin quizás le sobre algo de religión y le falte un poco de mitología, pero es sin duda un oasis en el que compartir filias con otros acólitos del silencioso dios Harpócrates, divinidad griega del secreto y la discreción representada con un dedo erguido frente a la boca al que Plutarco atribuía la capacidad de rectificar y corregir opiniones irreflexivas. Si Harpócrates se deshiciese de la maraña sincrética de los siglos no iba a dar abasto: guardar silencio ya no es una opción en esta era del jactarse de que es que yo soy muy sincero y siempre digo lo que pienso.
Decíamos que callamos y es que de verdad lo hacemos: el Mediterráneo se está tragando embarcaciones y embarcaciones llenas de seres humanos que solo dejan tras de sí dos silencios terribles, el de un paisaje marítimo en la calma de la digestión y el de los países de destino que ven, oyen y también callan. La sociedad de la externalización que define el catedrático de Sociología alemán Stephan Lessenich en el libro homónimo traducido por Alberto Ciria y publicado por Herder prefiere mantener el problema fuera de sus fronteras, sofocar los gritos desesperados de auxilio y los chapoteos de quienes no saben nadar o saben pero ya están exhaustos con el latigazo textil de las banderas cuando se izan y el viento las despliega como velas. Cuenta Lessenich: “en su obra Unveiling Inequality [...] Korzeniewicz y Moran hacen la chanza estadística de construir una sociedad ficticia a la que pertenecen exclusivamente los perros mantenidos en los hogares estadounidenses. Ponen los gastos medios que tuvieron los hogares en 2008 para el mantenimientos de los perros como «ingresos per cápita» de esta sociedad inventada, y he aquí que «Perrolandia» (dogland) se sitúa a escala mundial entre los países de ingresos medios, por encima de estados como Paraguay o Egipto, y mejor situados que el 40 por ciento de la población mundial”. La desigualdad es pavorosa pero nos esforzamos en escuchar solo parte del espectro de aullidos. Otro título de la misma editorial, en este caso Inmigrantes y refugiados, del profesor e investigador chipriota Vamik D. Volkan, puede ayudarnos a entenderles y a entendernos: el libro se estructura en dos partes, en una se profundiza en la psicología de los recién llegados, y en la otra, en la de los anfitriones.
Contra la mordaza se rebela también el escritor italiano Sandro Veronesi en uno de los últimos títulos de los Nuevos cuadernos de Anagrama: Salvar vidas en el Mediterráneo. Un panfleto íntimo contra el racismo nos sumerge ya con sus cubiertas océanicamente azules en la vergüenza de nuestra inacción ante la amenaza de los gobiernos europeos a quienes tratan de no llenarse de agua los pulmones hasta morir en un mar que hemos dicho que nos pertenece cuando nos interesa, y a quienes tratan de impedir que eso ocurra sacándolos de él y subiéndolos a un barco. Igual que silencio no es solo ruido, ruido no es solo señal heterogénea, ruido también es decir que salvar vidas es traficar con seres humanos a la vez que se negocia y mercadea con armas que destruyen naciones que escupen a esa misma gente que acaba en la oscuridad del fondo marino. No nos hacemos una idea del aspecto que debe tener el fondo marino en un mal día de barcos de rescate sometidos a inspecciones arbitrarias para que no salgan a navegar. De a qué suena el silencio acuoso en unos oídos que se apagan lentamente.