Cuando cocinar para otros se convierte en un acto de intimidad
Comemos en una de esas casas del Cabañal que se beben el azul del mar a grandes tragos y escupen sal desde la fachada.
No se me ocurre un antónimo más perfecto de metro, de transporte subterráneo, que Cabañal. El punto más alto que la luz puede alcanzar es Cabañal, un gigantesco tendedero de colores al sol, donde la luz se convierte en tiempo, y el tiempo en mar y el mar en luz de nuevo, eso es Cabañal.
Mi amiga ha preparado clóchinas, humus de berenjena ahumada, calamares encebollados, tomates con mojama, y dos clases de escabeche: uno de sardina con tomate, puerro y cebolla, otro de alcachofas con jengibre.
En la terraza sopla una brisa que se nos confunde con el movimiento de estar vivas.
Comemos, bebemos Chardonnay, hablamos de hombres. Ellas son dos mujeres de más de cuarenta, que han pasado la cuarentena sin pareja, que llevan un tiempo sin pareja.
La cocinera se queja de lo fácil que es follar y lo difícil que es tener intimidad hoy en día.
De la facilidad lúbrica de las aplicaciones de contactos, del zarzal de las redes sociales, de ese espejismo de cercanía que se evapora al extender el brazo, de la epidemia de asepsia que se extiende, de unas relaciones sin riesgo, sin cafeína, sin azúcar.
No, no es exactamente intimidad lo que allí sucede, por más que se llore la muerte del padre, o se exorcice un trauma de adolescencia.
-Tenía muchas ganas de cocinaros porque para mí cocinar para otros es un acto de intimidad.
Y cuando lo dice, el sabor del vinagre se intensifica en la boca y la intimidad se vuelve escabeche, se funden ambas palabras en un único bocado de significado.
Veo crecer un vínculo entre la soledad de quien prepara los alimentos pensando en los otros y la soledad del que los degusta. Veo entrelazadas la parte interna de las manos y la parte oscura del paladar, en una cocina sin fuego, sin abrasiones, hecha sólo de tiempo.
Nos citamos en el plato, para olernos, para sabernos, para abrazarnos.
-Es muy bonito eso, además de cierto -le digo.
Bien lo sabe la religión, que reparte el cuerpo comestible de Cristo en un mismo acto que hermana.
Y pienso en la maceración de la sardina como un acto de fe en el futuro, en la calma tierna de las alcachofas, en ese ácido que escuece y serena a la vez, que conserva un poco de mar, un pedazo de huerta, para los elegidos.
Conservar con mimo, eso es el amor, eso es la intimidad, eso es el escabeche.
No, a cualquier amante de paso no se le cocina un escabeche, estamos de acuerdo.
Es un plato de siglos, que ya aparece nombrado en la antología de relatos Las mil y una noches, referido a un guiso de carne y verduras con vinagre, típico de Persia. Y aunque se extendió por todo el Mediterráneo, en los libros de cocina de todo el mundo, suele señalarse este proceso culinario como genuinamente español.
Un proceso que detiene las células responsables de la putrefacción, que trata de amortiguar el impacto del tiempo, de suavizar el declive. Eso es lo que hacemos cuando amamos, eso hacemos cuando escabechamos.
Y me acuerdo de una inquietante esquela aparecida hace un tiempo en el ABC: “Fue un buen hombre, un buen esposo, un buen padre, un buen amigo, y también un gran cocinero. Te vas sin dejarnos la receta de la paella de escabeche”.
Nos reímos de la paella en escabeche.
Les cuento que en el otro extremo de ese amor en conserva tan grouchista, de esa intimidad escabechada, se sitúa la noticia que he leído esta semana: un belga lleva nueve años recibiendo comida a domicilio, comida que él no ha pedido. Nada de escabeche por supuesto, solo pizzas, kebabs, alitas de pollo y hamburguesas.
¿De qué tamaño es el rencor que impulsa a alguien durante nueve años ininterrumpidos a encargar comida a domicilio para otro? ¿Cuál fue el agravio? Tratamos de imaginarlo.
El protagonista de la noticia parece un pobre hombre, lo que no nos hace descartar que sea un malvado, todo lo contrario. Pero también nos da pena, claro: prácticamente a diario se presenta en su casa un motorista con tres menús grandes o cuatro pizzas gigantes o un escuadrón de alitas para esa familia que él no tiene, junto con una factura que pretende cobrar. Desde hace nueve años. A veces pasada la medianoche, cuando el hombre ya está plácidamente dormido. Se queja de que no puede ser una broma porque dura ya demasiado, se queja de estar enfermo y cansado e implora que esta situación termine.
Ni siquiera me gustan las pizzas, dice con hartazgo.
Nos reímos de la frase, un poco achispadas ya, el cava vibrando entre las manos. Nos reímos de cómo algo tan ridículo como el delivery puede llegar a convertirse en tortura.
Cómo el odio en definitiva puede transformarse en comida rápida.
Lo entendemos, de la misma manera que entendemos que el escabeche se reencarne en intimidad y amor.
Seguimos conversando, hasta que la luz de los cuerpos se va apagando, y ardemos en la hoguera de la tarde, en torno a los restos de una comida íntima, muy cerca las unas de las otras.