una aventurera en el siglo xix

Jane Dieulafoy, la exploradora que se hizo pasar por hombre para ser libre

En una época en la que el  lugar de una mujer de bien era la cocina, y  su labor debía limitarse a criar niños y cuidar de la casa, Jane Dieulafoy pidió permiso para vestir como hombre y se dedicó a recorrer mundo: València fue uno de sus destinos

17/12/2018 - 

VALÈNCIA.-Se disfrazó de francotirador para acompañar a su marido a la guerra. De eso y mucho más fue capaz la francesa Jane Dieulafoy (1851-1916). Una mujer culta y aventurera, que olvidó en el armario sus vestidos a propósito y decidió adoptar un aspecto masculino, pelo corto incluido. Una amazona que vivió en una sociedad extremadamente machista, donde la valiente Jane compartió su vida con Marcel, su esposo y compañero de viaje, vestida como un hombre, lo único con lo que podía vivir libremente. A finales del siglo XIX, Jane pisó con sus botas las ciudades de València y Sagunto. Antes, había viajado con Marcel hasta la antigua Persia donde, en una misión encomendada por las autoridades francesas, lograron encontrar innumerables tesoros que aún hoy se conservan en el Museo del Louvre. Jane fue exploradora, fotógrafa, periodista, escritora... En una de sus obras, Aragón y Valencia (1901), retrató la sociedad valenciana de finales del XIX, bajo su irónica e inteligente mirada.

En su libro, comparaba al inicio a valencianos y catalanes. Mientras los primeros preferían ser trabajadores de la huerta, los de Barcelona eran navegantes y buscaban fortuna alejados de sus tierras. Sobre las mujeres españolas, aseguraba que soñaban con la igualdad en forma de fascinación por alcanzar la gloria. Como las toreras que conoció en Barcelona. Trataban de disputar al hombre el valor y la sangre fría en el ruedo. Jane escribió: «En Valencia la carne es hierba, la hierba es agua, los hombres son mujeres y las mujeres, nada». En Francia, la escritora militó por el acceso de ellas al ejército, entonces prohibido.

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De acuerdo con Jane, los valencianos eran excelentes agricultores: «Tienen la tierra como cómplice y el clima como excusa». La suya fue el peligro. En cuanto regresaba a París, deseaba volver de nuevo al desierto de Oriente. Además, fue en Francia cuando al tener que ponerse una falda se sentía disfrazada. Por ello, pidió a las autoridades de su país un permiso especial para llevar en público un culotte, un pantalón que iba de la cintura hasta las rodillas, bajo el pretexto de poder trabajar y viajar más cómoda. Obtuvo el permiso.

Jane en Sagunto y en València

Junto a su marido, Marcel Dieulafoy, un ingeniero y arqueólogo francés, recorrieron España en más de veinte ocasiones a finales del siglo XIX. Ella solo era feliz cuando emprendía una aventura, que en aquel momento parecían limitadas a los hombres. 

En su equipaje contaba con todo lo necesario para fotografiar sus viajes y tomar notas. Poco más. Al llegar a Sagunto, carretas y mucho polvo en los aledaños de la estación fue lo primero que divisó. Junto con casas de muy pobre apariencia. Afirmó que a partir de las ocho de la mañana, las ventanas de los saguntinos estaban cerradas para protegerse del calor «y de las insoportables moscas». Precisamente, Jane declaró que supo resistir «las tentaciones de ser una mujer burguesa acomodada. Que hace inventarios de mermeladas o que dirige la batalla contra las moscas».

Describió un barrio bajo, cercano a la playa, el Puerto de Sagunto, habitado por familias de pescadores que vivían de la pesca del atún, que «secan antes de enviarlo hacia el interior para ganar dinero». A a la vista de lo que escribió Jane, no parecía ser muy apetecible: «Está duro como el cuero». Le llamó la atención el poco caudal del río Palancia, que atraviesa Sagunto: «Tan seco como para hacer la competencia al desierto del Sáhara». 

los habitantes de la huerta valenciana tenían fama de «bandidos y asesinos a sueldo»; dieulafoy desmontó el tópico y destacó su carácter «honesto»

En Sagunto, Jane subió hasta el castillo bajo un cielo rosado y azul acero. Dispersos en el camino, encontró puntiagudos aloes vera y ruinas de épocas diversas. Se detuvo en el teatro romano. Sostuvo que había piedras de sus muros que aún conservaban el color azul en el interior, más púrpura en el exterior como consecuencia de la luz del sol. También detalló que parte del escenario fue demolido en 1807 para reparar la fortificación de más arriba, mientras las gradas inferiores y pasillos laterales estaban casi intactos. Desde allí Jane destacó las preciosas vistas con «el mar azul más intenso que el color del cielo». 

Hasta las mismas alturas, la francesa contó que iban las saguntinas para aprovisionarse de agua potable que provenía de antiguas cisternas. Con sus jarrones sobre la cabeza o apoyados en las caderas, y las más afortunadas, ayudadas de sus asnos. También indicóque un puente de madera en mal estado daba acceso a la fortaleza. Allí Jane encontró ruinas, escombros, construcciones abandonadas... Y en lo más alto, de nuevo quedó maravillada por las hermosas vistas del litoral valenciano, mar y naranjos que «se prolongan hasta las puertas de Valencia, distinguida por la bonita torre del Miguelete». 

Tal vez sin saberlo, Jane fue una de las primeras escritoras de viajes. Poseía algo que no tenía la mayoría de los viajeros de su época: ser mujer. Con un discurso y estilo modernos. «Cerca de 2.000 años han pasado —anotó Jane— cambiando el destino de los pueblos, mientras en España, inmóvil como sus montañas, los siglos cuentan menos que los días para otros pueblos».  

Próxima parada: València

«Valencia es como una bella y atractiva mujer, vestida con finas sedas verdes...», leemos en su manuscrito. «Cubierta de un mar de naranjos», cuyo espacio dedicado a las huertas, afirmó, no se puede comparar con el de ninguna otra ciudad europea. A la naranja, la escritora añadió en ese mar, las moreras. «La tierra produce sin descanso verduras, melones y sandías exquisitas». Elogió a partes iguales al sol, el agua y a los hombres que cuidaban las huertas. Nos recordó que fueron los árabes quienes introdujeron el sistema de acequias, esos canales por los que transcurre el agua para regar los campos. Una práctica que, aseguró, era corriente en Egipto y en Persia. Y como pronto se tuvo que reglamentar el disfrute del agua, se estableció un vigilante: el Tribunal de las Aguas, una institución que tiene su origen en la época árabe de la ciudad de València, la de los imanes de la antigua mezquita, señaló Jane. «Donde antes se sentaban jueces con turbantes, hoy lo hacen magistrados con pantalón y sombrero», explicó. Como los que lucía la exploradora.

 Pese a alabar la huerta en su libro, Jane sostuvo que se decía que sus habitantes tenían mala reputación. Que antiguamente la corte de Madrid reclutaba a bandidos y asesinos a sueldo de la huerta valenciana. Lo que contrasta con lo que expresó a continuación la escritora: «El carácter honesto de las barracas, o casas típicas de la huerta, con sus muros blancos y tejados de paja, hechas para recibir los rayos del sol y atraer las bendiciones del cielo». Y que sus moradores «son personas sencillas».

De La Albufera envenenada al 'especial dialecto'

La ciudad de València ya era, según Jane, una gran urbe a finales del siglo XIX, con grandes calles y bulevares, cafés llenos de gente y muchos nuevos edificios «sin estilo». Con algunos tranvías que la recorrían, de los cuales, el más frecuentado era «el que tiene parada en el mar». Sin duda la visita que más duramente criticó Jane es la Albufera de Valencia, la de finales del XIX. La describe de «envenenada», origen de enfermedades como la fiebre; «malsana» laguna; desecada para transformarla difícilmente en arrozales... Además de sentir «olores pestilentes». 

Para la francesa el «corazón de Valencia son sus calles del casco antiguo con El Miguelete y la Catedral como emblemas». De esta última, el interior no retuvo su atención, pero sí las obras de los pintores Ribalta, Goya y Juan de Juanes, colgadas en sus muros. 

Mencionó que para conmemorar la victoria cristiana de Jaume I contra los musulmanes (siglo XIII), en València se seguía festejando con la que llamó la 'Fiesta de los dulces' (Sant Dionís), donde aseguraba que los valencianos ya devoraban mazapanes. Una festividad cuyos orígenes, explicó, se remontan a la época de los perdedores de la batalla, grandes aficionados a los dulces.

 

Describió un edificio que hoy en día no existe en la ciudad, la Casa del Oli, vinculada al mercado de ese indispensable ingrediente de la gastronomía valenciana. Conocida como la Llotja Vella. Estuvo en pie hasta poco antes de la visita de Jane, ya que la demolieron en 1877 por razones urbanísticas. De estilo gótico, se encontraba detrás de la actual Lonja.

Aborda otros temas, como el «especial dialecto» que escuchaba hablar en la ciudad. Y de la belleza de los valencianos, fruto de una mezcla de pueblos de muy distintos lugares, sostuvo que, aunque indicó que las valencianas no tenían formas muy estilizadas, dijo de ellas que eran mujeres con mucho encanto y muy seductoras. Detalló los hermosos vestidos típicos de seda de las falleras, que ella mencionó, solo las ricas de la época podían lucir. Con seguridad ella podría haberlos comprado. Jane pertenecía a una rica familia de la burguesía de Toulouse, al sur de Francia. Fue la pequeña de cinco hijas. El único hermano, el mayor, desapareció en España. Y ella creció como el hijo que les faltaba. Tras su segunda expedición a Persia (1886), no volvió a vestirse con ropa femenina. A partir de ese momento: pantalones y camisas.

Jane también publicó algunas de sus historias en la revista francesa Le Tour du Monde, entre finales del siglo XIX y principios del XX. Una publicación de viajes, que sirvió de inspiración para el escritor francés Julio Verne. Además, colaboró en la sección de política internacional en el importante periódico de su país Le Figaro. Y a partir de 1890, escribió novelas históricas.

En otro museo, esta vez en València, Jane explicó que aunque había carteles de «No se puede fumar», los guardias no paraban de encender cigarrillos

Lo que más le interesaba al esposo de Jane, Marcel, era la historia. Sobre todo, adoraba la arqueología oriental. En 1881, Francia le confió una misión en Irán, en busca de tesoros arqueológicos de la antigua Persia, concretamente en la ciudad de Susa, al oeste de Irán. Jane, como no podía ser de otra manera, siguió a su esposo Marcel. Con diecinueve años, y recién salida de un convento, se casó con él. Y a los pocos meses, decidió acompañar a su marido a la guerra franco-prusiana en 1871, disfrazada de soldado. Una década después se convirtieron en los primeros franceses en explorar la ciudad de Susa. En sus ruinas, ella fue la que escribió el diario de viaje, que publicó más tarde en una revista francesa, consiguiendo un enorme éxito. 

Ambos lograron para Francia unas 300 cajas de tesoros. Entre ellos, el Friso de los arqueros de Susa (siglo V a.C.). Es ella quien dirigió su restauración en el Louvre, donde varias salas han llevado su nombre. En otro museo, esta vez en València, Jane explicó que aunque había carteles de «No se puede fumar», los guardias no paraban de encender cigarrillos. En el museo destacó varias obras de Ribalta y Juan de Juanes, del que dijo, fue en el siglo XVI el rey de la pintura española y seguramente europea. Aunque dudó de la autenticidad de un autorretrato sombrío del artista, que descubrió en la pinacoteca valenciana.

La exploradora terminó su viaje en el Grao, en el puerto de la ciudad, que contó, visitaban en el siglo XIX muchos bañistas. Y al final de su relato, recomendó a los valencianos hacer el puerto más grande, para atraer a más barcos de mayor tamaño y poder competir con otras ciudades en mejores condiciones. 

En 1914, la pareja de arqueólogos se instaló en Rabat (Marruecos), para explorar la mezquita de la ciudad. Pero al poco tiempo, Jane cayó enferma y tuvo que regresar a Francia, donde falleció en 1916.  En un mundo masculino, para imponerse a él, hubo una generación de escritoras y periodistas travestidas, en la Francia del siglo XIX. Mujeres que creyeron que mostrarse bajo una apariencia de hombre era la única vía de escapatoria para ser libres. Sin embargo, al poco tiempo, las autoras e intelectuales comenzaron a proclamar su verdadera naturaleza de mujer. 

* Este artículo se publicó originalmente en número 50 de la revista Plaza