el callejero

El jefe de mando de FGV que ha conocido desde la máquina de vapor hasta el AVE

7/07/2024 - 

José Miguel Santos se baja del tren. Lleva 46 años vinculado a este mundo de locomotoras, vagones y vías, pero ha llegado la hora de la jubilación. Es de los pocos profesionales que ha conocido toda la evolución del tren. De niño, en los 60, conoció la máquina de vapor cuando viajaba a León con su padre. Aún recuerda que en los túneles se le metía carbonilla en los ojos. Luego, cuando empezó a trabajar, en los 70, estaban los trenes de madera, el mítico ‘trenet’, y ahora alucina con el AVE. Los últimos años ha sido el jefe del puesto de mando de Ferrocarrils de la Generalitat Valenciana (FGV) y ahora, después de una vida en este mundillo, se despide.

Este ferroviario ha querido hacer la entrevista en una cafetería que hay frente a la estación de Pont de Fusta, de donde antiguamente salían el convoy de València a Llíria, L’Eliana y Bétera. También el que iba a la playa, el ‘trenet’ que conocieron varias generaciones de valencianos que se subían a los vagones de madera, se sentaban en el suelo y sacaban las piernas por las puertas para ir más frescos a la Malvarrosa.

Santos se gira hacia atrás y señala la estación, hoy una comisaría de policía, para recordar que los techos eran tan altos que aprovecharon para hacer, encima del despacho del jefe de circulación, el hombre que daba la salida a los trenes, un altillo para establecer el primer puesto de mando. “Ahí estaba la central de teléfonos, muy antigua, que comunicaba con todas las estaciones. Y a través de unos ventanucos ovalados que había -y aún están- se veían los trenes y se le metía prisa al jefe de circulación. Eso en FGV no queda nadie que lo conozca”.

José Miguel es uno de los últimos que llegó procedente del Ejército, que tenía una rama ferroviaria que nutría de trabajadores a Renfe y FEVE (Ferrocarriles de Vía Estrecha), la matriz de la actual FGV. Este valenciano del barrio de Patraix, hijo de un agente de policía y una ama de casa, fue a hacer el servicio militar como voluntario cuando apenas tenía 18 años. “Me tocó ir a Madrid a examinarme. Yo no había salido de casa en mi vida y era un pardillo. Entonces un viaje en tren a Madrid duraba un mínimo de seis horas. Al llegar caía aguanieve y hacía muchísimo frío”.

El Ejército les ahorraba un dinero

El ferroviario tiene un buen recuerdo del Ejército. Él ingresó el 15 de julio de 1978. Aún se acuerda. Después de tres meses de campamento en Colmenar Viejo (Madrid) “con el fusil, las guardias y todo esto…”, se fue a hacer las prácticas a Barcelona, que en tema de trenes estaba mucho más avanzada que el resto de ciudades. “Yo aprendí mucho allí porque había mercancías, bloqueo telefónico, bloqueo automático… Era un lugar fantástico tanto para la gente que iba a estaciones, como era mi caso, como para los que iban para maquinistas”. Un paraíso para alguien como él que sentía fascinación por los trenes desde que era un niño. El nieto de un maquinista de las locomotoras de vapor y sobrino de otros dos ferroviarios. Por eso se animó a alistarse en el Regimiento de Movilización y Práctica de Ferrocarriles.

A los dos años de formación, el Ejército les daba la posibilidad de quedarse a trabajar. “A los seis meses ya empezaban a pagarte y lo bueno es que una parte del jornal te la guardaban y cuando te licenciabas, te la daban. Muchos pudimos dar una entrada para comprar una casa gracias a este dinero que te habían ahorrado. Era una buena idea. El último año trabajaba con uniforme militar de cabo primero, nos mandaron a València y me recorrí todas las estaciones. Despunté para el puesto de mando porque nadie quería ir. Los trenes se averiaban mucho y siempre había problemas, pero yo siempre estuve vinculado al puesto de mando”.

Santos conserva el punto de romanticismo y melancolía de quien conoció otro tiempo. Unos medios de transportes que ahora parecen imposibles. “Si no hubiera las fotos que hay, no te creerías cómo eran los trenes de entonces, unos trenes de madera que, cuando rodaban, toda la caja se movía de un lado a otro. O caía la ventana de golpe y te cogía el brazo. Tampoco tenían puertas automáticas. El revisor iba de vagón a vagón buscando a la gente que no llevaba billete. Y luego, las infraestructuras. Unas vías sueltas, llenas de hierbajos, que atravesaban campos áridos. Yo llegué y pensé: ¿Dónde he venido yo?”.

Su primer destino estuvo en Benaguácil. El último tren a Llíria no regresaba hasta la mañana siguiente, y entonces José Miguel tenía que quedarse a dormir allí, en un camastro que había dentro de un pequeño almacén. “Los jefes de estación vivían y tenían su vivienda en la estación”. Santos, al principio, hacía las suplencias, así que se recorrió todas las estaciones de la línea a Llíria. “Luego ya pasé de factor de circulación al puesto de mando. En 1982 pasé a jefe de estación en el puesto de mando. En 1984 ascendí a inspector principal de movimiento. El que va controlando tanto a maquinistas como jefe de estación, era un jefe intermedio. Y en 1987 ascendí a jefe de servicio, saqué plaza por examen y me fui a Alicante. Fui a organizar todo aquello porque allí había una organización muy sencilla. Al año siguiente, Damián Uclés, delegado en Alicante de FGV, creó el ’Tramnochador’. Recuerdo una noche que salimos Damián y yo por el paseo marítimo de Alicante, y me decía: Jose, mira, todo lleno de coches y nuestras vías están aquí paradas…. De ahí empezó el Tramnochador. Se puso con mucho éxito y muy bien organizado, y hasta hoy. Damián ha sido el alma de Alicante. Abrió las estaciones a los pueblos porque generalmente estaban cerradas con muros y llenas de porquería”.

Después de Alicante, donde trabajó entre febrero del 87 y junio del 89, ya se trasladó a València, donde acababa de crearse Metrovalencia, una red de tren subterráneo que no paraba de crecer. “El origen estuvo en la unión de las dos estaciones de vía estrecha que había en València: Pont de Fusta, de donde salían cuatro líneas, y Jesús, que estaba en Giorgeta y era la que iba a Torrent y Villanueva de Castellón. Lo que se hizo fue unir esas dos estaciones y evitar ese paso por Tránsitos, Benicalap… No sé cómo no pasaron más cosas. Y la primera línea fue de Jesús a Empalme”.

José Miguel Santos consulta el móvil de vez en cuando porque ahí tiene anotadas las fechas fundamentales de su trayectoria como ferroviario. El 1 de diciembre de 1998 fue nombrado jefe del puesto de mando. De ahí hasta la jubilación, 26 años más tarde. “El puesto de mando es el lugar donde se gestiona toda la circulación de trenes. Al principio básicamente consistía en hablar con las estaciones y los maquinistas. Luego fue ganando funciones. Cuando se inaugura el puesto de mando de Jesús ya lleva incorporado circulación, telemando y seguridad (vigilantes jurado y el control de las cámaras). Luego se suma atención al cliente, megafonía, avisos, objetos perdidos… Ahora es un lugar donde, además de controlar la circulación de trenes, gestiona todo lo relacionado en un único puesto. Es más operativo”.

El accidente de metro

A este valenciano de 64 años, con el pelo blanco y aspecto de ‘grandot’, se le ve un hombre con temple. Es un profesional acostumbrado a dar órdenes y a mantener la calma. Todo ese talante fue puesto a prueba un verano de hace casi veinte años. Es obligatorio hablar de aquel terrible accidente que se cobró la vida de 43 personas. El rostro de José Miguel se ensombrece de golpe. Sin darse cuenta, nervioso, comienza a tamborilear con los dedos el reposabrazos de la silla. “Ha sido el peor momento de mi vida”, suelta de entrada.

Santos recuerda que, cuando sucedió, estaba en el puesto de mando. En ese momento solo sabían que habían perdido la comunicación con algunos enclavamientos. Entonces recibieron una llamada de Bomberos porque alguien había llamado para decir que había descarrilado un tren. “No teníamos constancia de eso. Aunque sí llamábamos al maquinista del tren que tenía que estar por allí y no nos hacíamos con él. La primera noticia que tenemos es de un tren que estaba en Jesús, que iba para la zona norte, y preguntaba si se había caído el techo porque había mucho polvo. No entendíamos nada, hasta que nos dijeron que había un tren volcado. Yo creo que los Bomberos ya estaban llegando porque alguien, intuyo que desde el mismo tren, debía haber llamado al 112”.

José Miguel llamó inmediatamente al jefe de transportes y le dijo: “Algo está pasando, pero no sabemos el qué”. Han pasado 18 años y aún se le ve apesadumbrado por el recuerdo de aquella tarde terrible. “Fue una mala suerte porque, aparte de la curva, si no hubiera estado la bifurcación, por lo que la gente cuenta, el tren vuelca cuando se acaba la pared de la bifurcación. Si no se hubiera acabado la pared quizá no hubiera volcado. Fue más terrible que un vuelco normal porque al caer y romper las ventanas fue peor.

-¿Se acuerda de la fecha?

-3 de julio de 2006 (contesta antes de acabar la pregunta).

-¿Y la hora?

-Las 13 y poco (parece ser que a las 13.03).

-¿Cuándo se da cuenta de la dimensión de la tragedia?

-Al poco tiempo. Cuando vemos las cámaras ya intuyes lo que ha pasado. Sobre todo cuando sacaban los cuerpos. Fue terrible. Lo más triste que he pasado nunca.

-¿Está uno preparado para una situación así?

Si no lo estás, tienes que estarlo. El ferrocarril, hoy en día, tiene todos los sistemas de seguridad que hay en el mercado. ¿Pero alguien es capaz de decir que el riesgo es cero? Yo no soy capaz. El riesgo cero no existe en ningún transporte.

-Algo así te marca para toda la vida…

-Sí, eso te deja huella.

Esa cicatriz la llevara en su alma toda la vida. Ni la inminente jubilación borrará algo así. Aunque ya se relame con dejar atrás las obligaciones. A su mujer, María Dolores, que es maestra y la conoció en una especie de cita a ciegas que le organizaron en la peluquería, aún le quedan dos años trabajando, pero él ya ha empezado a hacer planes para ir con más frecuencia “a la casita” que tienen en Dénia. Y la oportunidad de visitar más a menudo a la hija periodista que está viviendo en Madrid. Un viaje en menos de dos horas que nada tiene que ver con aquel primero que hizo, con 18 años, en más de seis con el abrigo apretado contra el cuello. “Ahora desconectaré, que me viene muy bien, pero, por otra parte, son 46 años de tu vida haciendo esto y seguro que lo echo de menos…”.

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