17/11/2024. El Xenillet, que nadie en el barrio, ni fuera de él, sabe qué significa, es una barriada de Torrent que desemboca en el maldito barranco del Poio. Aquellas calles tienen muy mala fama. Clanes de la droga que se disputan el territorio a tiros. Uno de esos rincones donde la policía prefiere no mirar. El problema es que no mira la policía ni prácticamente nadie más. Pero allí, igual que hay mafias, también vive buena gente que intenta salir adelante cada día únicamente a base de su esfuerzo y su honradez. Algunos, encima, intentan ayudar a los demás, como es el caso del Col.lectiu Soterranya, que abarca diferentes campos pero que, en los últimos días, ha intensificado su labor reparando y repartiendo bicicletas entre los afectados por la riada en los pueblos de l’Horta Sud.
Ellos también recibieron el golpe del agua que bajaba furibunda por el barranco y cuentan que se salvaron porque se rompió el puente que unía el Xenillet con el colegio que hay al otro lado. La pasarela hacía tapón y eso propició que se desbordara y arrasara las primeras viviendas del barrio. Cuando cayó el puente, el torrente siguió su curso y el resto de viviendas se salvaron. Da escalofríos asomarse ahora al barranco, deformado y ampliado por la gigantesca tromba de agua, o ver los restos de la línea blanca de una calzada que ya no existe, que ahora es el borde del barranco.
El Xenillet es uno de esos barrios marginales donde parece que no entren ni a limpiar. El suelo está lleno de residuos. En los balcones, sin más espacio, las familias cuelgan la ropa en tendederos rudimentarios. Grupos de gitanos están en la calle, sus calles, pasando la tarde. Un coche tiene las puertas abiertas y por allí se escapa la voz aflamencada de Naima, que canta ‘Cuando estoy sola’. Y eso mismo podría cantar el barrio entero, que hace años que se siente desamparado. “Y esa es la verdad / Tú no estás aquí / y es la realidad”.
Los vecinos llevan lustros viviendo como si hubiera pasado una Dana. Por eso las viviendas del Xenillet son las más baratas del Idealista. Por 20.000 euros puedes comprar un piso. Nadie los quiere. En uno de ellos viven Lorena Hernández y Said Lamrini. Los dos, con más resignación que rabia, cuentan que, en todo el edificio, solo ellos y una familia que está alquilada han pagado por vivir allí. El resto son casas ocupadas. Familias que no tienen ningún respeto ni cuidado por el inmueble. Allí estaba Lorena, jugando con sus dos hijos, de doce y nueve años, la noche de la Dana. No llovía y ella ni nadie se imaginaban lo que venía por el barranco. A media tarde, una vecina aporreó la puerta. “Vámonos corriendo de aquí que el barranco va muy lleno”. Lorena metió el móvil y el cargador en el bolsillo y salió de allí.
Su marido apareció poco después y vio con sus propios ojos el caudal del Poio y la velocidad del agua, que era tremenda. Said también comprobó que el puente retenía todo lo que arrastraba la riada. Pero vivir en un barrio como el Xenillet implica convivir con otros peligros. Y el 29 de octubre, Said Lamrini tuvo que decidir, mientras su mujer y sus hijos se ponían a salvo en casa de una amiga, si se marchaba con ellos y dejaba su hogar a merced de la mala gente, o se quedaba y ponía su vida en peligro. Y se quedó. Se durmió con las zapatillas en la mano por si había que salir corriendo. Esa misma noche, la gentuza del barrio arrasó la farmacia que hay en una de las calles de abajo.
Said levanta la tetera para lanzar un largo chorro largo de té con mucho azúcar en los vasos que hay en la mesa. Al lado están su mujer y sus amigas: Iliana y Chelo. Están en el local de Soterranya, donde se atropellan unas a otras para contar todo lo que les ha pasado estos días. Nadie ha ido a preocuparse por ellos. Y la gente del Col.lectiu, con la ayuda de unos pocos voluntarios que aparecieron por allí y un chico de Alicante que llevó una pequeña excavadora, abrieron un camino para poder pasar entre el lodo.
Lorena, 47 años, es de Casas de Utiel, una aldea que dejó la familia cuando ella tenía 15 años. Cuando sus padres se separaron, se mudaron a Mislata. Luego se marchó a San Isidro y en 2005 llegó al Xenillet, donde conoció a Said. Él, 52 años, es de Chouihia, un pueblo de la provincia de Berkane, al norte de Marruecos. Muy cerca de la frontera con Argelia. En el verano de 2006, el día de su cumpleaños, el 1 de agosto, se coló en el ferry que cruza de Tánger a Algeciras y aguantó escondido, sudando la gota gorda, entre dos camiones. En Torrent, en este barrio denigrado, le esperaba uno de sus 13 hermanos, que tiempo atrás se había escapado en patera. Said había trabajado como agricultor con su padre. Y hasta estudió la carrera de Agrónomos, pero el jornal era muy pobre y, con 32 años, decidió buscarse la vida en España.
Aquí se buscó la vida como pudo, sin papeles, y aquí conoció a Lorena cuando acababa de divorciarse. Ella decidió hacerse musulmana y hoy cuenta esto con la cabeza cubierta con un hiyab. Sus padres no veían con buenos ojos que estuviera con un magrebí, pero ya llevan 17 años felizmente casados y tienen dos hijos que crecen con miedo en un barrio hostil. Lorena entró en Soterranya hace cuatro años. Lo hizo de la mano de Chelo, que es más mayor y quería un sitio donde pudieran pasar un sábado por la tarde sus siete nietos. En el local hay una modesta pero rica biblioteca con el nombre de Armensallé, un término romaní que tiene un doble significado: libre y libro. En el colectivo se habían quedado sin niños y ellas llegaron con los suyos. “Nos hemos implicado un montón y ahora estamos enseñando a hacer ganchillo a un grupo de mujeres”.
Con la Dana lo han dejado todo y se han concentrado en ayudar a Bicis per totes. En unos días han repartido más de 200 bicicletas por pueblos como Alaquàs, Picanya, Paiporta, Alfafar, Benetússer, Alcàsser, Picassent -una chica que acudió en patines a por la bici-, La Torre… Estos vehículos de dos ruedas les llegan de donaciones y en la asociación las ponen a punto y las donan. En la Dana, con tantas carreteras dañadas o cortadas, han cobrado una gran importancia y la demanda ha crecido exponencialmente. Suerte que la solidaridad les llevó dos grandes cantidades de bicicletas procedentes de Zaragoza y Barcelona. Su labor caritativa ha sido muy discreta. No tenían un equipo de comunicación como el de Alberto Contador, que daba las bicis mientras le grababan en vídeo. Pero han hecho una labor que les hace sentir orgullosos.
En el Xenillet ya está todo en orden. Ellos se limpiaron las calles y las casas. Los vecinos entienden que había pueblos con necesidades más urgentes, pero les apena que una vez más nadie se ha acordado de ellos. Ellos, con Dana y sin Dana, siempre viven desamparados. Un barrio donde nadie quiere estar. Calles donde llaman la atención los contenedores desbordados de basura, los gatos a los que los vecinos les dejan comida y los BMW aparcados al lado de la acera. Dinero sucio.
Chelo, que lleva 47 años viviendo en esas mismas calles, dice que no le tiene miedo a nadie, que los conoce a todos, pero que no le gusta lo que hacen con los ‘narcopisos’ y “sus cosas”. Esta veterana del Xenillet explica que todo cambió cuando llegaron allí los vecinos que tiraron del barrio de Zorrilla para hacer la carretera que pasa por debajo del puente de Alaquàs. “Cuando vinieron aquí, la gente malvendió sus pisos y salió de aquí pitando. Los que no pudimos venderlos, nos tuvimos que quedar. Yo he criado aquí a mis cuatro hijos y han ido al colegio Juan XXIII -está justo enfrente y por encima de la valla salen las ramas de una acacia-. Ellos están igual de bien educados que cualquiera. El barrio ahora está lleno de okupas y mala gente.
Iliana no se puede aguantar y hace un inciso. “Además de la mala gente, el otro problema del barrio es que se han olvidado de la buena gente. De la carretera de la calle Valencia para abajo, se han olvidado”. Todos asienten y vuelven a atropellarse para explicar que allí nadie arregla nada, que nunca van efectivos, que nadie les avisó cuando se acercaba la tragedia por el barranco del Poio… Iliana recuerda que un día llamó a la Policía porque en el piso de al lado de su casa un hombre estaba pegándole a una mujer. “Me preguntaron si me afectaba a mí directamente, dije que no, pero que había una mujer en peligro, y la respuesta fue que era esa mujer la que tenía que llamar, que si no, no iban. Ni vino nadie. Ese es el problema, que nos han metido a todos en el mismo saco”.
La vida sigue en el Xenillet. Nadie espera nada allá en ese rincón olvidado. La buena gente sabe que solo van a salir adelante con sus duros trabajos, trabajos honrados, y evitando meterse en problemas con los delincuentes que viven en la puerta de al lado. El 29 de octubre conocieron un nuevo miedo y Lorena se queda mirando al infinito y dice: “Nunca en la vida se me va a olvidar el rugido del barranco. Porque no era agua que corría, era un rugido espantoso”.