"En la madurez hay misterio, hay confusión. Lo que más hallo en este momento es una suerte de soledad. La belleza misma del mundo visible parece derrumbarse, sí, incluso el amor. Creo que ha habido un paso en falso, un viraje equivocado, pero no sé cuándo sucedió ni tengo esperanza de encontrarlo"
VALÈNCIA. Así, con esta lucidez del dolor asumido y ya aceptado, comienza el escritor John Cheever sus diarios, unos que ocuparon cuarenta años de su vida y que se gestaron en paralelo a su fructífera obra de ficción, desplegada esencialmente en cuentos y relatos cortos. En el año 2004, la editorial Emecé publicó buena parte de estos diarios con prólogo y notas del escritor argentino Rodrigo Fresán. En la introducción a los diarios, Fresán subraya una anécdota que revelaba la importancia que el escritor de obras como La geometría del amor, Falconer, Oh, esto parece el paraíso o Bullet Park daba a la escritura diarística:
A modo de curiosidad reveladora, basta inspeccionar el programa propuesto por Cheever para sus alumnos en su breve y accidentado paso por Iowa University. Lo primero que Cheever pedía era la escritura de un diario que abarcase por lo menos una semana y en el que aparecieran registradas todas las experiencias. Sentimientos, sueños, orgasmos, ajustadas descripciones de la ropa holgada que estaba de moda y de los colores de las botellas vacías o a vaciar.
El segundo paso consistía en la escritura de un cuento y el tercero era el de redactar una carta de amor “como si se la estuviera escribiendo desde un edificio en llamas”, solicitaba el profesor Cheever. La dedicación, la constancia y la disciplina eran los tres elementos primordiales para este tipo de relatos autobiográficos. Y en ellos volcaba alguna de su prosa más distinguida para hablar de sus particulares demonios: la obsesión por convertirse en un buen escritor, sus problemas con el alcohol, sus impulsos homosexuales, la religión, la familia, sus depresiones, sus opiniones sobre otros autores como Norman Mailer, Truman Capote o Philip Roth, entre otros. Los diarios le sirven como consuelo y refugio, como recuerdo de temas familiares, como análisis de su profesión, como laboratorio en el que ensayar prácticas estilísticas, como archivo de motivaciones y anécdotas.
Cheever fue el gran defensor del cuento, de la potencia y la dignidad del relato más corto. Míticos son todos los que publicó en The New Yorker:
¿Quién lee cuentos?, uno se pregunta, y me gusta pensar que los leen hombres y mujeres en salas de espera; que los leen en viajes aéreos transcontinentales en lugar de ver películas banales y vulgares para matar el tiempo; que los leen hombres y mujeres sagaces y bien informados quienes parecen sentir que la ficción narrativa bien puede contribuir a nuestra comprensión de unos y otros y, algunas veces, del confuso mundo que nos rodea”, escribía John quien, por cierto, gustaba de trasladar algunos de sus sueños a ficciones. En algún momento de su diario confiesa que “tiene sueños de una densidad que me gustaría poder trasladar a mis ficciones.
Una de las heridas que atraviesan estos textos es la asunción de una sexualidad distinta en un tiempo inadecuado. Cheever acudió a lo largo de su vida a diferentes terapias y grupos de ayuda en instituciones mentales. Resulta curioso comprobar de qué modo en sus diarios confiesa aquello que en las reuniones no es capaz. Por ejemplo, su bisexualidad:
Durante la terapia de grupo, un joven habla sobre su bisexualidad, y todos menos yo lo acusan de embustero. Tal vez debí haber dicho que si las angustias sobre la bisexualidad son mentira, entonces soy un embustero.
Voy al psiquiatra... No he dicho claramente que tengo instintos homosexuales y que éstos son una fuente de penosa ansiedad. Creo que exagero. Ya que me ofrece tentadoramente la oportunidad de confesarme, no veo la hora de hacerlo, pero hay algo en su actitud o en el ambiente que me impide decir con claridad que a veces tengo miedo de ser maricón.
Otro de sus demonios era el alcohol. Con frecuencia se entregaba Cheever a sus encantos (si es que podían nombrarse de este modo). Se sabe que el autor escribía a máquina su diario en hojas independientes que después encuadernaba. No solía poner nunca fechas, como si todo formara parte de un único y vibrante relato vital. Cuando tras su muerte por un cáncer sus hijos encontraron los 29 cuadernos que componían su obra diarística, comprobaron lo borracho que debía estar su padre en la mayoría de ocasiones, pues gran parte de las letras estaban en lugares erróneos formando palabras imposibles. En una de sus entradas confiesa cómo en un parque de Boston llegó a suplicarle un trago de su botella de alcohol a un mendigo ebrio:
Bebo ginebra y releo algunos de mis cuentos. Existe el peligro de repetirse. Mientras paseaba por el bosque, oí a un hombre que gritaba: "¡Amor! ¡Valor! ¡Compasión! ". De pie sobre una roca, gritaba los nombres de las virtudes sin tener a nadie que lo escuchara. Debía de estar loco. El problema es que esa escena la escribí hace diez años. Oh-ho.
El alcohol y su homosexualidad fueron los grandes misterios, los grandes secretos de Cheever. Unos que no fue capaz de confesar en los grupos de ayuda a los que acudió, ni a sus amigos ni a su mujer, con la que mantenía una doble vida que le provocaba enormes insatisfacciones.
Solo al final de su vida dejó de escribir con cuidado su diario. Él mismo lo confesó: “Por primera vez en cuarenta años no he podido mantener con algo de cuidado este diario. Estoy enfermo. Este parece ser mi único mensaje”. La culpa la tenía un cáncer de riñón que acabaría devorándole. Tenía 70 años. Su última entrada acaba así: "...me arranco la ropa, la dejo amontonada en el suelo, apago la luz, y caigo en la cama".
No hay diarista al que no lo atormenten los demonios de la frustración y el fracaso. Es una constante que se repite con frecuencia inusitada: Gide, Pizarnik, Pavese, Piglia, etc... Hay, sin embargo, en los diarios de Cheever un fragmento que por sí solo valdría la publicación de una obra completa. Un fragmento que responde a una de las cuestiones más obsesivamente repetidas por los literatura: ¿Acerca de qué escribir?
Escribir bien, con pasión, con menos inhibiciones, ser más cálido, más autocrítico, reconocer el poder de la lujuria tanto como su fuerza, escribir, amar. (…) No disimular nada ni ocultar nada, escribir sobre las cosas más cercanas a nuestro dolor, a nuestra felicidad, escribir sobre mi torpeza sexual, el sufrimiento de Tántalo, la magnitud de mi desaliento –creo entreverlo en sueños–, mi desesperación. Escribir sobre los necios sufrimientos de la angustia, la renovación de nuestras fuerzas cuando aquéllos pasan; escribir sobre la penosa búsqueda del yo, amenazado por un extraño en la oficina de correo, un rostro apenas entrevisto en la ventanilla de un tren; escribir sobre los continentes y las poblaciones de nuestros sueños, sobre el amor y la muerte, el bien y el mal, el fin del mundo.