El apellido familiar está estrechamente vinculado a la historia teatral de València, pero su trayectoria profesional se ha desarrollado en Madrid. Jorge Culla volvió a casa estas Navidades con un espectáculo
VALÈNCIA.-Del teatro se recuerda a grandes damas y hombres de la escena, a algún director o a dramaturgos, pero pocas veces recordamos quién está detrás. Y no, no vayamos a los tópicos de 'entre bambalinas', sino en los despachos, en la gestión, en la cuestión técnica. Es el complejo oficio de programar en una sala o de montar un espectáculo íntegramente cuidando todos y cada uno de los detalles, el de decidir si vale la pena invertir en un producto nuevo pensando para qué público, con qué presupuesto, con qué cuerpo actoral. Decidirlo todo, en definitiva. Sobre esto, lo sabe todo el valenciano Jorge Culla Bayarri, quien en 1987 ya se movía entre los pasillos y la taquilla del Palau de la Música.
Antes, siendo muy pequeño, le rogaba a su madre —a finales de los años sesenta— que le llevara por la tarde al Teatro Ruzafa, el teatro de su familia y, durante muchos años, la sala de espectáculos más importante de València. Aquel escenario, hoy convertido en unos grandes almacenes, reunió durante más de cien años la mejor muestra de zarzuelas, varietés, revistas, sainetes y óperas con los grandes intérpretes del momento: Lina Morgan, Celia Gámez, Juanito Navarro, Queta Claver o Rafael Conde 'El Titi'. Hoy nos queda un importante archivo que conserva su historia gráfica.
Con esa infancia, con ese bagaje, nos cuenta qué es la gestión de la cultura. Desde hace más de diez años, Jorge Culla es intendente de los Teatros del Canal de la Comunidad de Madrid (más o menos nuestro Teatres de la Generalitat: espacios, producciones y programaciones diferenciadas) y no parece echar de menos estar en València. Sí, se mueve cómodo entre los pasillos del Palau de les Arts —a donde regreso en Navidad para programar The Opera Locos, premio Max a mejor espectáculo musical en 2019— pero da la sensación de que queda mucho por hacer, de que en la gestión de las artes escénicas hay que seguir trabajando para ofrecer productos diferenciados y de calidad.
— ¿Marca nacer en un entorno teatral?
— Sí, sin duda. Mi abuelo había gestionado otros espacios; la Plaza de Toros, por ejemplo, pero el más importante fue cuando se quedó él solo el Teatro Ruzafa. Y era obvio que en casa solo se hablara de teatro, de qué se iba a presentar en Navidad, qué actrices iban a estar, cuánta gente iba a hacerle falta. Cuando es mi padre quien se hace cargo del teatro, desde mi consciencia, ya veía que elegir un espectáculo, un tipo de obra, además de un coste, suponía estar pendiente de ofrecer calidad en un producto que ibas a enseñar sobre las tablas. Por eso, con esos mimbres era natural que quisiese dedicarme a estar en este mundo. Y he tocado todos los palos. Si de pequeño ayudaba a los montadores y utileros, más tarde, cuando empecé en el Palau de la Música, comencé vendiendo entradas hasta llegar a ser subdirector en 1991.
— En aquellos años, ¿cómo se programaba la cultura?
— En cuanto a la promoción y respecto a todos los instrumentos que tenemos en la actualidad, solo existía la prensa escrita, la radio y la pegada de carteles. Existía hasta el oficio del fijador, que estaba en plantilla, y se pasaba el día pegando carteles por las calles y pueblos. Por los pueblos, ojo. Mi padre los tenía muy en cuenta porque los domingos, sobre todo, venía gente de fuera de València. Además, había unas fechas fuertes que querían todas las compañías, que eran Navidades y Fallas. En aquella época, los teatros no cerraban ni en verano. De hecho, el Ruzafa solo paró cuando se cerró definitivamente. Y se programaba de manera muy estacional: los fines de semana tenía variedades, en verano, zarzuela... Al final, te das cuenta de que tampoco ha cambiado tanto, que se buscaba lo mejor según lo que el público podía ver en un momento u otro.
— ¿Cómo era su padre como empresario teatral?
— Además de preocuparse por la sala y por quien trabajaba en ella, mi padre montó, a lo largo de todos aquellos años, varias compañías diferentes para según qué género, bien porque no las había o porque necesitaba algo diferente. En aquellos últimos años, el Ruzafa era el único teatro que contaba con orquesta propia en nómina y que suponía un coste elevadísimo al final del camino. Esto hoy es impensable.
— El Ruzafa baja el telón en mayo de 1973 y lo hace con una obra en valenciano cuando no era frecuente en los teatros.
— Sí, mi padre siempre programó para todo tipo de públicos y gustos. Hay que tener en cuenta que el Teatro Ruzafa era una sala de público familiar y quien venía con el tren, en fin de semana, quería ver una comedia con la que identificarse. Aquella gente de los pueblos lo primero que veía al salir de la Estació del Nord era el Teatro Ruzafa y mi padre supo pensar en ese entretenimiento.
— El archivo del Teatro Ruzafa ha sufrido diversos avatares desde que cierra la sala.
— Es curioso porque toda aquella ingente cantidad de partituras y libretos aparece detrás de una pared del despacho de mi padre cuando iban a derribar el teatro. Son 5.000 documentos que habían quedado tapiados desde la dictadura de Miguel Primo de Rivera. Estaban en el Ruzafa antes de que mi abuelo se hiciese cargo de su gestión. El porqué estaban allí escondidos es todo un misterio. Después mi padre los tuvo almacenados en diferentes locales, hasta que allá por 1991, mis hermanos y yo firmamos con la Generalitat un acuerdo de cesión, renovamos con Alfonso Gil-Albors y en 2012 a Inmaculada Gil Lázaro, entonces directora de Teatres de la Generalitat, deja de interesarle renovar la cesión y yo me los llevo a Madrid.
— ¿Y ahora?
— Por suerte han vuelto al Centre de Documentació Escènica. Desde 2017, cuando lo retomamos con el Institut Valencià de Cultura (IVC), el acuerdo cristalizó con el retorno definitivo del legado familiar al patrimonio cultural valenciano. Hoy por hoy está siendo digitalizado para asegurar su conservación y estudio. Se trata de una gran variedad de documentos, libretos, cartelería, partituras, fotografías y material de investigación con un gran valor para la historia del teatro de la Valencia de principios de siglo.
—Y con ese gen cultural a las espaldas, ¿cómo decide seguir en la gestión teatral?
— En aquellos años no había formación, ni existían, como ahora, los másteres para especializarse. Te dedicabas a ello porque lo habías mamado desde pequeño. Empecé a trabajar con Manuel Ángel Conejero, cuando él dirigía el Palau de la Música y allí aprendí de la importancia de profesionalizar el oficio de la gestión cultural. Quise seguir formándome y marché a Madrid. De hecho, intenté matricularme en el máster de la Complutense, pero no me cogieron porque no tenía la formación requerida. El perfil que había entonces era el de director de escena, actor, dramaturgo... gente del mundo de las artes escénicas, pero desde la parte creativa, que sabía mucho más de la gestión diaria que los propios ponentes de aquel máster, pero técnicos de cultura como tal no había, ni posibilidad para ello. Pero me fui haciendo al sector. Mi aval era el Teatro Ruzafa, que lo llevaba en la sangre y era mi carta de presentación: contar que me había criado entre bambalinas, escuchando qué programar y sabiendo de las dificultades económicas que suponía esa gestión. Yo tenía claro que quería trabajar en el mundo de las artes escénicas y siempre decía que estaba en este mundillo para aprender.
— ¿Y de ahí al asentamiento casi definitivo en Madrid?
— Son oportunidades. Después de aquellos primeros años como coordinador de producción en el Palau de la Música de Valencia, estuve dos temporadas, en 1989 y 1990, como director adjunto en el Centro Dramático Nacional. Volví a València como subdirector del Palau, entre los años 1991 y 1996. Si bien, desde 1997, ya nunca he dejado de trabajar en Madrid y ahora tengo allí mi cuartel general de trabajo.
— Ser nombrado intendente de los Teatros del Canal de la Comunidad Madrid, ¿qué supuso?
— Comencé a trabajar en los Teatros del Canal incluso antes de que fueran una realidad porque se me requería para cuestiones técnicas con el arquitecto y tuve la suerte de empezar, ya en la gestión, con Albert Boadella. Él ya me decía, al igual que mi padre: «Tengo que programar para todos; yo no puedo programar solo lo que me guste». Estos teatros no pueden ser el proyecto cultural de un director artístico que está en el cargo temporalmente, sino que, como pretende la actual directora, Blanca Li, hay que hacer de todo, sin despreciar nada y trabajar para tener el teatro lleno.
— ¿Y cómo se programa la cultura para un ente de estas características?
— Hay que pensar en todo tipo de público y en ofrecer productos de muy buena calidad para que siga viniendo más gente. Puedes hacer una programación facilona, con monólogos, todo comedias, con grandes nombres, pero hay una serie de responsabilidades que tienen que tener los gestores y las administraciones públicas: se tiene que dar el apoyo necesario a la creación actual porque si no, el día de mañana, no habrá patrimonio y, por otro lado, hay que velar porque se siga programando nuestro patrimonio anterior, para que no se pierda en el olvido, para que las próximas generaciones sepan por qué es grande nuestra cultura.
— ¿Hay una fórmula secreta para dar con el gusto del público y que, al mismo tiempo, aúne calidad?
— Definitivamente, no lo sé. A veces es muy desesperante tener un producto de altísima calidad, en el cual se trabaja durante meses, invirtiendo mucho personal, tiempo, dinero y esfuerzo. Y suceden cosas tan impredecibles como que los pocos que van enloquecen y lo veneran como lo mejor del mundo, la crítica lo reverencia, pero el público, el que nos interesa, el que tiene que llenar los teatros, no entra. Y desde el equipo empezamos a pensar en qué se ha hecho mal, qué ha fallado, que si ha sido por la publicidad, por el cartel, por la comunicación... Y otras veces, sorpresivamente, se programa un espectáculo que creíamos menor, para salir del paso, o para llenar una semana que se había quedado descolgada y resulta que llenamos todos los días y que si prorrogásemos seguro que seguiríamos llenando.
— ¿Y cómo se lleva esa sensación?
— El hecho de gestionar el teatro, la danza, la lírica, supone hacerlo con lo que se tiene en el momento: recursos, normas y leyes para intentar ofrecer un producto de calidad. A veces no es sencillo. En todo lo que me embarco, tengo la máxima de que tengo que pasármelo bien. Disfrutarlo, que lo disfrute quien está dentro. Mi principal virtud es mi principal defecto y es que me gusta mi trabajo y es donde se me va mi tiempo. Para que salgan tres buenos montajes tenemos que estar manejando veinte. Y siempre disfrutando. En mi caso, si me lo paso mal, me retiro. Para que algo funcione, tienes que estar implicado al cien por cien.
— ¿En qué ha cambiado la manera de gestionar la cultura?
— Sinceramente en muy poco. Vivimos de un modelo de gestión de principios de los ochenta que no se ha tocado desde entonces. Hace falta un nuevo modelo de gestión de la cultura, no solo hablo de los teatros como espacios escénicos, sino de la cultura en mayúsculas. Hay que legislar adecuadamente creando una entidad pública, privada o mixta que sea transparente, pero no como la ley de contratos del sector público, porque esto no son carreteras. Es otra historia. Tiene que haber un modelo de gestión de la cultura en el que el poder político solo tenga que preocuparse de que el dinero que pone se gaste bien y no de cómo controlarlo. La cultura la tienen que llevar los profesionales, los gestores y la sociedad civil. Un cargo político en cultura no puede ponerse a programar con sus intereses personales y gustos.
— ¿Y cómo conjuga la cultura con la clase política?
— Excepto que sea un acto oficial, a los cargos electos no les interesa la cultura; esta pasa a estar en la cola de sus intereses. Exige casi de manera inmediata un resultado económico. Para que un sector crezca, hay que invertir y crecer. La cultura, le guste o no a la clase política, es calidad, no cantidad. Tiene que tener un precio, pero no en aras de la rentabilidad. Ha de haber ayudas o descuentos a quien realmente lo necesita. Que se pague la entrada en función de los ingresos, que la pague quien pueda pagársela y quien no pueda pagar la cultura, que el político de turno se la regale. Y al público hay que fidelizarlo, que le interese la cultura y es una cuestión de tiempo, de guiños. Hay que reinventar la gestión para conectar con un nuevo público.
— ¿Se ve cambiada València desde Madrid?
— Ha cambiado la manera de gestionar. Eso es cierto. Por suerte quedó atrás aquella manera de gestionar que recordaba a la de las Fallas: era espectacular, grandioso, carísimo, pero se quedaba en nada, no se exportaba. Como las mismas Fallas: a lo grande y para ser quemadas. En el ámbito de la música y de la lírica sí que se aprecia un salto, pero en el del teatro solo suenan algunos nombres de manera aislada y con cuentagotas.
— ¿Le llama volver a trabajar aquí?
— València es un sitio difícil. Profesionalmente me gustaría estar mucho más aquí. Si tuviera que volver, profesionalmente, lo haría cuando me vaya a jubilar, cuando me dé igual todo, cuando me dé igual lo que digan y escriban sobre mí y mi trabajo.
* Esta entrevista se publicó originalmente en el número 63 (enero 2020) de la revista Plaza
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