VALENCIA. La estilizada visión que propone para Katiuska Emilio Sagi, muy bien ayudado por Daniel Bianco (escenografía) y Pepa Ojanguren (vestuario), sitúa esta zarzuela en unas coordenadas muy distintas a la concepción tradicional. El libreto, efectivamente, se las trae y -esta vez sí- requiere cambios, a pesar de haberse escrito de nuevo, al poco del estreno (1931), todo el segundo acto. Trata del amor, tan recíproco como súbito, entre Katiuska, única superviviente de la familia imperial tras la revolución rusa, y un jefe bolchevique. Este, además de cobrar los tributos a los campesinos, deberá apresar a otro noble, el príncipe Sergio. El príncipe, a su vez, protege e Katiuska en su huída de los revolucionarios, confluyendo todo el mundo en una posada ucraniana, donde van y vienen prosoviéticos y partidarios del zar. Tampoco falta allí un comerciante catalán demandándole a un coronel de cosacos lo que le debe por un lote de medias, lote que el tal cosaco usó en su día para obtener favores femeninos, etc, etc.
En fin: Sagi hace muy bien en poner un marco dorado sobre un paisaje en ruinas y presentar la historia como un ejercicio de evasión del público de la época ante la dura realidad del día a día. El marco le permite también confeccionar diversos encuadres con los personajes y el coro, logrando sucesivas imágenes de atractiva plasticidad y en las que se juega, siempre, la carta de la delicadeza. Seguramente para contrarrestar los tremendos ripios y el humor ajado del libreto. También, según ha manifestado el propio director de escena, con la finalidad de hacer una Katiuska “cinematográfica y nostálgica” y de “plasmar aquellos años grises”. Para Sagi “Katiuska es como Hedy Lamarr o Gloria Swanson en medio de un mundo en ruinas, en el que vive una historia de amor maravillosa”. También podía venir a la mente del público, salvando distancias kilométricas en cuanto a eficacia del guión, la Ninochtka (1939), de Ernst Lubitsch con Greta Garbo, Melvyn Douglas y los papeles invertidos: la comunista convencida es ella, y él un amante de los encantos y lujos parisinos. O su remake, más tardío, La bella de Moscú (1957), con Fred Astaire y Cyd Charisse bailando la música de Cole Porter hasta dejar atónito al espectador.
La Katiuska que vimos en Valencia el jueves es una coproducción del Teatro Arriaga de Bilbao, el Campoamor de Oviedo y el Calderón de Valladolid, estrenada en 2009. Para valorar en su justa medida esta puesta en escena, basta asomarse a la red, donde todavía circulan versiones de esta misma obra con ucranianas llenas de cintas en sus tocados, ucranianos con la invariable camisa de abrochado lateral (eso sí: los comunistas de negro hasta el gorro), ellas y ellos con una uniformidad en el vestuario que emula aquellos tiempos de los “Coros y Danzas”, y todo el mundo moviéndose en escenarios de cartón piedra llenos de detalles folklóricos. Tales escenarios y tales vestuarios no ayudan, desde luego, a la supervivencia de un género cuyo costumbrismo ha acabado convirtiéndose en una losa. Tampoco la longitud excesiva de las partes habladas, que Sagi ha recortado junto a algún personaje secundario
Hay un pequeño detalle, sin embargo, que hubiera debido mantenerse, para seguir la tradición, en los pies de la protagonista: las botitas. Son importantes porque en su día dieron el nombre a las botas para agua de mujer, las llamadas “katiuskas”, precisamente en honor a la protagonista de esta zarzuela, que llevaba algo similar en el estreno. Hay más casos de préstamos nominales para el atuendo a partir de la escena. El más conocido es la denominación de “rebeca” para las chaquetas femeninas de punto, prenda que puso de moda Joan Fontaine en la película Rebecca (Alfred Hitchcock, 1940). En cualquier caso, como resulta difícil imaginarse a Gloria Swanson con algo tan rústico en los pies, el regista ideó un homenaje alternativo a las “katiuskas”, haciendo que varios pares bailaran, casi solitas, una danza ucraniana.
Es difícil que se soslaye en el libreto un cierto posicionamiento político en una obra ambientada en plena Revolución. El lugar y la fecha del estreno (Barcelona, 1931) tampoco permitía decantarse demasiado por un bando, so pena de perder a un sector del público. Así es que, en principio, parece discurrir por la calle del medio. Katiuska protesta ante su amado por las maldades de los rojos, y este le reprocha dulcemente los siglos de opresión y hambre del régimen zarista.
Ahora bien: la verdad es que el comisario Stakof dice la última palabra. Unido ello a su noble comportamiento en el final, queda como mucho más “bueno” que el príncipe Sergio, su rival en el amor y en la política. Tampoco en este aspecto la tensión dramática está bien planteada en el libreto, donde se dirime en buena medida con partes habladas. Exceptuando alguna intervención del coro y, por supuesto, el dúo de Katiuska y Pedro Somos dos barcas, donde la música ayuda a la expresión del conflicto
¿Zarzuela u opereta? Opereta la llamó el autor de la música, Pablo Sorozábal. Sin embargo, en opinión de Federico Sopeña, “aunque Katiuska se llama opereta, hay algo que está ligado con la zarzuela tradicional: el acento sobre la romanza, sobre lo emotivo”. De cualquier forma, no están claras las fronteras entre ambos géneros, o al menos no lo están en todos los casos, y este es uno de ellos. Tampoco parece que el acotamiento sea una cuestión imprescindible para el conocimiento y el disfrute de la obra. Más importante sería subrayar los valores de una música que, dentro de unas coordenadas tradicionales en el ámbito formal y armónico, revela una indudable ambición melódica, una escritura orquestal sólida y poética y, como cabe esperar de un compositor vasco, una profunda comprensión del lenguaje coral.
En cuanto al folklore, Sorozábal no se conforma con el ruso, que integra con habilidad en la orquestación sinfónica, sino que encara el folklore urbano atreviéndose con un fox-trot (A París me voy), bailado en comandita por el viajante catalán, el coronel de cosacos y Olga, la novia del posadero. Debe mencionarse que Katiuska es la primera obra que el músico vasco escribió para la escena, logrando, no obstante, un gancho considerable que sólo ensombreció la mala hechura del libreto.
LLEVÓ LA BATUTA EL VALENCIANO CRISTÓBAL SOLER, QUIEN MANEJÓ, CON GRACEJO Y SIN RECURRIR A LO FACILÓN
Llevó la batuta el valenciano Cristóbal Soler, actual director del madrileño Teatro de la Zarzuela, quien manejó, con gracejo y sin recurrir a lo más facilón, la música de inspiración popular. Procuró no tapar a los solistas, algo que no siempre consiguió, pero la responsabilidad no fue suya. También plasmó acertadamente esos serenos ambientes nocturnales que se trazan en la partitura. La orquesta y el coro de la casa, por su parte, se mostraron dúctiles a sus indicaciones, lográndose también un buen ajuste en los concertantes.
Tanto en las partes habladas como en el canto, las voces solistas siguieron la elegante línea de toda la producción. Buscaron, por tanto, más la ironía que la parodia pedestre en aquellos papeles que están adjetivados como “cómicos” : Olga (tiple cómica), Boni (tenor cómico), Tatiana (tiple cómica) y Amadeo Pich (actor cantante). Tales adjetivaciones permitían con frecuencia en la zarzuela y la opereta utilizar a artistas que cantaban bastante mal, y que solucionaban la papeleta con una comicidad casposilla. No fue este el caso en los primeros años de vida de esta zarzuela, donde, por ejemplo, el papel de Olga estuvo encarnado por voces con prestigio en el género, como las de Amparo Albiach y Enriqueta Serrano.
El pasado jueves tuvimos como Olga a Sandra Ferrández, también valenciana, con un bonito instrumento que ya ha sonado varias veces en Les Arts, y a la que sólo faltó algo más de volumen para sobreponerse a los pasajes orquestales en forte. Tatiana, la tía del posadero, un papel que parece diseñado para el humor de brocha gorda y chiste fácil, estuvo muy bien encarnada por Itxaro Mentxaca, que supo decir su parte -en gran medida, hablada- renunciando a la declamación artificiosa y, no obstante, haciéndose oír en toda la sala. Por otro lado, sin prescindir del humor necesario, no se dejó llevar hacia la astracanada. También siguieron esa línea David Rubiera (el coronel Bruno Brunovich), José Enrique Requena (Boni) y Boro Giner (Amadeo Pich).
En cuanto a los tres papeles “serios” (Katiuska, Pedro Stakof y Príncipe Sergio), huelga decir que los pentagramas correspondientes están más plagados de dificultades, tanto en el ámbito de la extensión como en el de la dinámica, proyección y cualidades de la voz. La soprano valenciana Maite Alberola cantó el rol protagonista con una anchura suficiente –la propia de una soprano lírica-, registros igualados y un timbre carnoso que le están permitiendo adentrarse en repertorios más pesados. Hubiera gustado, sin embargo, un punto más de creatividad y feeling en el fraseo. El comisario soviético Pedro Stakof estuvo encarnado por Manuel Lanza, barítono santanderino de potente caudal pero afinación insegura en la franja aguda. Javier Agulló, por su parte, también valenciano y viejo conocido en Les Arts, representó al príncipe Sergio, mostrando una voz que resultaba un punto pequeña para este papel.