VALÈNCIA. Dios no juega a los dados, decía Einstein. El azar no ocurre por casualidad, podría parafrasearse. Así que no es tan extraño que Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) y Juan Alfonso Gil Albors (1927) hayan acabado juntos. El dramaturgo alcoyano nació un año antes de la muerte del novelista. Estaban destinados a ello. Lo que les ha unido es uno de los episodios menos conocidos de la vida del autor de Cañas y barro, un suceso que marcó su vida y que le condicionó considerablemente. Y la clave de este encuentro ha sido, cómo no, un hecho fortuito.
Todo se inicia el 12 de mayo de 1894, hace 124 años y medio. Ese día, o mejor dicho, esa noche se estrenó en el desaparecido teatro Apolo de València una obra de un joven, polémico y prometedor escritor, Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928). La obra, El juez, está disponible en internet gracias a una copia de la colección Francisco Pi y Margall, donada por la familia del intelectual español en 1902 a la Biblioteca Nacional. El estreno fue un fracaso. Ese mismo día también se murió la madre de Blasco. El autor, lógicamente, no pudo asistir al estreno y tuvo noticia del fracaso horas después. Un fiasco en uno de los días más tristes de su vida. Terrible. Y más conociéndole a él. “Blasco no soportaba el fracaso; vivía para el reconocimiento”, apunta el profesor de Historia Antonio Laguna. Podía renunciar a premios por su ideología, pero el rechazo popular, del pueblo, de su pueblo, lo llevaba mal. Y el fallar, peor. “Cuando fracasaron sus colonias en Argentina estuvo deprimido durante tiempo”, recuerda Laguna.
Las circunstancias que rodearon a esta debacle son varias. En primer lugar, la propia obra. Según explica el dramaturgo valenciano Juan Alfonso Gil Albors, “es una obra muy difícil, imposible de representar”. Gil Albors como ejemplo cita el final, con un largo monólogo de cuatro páginas del personaje principal, un exceso incluso para finales del XIX; en la nueva versión, muestra, son sólo un par de frases. A ello se unió la presión de los monárquicos que, deseosos de aguarle la fiesta al escritor, le reventaron su gran noche. Si se combina con el dolor por la muerte de su madre, tan importante para él, el escenario –nunca mejor dicho– es desolador. La amargura del autor valenciano fue tal que ordenó destruir las copias impresas del drama. Según algunos autores, sólo se salvaron 25, entre ellas el ejemplar de Pi y Margall.
Cierto es que Blasco Ibáñez tuvo muchos fracasos en vida. Tantos como éxitos. Su existencia se amolda perfectamente a aquella frase que acuñaría décadas después Samuel Beckett en Rumbo a peor: “Cae, cae de nuevo, cae mejor”. Pero en este caso el fracaso teatral estuvo solapado meses después por un éxito: la puesta en marcha del diario El Pueblo. La imagen de la cabecera fue creada por un no menos prometedor pintor llamado Joaquín Sorolla (1863 -1923) en la época que pintaba obras como Trata de blancas o Y aún dicen que el pescado es caro. El diario se convirtió en una referencia e hizo que Blasco olvidara cualquier intento de ser dramaturgo. La llegada del cine, coetánea, fue la puntilla, descubrió un nuevo amor y soslayó de manera definitiva las tablas.
¿En qué cambió su vida? “En que tuvo que iniciar la aventura de El Pueblo con menos dinero del que hubiera deseado”, bromea Laguna. Porque el periodismo lo llevaba inoculado en las venas, “como toda aquella generación de republicanos”, relata el historiador. Una circunstancia que le obligó a ser él mismo quien redactara los folletines del diario, esas novelas por entregas tan del gusto de la época, ya que “no podía comprarlas”. El primer folletín que redactó para su diario se llamó Arroz y tartana. Resulta muy atractivo pensar que fue, paradójicamente, gracias a este fracaso sobre las tablas que existe el Blasco novelista, el Blasco costumbrista. Y aunque Laguna, como buen historiador, no es muy partidario de los y si… admite que el fracaso de El juez “le reorientó y concentró en su carrera política y periodística en defender a los que están oprimidos”. Le hizo ser más republicano, si cabe.
¿Habría podido tener una buena carrera como dramaturgo? ¿Tenía talento para los diálogos? Madera había. Así lo cree Juli Disla, responsable de la versión de Los cuatro jinetes del Apocalipsis que se pudo ver en el Teatro Rialto y que dirigió Inma Sancho. Cuando él afrontó la adaptación a las tablas de la novela de referencia del valenciano, dice que se encontró “unos diálogos que entraban directamente”, que encajaban en la narrativa escénica. “No era totalmente poético, pero funcionaban”, apunta. Una de sus virtudes: “Descubres a los personajes a través de sus palabras”. Pero eso no basta para ser autor teatral. Se precisa algo más. Arquitectura teatral. Artesanía.
La triste historia de El juez flotaba como una letanía en el mundo teatral valenciano. Así, Disla relata que hubo en su día “un intento de hacer algo alrededor de la obra” que no se concretó en nada. Más recientemente, Lo Rat Penat anunció una nueva representación, en este caso por el actor y director de teatro Remigi Pons, con motivo de las conmemoraciones por el Año Blasco. Pero no ha sido hasta hace unos meses que se ha producido la aproximación de la mano de Gil Albors. Volvemos al punto de partida.
El alcoyano, miembro de la Academia de las Artes Escénicas, llegó a este texto a través de su buen amigo el director José Francisco Tamarit. Ambos se conocen desde los tiempos de El tótem en la arena (1959), que Tamarit “se atrevió a estrenar” en una época en la que no se acostumbraban a montar autores españoles contemporáneos. Tamarit le habló de una obra con “un argumento muy bueno pero que no se puede representar”; y esta obra era precisamente El juez. En su domicilio particular en València, Gil Albors explica que le interesaba El juez por su “admiración y respeto hacia el autor”. Así lo expone en la introducción que firmó el pasado 29 de junio, cuando concluyó el manuscrito. Porque Blasco, pasado el tiempo, está más allá incluso de cualquier reflexión política, porque Blasco pertenece a todos. Y porque, como dice uno de los personajes de su versión de El juez, “el hombre, sus victorias, sus triunfos, sólo mueren cuando se diluyen en el olvido, cuando ya nadie queda que las puede recordar”. Y Blasco, se infiere de sus palabras, merece ser recordado por todos.
Pero no las tenía consigo. Dudaba. Mucho trabajo. Mucho que desgranar. Y así lo comentó a sus amigos en una de sus habituales tertulias en el Mercado de Colón, amigos entre los que se encuentra Germán Marco, el que fuera directivo del Valencia C. F. y gerente de la Universitat Politécnica de València y de Teatres. Todos ellos le animaron a que lo hiciera. El argumento de la obra, un drama romántico con un juez de provincias enamorado de una posible asesina, no le convencía porque estaba “mal resuelto”, explica Gil Albors. No por el argumento, sino por el cómo. Había momentos “insoportables”, dice, donde se daban cita diálogos narrativos con largas peroratas y manierismos redundantes. El monólogo final del protagonista es más un aria de ópera que un texto teatral. Gil Albors dijo no. Pero no contaba con el azar, que cambia todas las cosas. Una mañana, después de despedirse de sus amigos, uno de ellos descubrió por casualidad en un puesto del mercado un libro antiguo de Blasco Ibáñez. Le llamó. Era la versión impresa de El juez, una de las 25 copias que se salvaron de la hoguera.
Gil Albors concluyó hace unos meses la versión definitiva de su relectura de la obra. La revisión ha incluido la incorporación en el texto de la propia peripecia del primer montaje teatral del El juez. A la manera de una matriohska, teatro dentro del dentro, a lo largo de las primeras escenas confluyen el drama ficticio y el drama de Blasco y su fracaso, que es aludido por los personajes. Gil Albors les ha remitido una copia a los herederos del autor de La Barraca, quienes le han transmitido sus parabienes. Ahora sólo espera al momento en el que se concrete la vuelta a los escenarios de El juez. Y así, con la nueva versión que ha realizado el decano de los dramaturgos valencianos de este texto, se cerrará un círculo que se abrió una aciaga noche de mayo de hace más de un siglo en un teatro que ya no existe.