La novela de Paula Hawkins llega a la pantalla ‘traducida’ por la veterana guionista Erin Cressida Wilson y el director Tate Taylor, y con Emily Blunt como estrella de la función
VALENCIA. “Mira; estás siempre sin un dólar. ¿Por qué demonios no ganas algo de dinero? Cualquier cosa que escribas la puedes transformar en una película. Puedo hacer una película con lo peor que hayas escrito”. Cuando Howard Hawks le lanzó la apuesta a Ernest Hemingway, el novelista americano dudó. Tras un breve diálogo, ambos acordaron que su peor novela era Tener y no tener. A partir de los dos personajes principales, Hawks construyó una historia nueva, mucho mejor que la original. La anécdota, relatada por Joseph McBride en Hawks por Hawks, pone de manifiesto hasta qué punto Literatura y Cine son dos artes diferentes, en las que lo excelso en una no tiene por qué tener paragón en el otro, y viceversa.
El viejo adagio sostiene que es siempre mejor la novela que la película, un prejuicio que se cimenta en que el lector cuando lee crea un mundo propio que nunca coincidirá con el del director y los guionistas. Esta circunstancia, como señaló en tantas ocasiones el ínclito Carlos Pumares en su programa de radio, explica el porqué de esa falsa impresión. Y es que no todas las películas son inferiores al libro. Hay numerosos ejemplos incluso de lo contrario: bodrios infectos, éxitos literarios incomprensibles, por obra y gracia del cine adquieren una mayor prestancia con casos tan llamativos como la trilogía de novelas de Dan Brown que el artesanal Ron Howard ha llevado a la pantalla grande (El código Da Vinci -2006-, Ángeles y demonios -2009- y la reciente Inferno -2016-). Ninguna de las tres novelas le llega a los talones a su correspondiente adaptación. En todas ellas Howard aprovecha todos los recursos del cine para salvar unas narraciones planas escritas por un autor cuyo único mérito ha sido plagiar una página de El péndulo de Foucault del llorado Umberto Eco.
Clásicos universales aparte, en la relación de dependencia y parasitismo entre Literatura y Cine hay casos legendarios de brillantes adaptaciones de novelas contemporáneas, como las extraordinarias versiones coetáneas de Matar a un ruiseñor (Robert Mulligan, 1962) o A sangre fría (Richard Brooks, 1967). Algunas veces la mejora es por la libertad con la que se afronta el material de partida, como pasaba con Adaptation (Spike Jonze, 2002), en la que el guionista Charlie Kaufman reconvertía la novela El ladrón de orquídeas de Susan Orlean en un producto tan singular como genial. Otras es por su perfecta síntesis del material del que se partía como los dos clásicos antes citados, u otros como El gatopardo (Luchino Visconti, 1963), las dos primeras entregas de El Padrino (Francis Ford Coppola, 1972-1974), El nombre de la rosa (Jean-Jacques Annaud, 1986) o, por citar casos españoles, las adaptaciones de Mario Camus de La colmena (1982) y Los santos inocentes (1984) o la del valenciano Daniel Monzón de Celda 211 (2009). Y hay otras que son recordadas por saber dotar de contenido y emoción a una idea apenas esbozada en una novela corta, como Los puentes de Madison (Clint Eastwood, 1995), o en un relato, como Brokeback Mountain. En terreno vedado (Ang Lee, 2005) donde se construía toda una historia larga y densa a partir de un cuento de Annie Proulx. No sin criterio, la propia Proulx diría a raíz de esta experiencia (ya le habían adaptado antes su novela Atando cabos en una producción bastante insulsa homónima de 2001 dirigida por Lasse Hallström), que ella abogaría porque se versionaran más relatos que novelas porque eran más fáciles de trasladar a la pantalla y dejaban más libertad a los cineastas.
En su divertido volumen de memorias Mis líos con el cine John Irving describía todo el proceso de adaptación de Las normas de la casa de la sidra. La película, que fue finalmente dirigida por Hallström (especialista en esto de llevar la letra impresa a la gran pantalla), estuvo nominada a siete Oscars (incluyendo mejor película) y logró dos: guión adaptado para el propio Irving y actor secundario para Michael Caine. En algunos países como España ayudó a popularizar la novela. El libro, que como casi toda la obra de Irving había sido publicado en 1986 en nuestro país por Tusquets, ante las discretas expectativas de ventas salió al mercado con otro título: Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra. El éxito del film hizo que en las sucesivas reediciones que se ha hecho de la novela además de una foto de los protagonistas de la película se ha incluido un subtítulo, el original: Las normas de la casa de la sidra. Irving, perro viejo y resabiado, no tiene reparos en desvelar en Mis líos con el cine su pelea tozuda por mantener la integridad de su obra, tras las malas experiencias de anteriores adaptaciones. Asimismo, aporta sentencias muy atinadas, como cuando dice que la única estética literaria en el guión de cine “es la claridad”; o cuando señala que “la cinematografía puede aportar un equivalente bastante exacto del tono de una novela, pero por muy evocadora que sea la cámara de la voz narradora de un libro, el lenguaje es diferente”.
La cuestión de la adaptación se complica por circunstancias externas en las versiones de fenómenos literarios. Si entendemos por fenómeno literario a todo aquel libro que sobrepase el millón de ejemplares vendidos, cabría enmarcar a La chica del tren entre ellos por derecho propio. La novela con la que se dio a conocer Paula Hawkins ha superado los 15 millones de ejemplares vendidos en todo el mundo y el millón en lengua castellana, cifras que irán en aumento al calor de la versión cinematográfica. Al margen de cualquier otra cuestión, dando incluso por buenas las voces que han puesto en duda su calidad, cabe admitir que si a esta novela se la compara con otros fenómenos literarios recientes como la trilogía de Grey o el mentado Brown, la obra de Hawkins puede parecer hasta un hallazgo y se entiende por qué algunos críticos la han ensalzado; uno es uno y sus circunstancias, que decía Ortega y Gasset. Una más que inteligente campaña de promoción, que ha incluido un hábil uso de las redes sociales y el apoyo de popes como Stephen King vía Twitter con un tuit elogioso, han aportado más dulce a este pastel que ahora en formato cine aspira a reventar taquillas. Con un presupuesto de 45 millones de dólares, el film de Tate Taylor ya ha superado los 81 millones de recaudación en sus dos primeras semanas, por lo que será más que rentable; algo que tampoco significa mucho.
Un dinero que se obtendrá por efecto parasitario y no por méritos propios, porque si la novela era una intriga resultona, la película es un bodrio insufrible y se convierte en una de las peores adaptaciones de los últimos años, lo cual tiene siempre su mérito. Cierto es que la estructura de monólogos interiores resultaba complicada de llevar a imágenes pero en España mismo tenemos buenos ejemplos como el trabajo que hicieron los hermanos Sánchez-Cabezudo y Laura Sarmiento con la novela Crematorio del valenciano Rafael Chirbes en la serie del mismo nombre que se estrenó en 2011. A diferencia de los grandes, de Hawks que entendía a los personajes y construía sus películas desde la comprensión de los relatos, los artífices de La chica del tren han actuado como burócratas y han desperdiciado las posibilidades de la historia de Hawkins, que las había. Observando el film se lamenta la ausencia del pulso firme de un Howard que separase el grano de la paja o la sensibilidad de un Mulligan que ahondara en personajes como el de Rachel o el de la maltratada Megan, esa “maestra de la reinvención” adicta al sexo que queda reducida, no sintetizada; no hablemos ya de los personajes masculinos, poco menos que bolas de Navidad, puro adorno. Si esta película recuerda a alguna adaptación es a la que realizaron para televisión Niels Arden Oplev y Daniel Alfredson de la saga Millenium de Stieg Larsson. Ambas producciones tienen una cosa en común: impersonales y frías, se limitan a representar páginas y frases sueltas de los libros que adaptan, con intercambio injustificado de diálogos; eso en la relación entre Cine y Literatura es como echar mano del Google Translator para redactar un memorándum en otra lengua.
Paradójicamente, un análisis superficial determinaría que la adaptación es fiel hasta en las trampas, pero no es ni mucho menos una producción que siga al pie de la letra el texto. De hecho a veces parece como si la guionista y el director no se lo hubieran leído. La selección misma del reparto ha sido cuestionada por lo que supone de desvirtuar la idea original. Su protagonista, la elegante Emily Blunt, no tiene nada que ver con el arquetipo que se ofrece de Rachel en la novela, “con el rostro hinchado por la bebida y la falta de sueño”, más gruesa, más fea, más insegura de su físico, una inglesa alcohólica más próxima a las turistas desfasadas treintañeras de Benidorm que a la sutil y melancólica belleza de Blunt. Asimismo, por comodidad, los productores se han pasado por el forro de sus intimidades el hecho de que la novela esté ambientada en Londres y la han trasladado a Nueva York, en un gesto que sólo se puede calificar de soberbia ya que posiblemente hay pocas ciudades en todo el mundo como Londres que sean tan comerciales como la Gran Manzana. Se justificaba la guionista Erin Cressida Wilson (Secretary; Hombres, mujeres y niños) en que eligieron Manhattan porque La chica del tren es una película americana “y punto”. Imperialismo ramplón, y punto, que queda de manifiesto en el ridículo retrato de postales de la Gran Manzana, con momento Guastavino incluido.
Junto a estos dos cambios de consideración, más significativos que transcendentes y que hablan (mal) de los criterios de sus responsables, la guionista ha realizado una pequeña serie de variaciones sobre el texto original sin ninguna relevancia dramática y que sólo redundan en lo obvio. Ha acudido a algunos de los ardides clásicos como por ejemplo juntar personajes (en concreto dos policías que se transforman en una encarnada por Allison Janney en uno de sus peores trabajos), se han incorporado papeles secundarios sin ninguna consistencia (el de Lisa Kudrow) para explicar la trama al espectador más despistado, lo ha salpimentado con un poco de sexo (que siempre vende) y se ha acudido a situaciones tópicas (la secuencia en Alcohólicos Anónimos) como forma de vehicular algunos monólogos interiores. Las soluciones elegidas son de manual de primero de Cine (joder, hay hasta un arma de Chéjov), decisiones que evidencian sobre todo impericia a la hora manejar el argumento. Ya sea por miedo a decepcionar a los millones de fans de la novela o por pura pereza, La chica del tren película se obsesiona en no separarse de la intriga original de partida, no explora las posibilidades que le daba la novela y al final queda como una mera fotocopia mal recortada y peor grapada, sin identidad propia.
En La chica del tren película la desaparición de Megan lo es todo (por cierto, nada que ver con Perdida —David Fincher, 2014—, pero nada nada, por mucho que la hayan querido imitar en cuanto a textura y sonoridad). Los vacíos en la memoria de la protagonista como toque de suspense es algo legado de la novela y con ser un recurso eficaz, además de facilón, no es lo que se dice un dechado de originalidad. El trabajo de Blunt o el de algunos secundarios como Allison Janney se pierde en un marasmo de tópicos incorporados ad hoc, que parecen elegidos por alguien que desprecia al cine y lo considera un arte para catetos de mente limitada. El único interés está en la resolución más que en los personajes, en las sorpresas que se suceden, algunas (ya se ha dicho) muy tramposas. De ahí que a la hora de hablar de La chica del tren haya que tener cuidado con no destripar el argumento (los temidos spoiler) porque al final es un whodunit, como otros tantos, de los malos, y lo único relevante es el quién lo hizo. Si conocen a alguien que no se ha leído la novela, no se lo digan; es lo único interesante de la película.
La soledad, el maltrato, el adulterio, las adiciones, la maternidad no deseada, los infanticidios… todo esos esbozos lanzados por Hawkins se pierden y quedan soslayados, minimizados, alterados o incluso borrados. Se impone la anécdota, el MacGuffin, y el morbo más superficial con un voyeurismo de segunda que hace que cualquier invocación a Hitchcock merezca ser tildada de herejía. Así, en pos del mayor público posible se ha suavizado cualquier arista como las atormentadas alusiones al alcoholismo del personaje principal (“Una vez leí el libro de una exalcohólica en el que contaba que les había practicado una felación a dos hombres que acababa de conocer en el restaurante de una abarrotada calle de Londres. Cuando lo leí, pensé que yo no estaba tan mal. Ahí es dónde pongo el límite”), se han reducido a una secuencia las reflexiones sobre la esterilidad cuando era una de las aportaciones más interesantes del libro (“Mis amigas estaban teniendo hijos, las amigas de mis amigas estaban teniendo hijos y por todas partes había fiestas para celebrar embarazos, nacimientos o el primer aniversario de un hijo. Mi madre, nuestros amigos, los colegas del trabajo. ¿Cuándo iba a ser mi turno?”) y al final se ha apostado por la vena más telefilme. Más que una lástima, una metáfora de los vientos que soplan por Hollywood. Ante el resultado de la película, sólo cabe recomendarle a Hawkins que la próxima vez, antes de firmar un contrato con Hollywood, se lea el libro de John Irving y que después actúe en consecuencia.