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el algoritmo es el mensaje / OPINIÓN

La distopía de la vida

14/02/2022 - 

Hace una semana que Mark Zuckerberg amenazó con cortar el suministro de Meta a Europa. Unos días más tarde, el programador más famoso del mundo –siempre a través de la firma de sus vicepresidentes– desmintió el globo sonda estratégicamente diseñado. Lo cierto es que la empresa sí lo dijo: se refirió abiertamente a esa posibilidad de cara al regulador bursátil estadounidense. Sin embargo, se ¿auto?desmintió en sede europea porque, bueno, dado que los vetustos sistemas democráticos del Viejo Continente se empeñan en no permear la barra libre de datos personales que exige esta empresa a cambio de sus servicios gratuitos, quizá, quién sabe, en el futuro a lo mejor han de replantearse si ese (este) mercado merece la pena.

Pues vaya que si les merece la pena. Meta gestiona en Europa uno de sus principales caladeros. El caladero que no tiene en China ni en otros países superpoblados. La idea no debió ni alcanzarle a su departamento económico porque imagínense a sus contables tratando de cuadrar excels, de la noche a la mañana, tras privarse de 25.000 millones de facturación (que es la parte del pastel bajo el farol de la espantada). Y eso en el plazo más inmediato, porque en el corto, a ver quién maneja el caos bursátil del cerrojazo tras unos meses de caída continuada en su valor. En fin.

El globo sonda, decíamos, estuvo perfectamente planificado. Impactó en todos los medios europeos, haciendo uso de uno de los logros que las tecnológicas han conseguido en estos últimos años: que la información derivada de su industria ocupe las secciones de Sociedad y Economía, no la de Tecnología. Y desde allí se envió la alerta roja a la ciudadanía. Lejos de asustar al común de los caucásicos, mi sensación es que este extraño movimiento nos hizo soñar. Hasta el más gañán de nuestros amigos, esa prima que gestiona el grupo de Facebook del AMPA, el padre jubilado que reenvía memes por WhatsApp y hasta su influencer de desconfianza, todas, todos, pensamos por un instante en que “y si…”. Y si sí. Y si Meta cortara el suministro. Y si, de repente, hubiera que repensar Europa sin Facebook.

De repente, pam, toda una nueva generación de adolescentes sin Instagram, con una autopercepción mucho más sana desde el primer día. Un escenario de desarrollo íntimo y público fuera del escrutinio social constante –por exhibición o incomparecencia– capaz de influir durante los siguientes años de manera diferencial sobre nosotros, los Z y los milenials. Su cuerpo liberado, sus relaciones, un nuevo escenario de interacciones donde internet resulta ser algo menos pasarela de pago a la autoestima óptima. ¿Se imaginan?

Y si sí. Y si decenas de miles de empresas e instituciones se vieran obligadas a dejar de utilizar WhatsApp. Tendrían que dar salto a servicios igualmente gratuitos (como Signal), pero que no almacenan los datos de cada una de las comunicaciones (actualmente, Meta los posee con su/nuestra aprobación. Sabe lo que todas esas organizaciones hablan, sopesan, deciden). Un escenario más seguro e, incluso, más justo en lo que a libremercado se refiere. ¿Se imaginan?

Imagino huelgas de influencers patéticas; o sea, en su línea. Imagino campañas en medios tradicionales para intentar lavar la imagen y una tonelada de comercios electrónicos absolutamente perdidos. Y eso solo en el corto plazo. Imagino problemas mucho más serios, con personas que lo han invertido todo a su posicionamiento en cualquiera de estas verticales de Meta; todo apostado al número de seguidores, a la creator’s economy y, ahora, privados de su principal –cuando no, única– línea de negocio por aquello de que los gobiernos europeos no ven claro sus responsabilidades judiciales si toleran una vulneración de distintos derechos tan básicos que son comunes a los de ciudadanos tan extraños como un Sueco y un Portugués.

Más allá de la chanza de esta columna y del sueño tras el farol de Meta, la idea más importante que evidencia el amago la daba el periodista Carlos del Castillo en el podcast Un tema al día de eldiario.es. En el episodio sonaban las respuestas del ministro alemán de economía y del francés de finanzas, y ambos, en un tono relajado y conscientes de la situación expresaban lo tranquilos que habían acabado viviendo desde que abandonaron Facebook. De repente, en la vieja Europa, a través de dos señores más bien hipotecados en sus declaraciones por motivos de acting político, se evidenciaba la percepción pública de Meta: nadie teme al lobo feroz.

“Los políticos se permiten con Facebook una hostilidad rara de ver”, decía Juanlu Sánchez, anfitrión del citado podcast. Esto es. Nadie teme al lobo feroz. La acumulación de escándalos, las tensiones internas que se intuyen por su desgarro en bolsa, el movimiento de refundación en Meta (tras las Facebook Files) muestran a un todopoderoso tocado. Descalcificado, al menos. Es la paradoja Facebook: cómo una empresa tan acaudalada y omnipresente, la quintaesencia orwelliana del Gran Hermano, parece en un cuestionamiento infinito que devalúa sus posiciones. Es capaz de sugerir –con una soberbia global que daría para otro artículo– que le sobra Europa, pero como en todas sus últimas manos, todas las bazas se vuelven en su contra.

A día de hoy, un mundo sin Facebook ni Instagram tiene algo más de sueño que de pesadilla. En Melo Park siguen creyéndose imprescindibles y, para sorpresa de cada vez menos, lo cierto es que han iniciado una cuenta atrás para demostrar que todo cuanto nos ofrecían merece más la pena que la distopía de volver a nuestras vidas.

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