El mundo está cambiando y nuestros privilegios (de raza, de género o de clase) empiezan a deconstruirse. Es nuestra decisión entenderlo así y acoger la nueva realidad con los brazos abiertos, o por el contrario, resignarnos a que sea esa realidad la que acabe engullendo nuestras expectativas de seguir manteniendo el mando único del mundo en todo momento y en todo lugar. La verdad común, compartida en un mundo hiperglobalizado, ha puesto de manifiesto lo que cualquier persona oprimida ha sabido durante toda su vida: las cartas del juego están marcadas.
Así lo dicen innumerables indicadores socioeconómicos. Aquí van un par de ejemplos. El 85% de las personas trans están en paro, según la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Trans y Bisexuales. La CMNV indica que las mujeres en los puestos directivos de las empresas del Ibex 35 se cuentan con los dedos de la mano, cuatro; a diferencia de los 69 ejecutivos hombres. De un modo algo más abstracto, son también incalculables los ataques machistas, racistas u homófobos que tienen lugar diariamente en las ciudades de cualquier país europeo.
Los espacios comunes, que se presuponen democráticos para cualquier persona, deberían reflejar lo diversa y compleja que es nuestra realidad contemporánea. La ficción es uno de esos puntos de encuentro, aunque sus mecanismos industriales y mediáticos han favorecido que los libros, los films, los cuadros o la música, no sean un reflejo directo del mundo al que se dirigen.
El cine cumple en 2020 125 años de vida, y los cumple en un momento de transformación ante diversos escándalos y polémicas, que van desde la paridad en las selecciones de los festivales hasta el caso Weinstein, que revolucionó el debate público estadounidense en 2018. El contexto ha servido para que la sociedad señale que los grandes estudios no cuentan las historias que precisa la época que vivimos. Falta diversidad, personas, historias y perspectivas en nuestras pantallas.
La Academia de Hollywood, que no es conocida por ser especialmente progresista ni disruptiva, ha dado el primer paso tras el shock Me Too: a partir de 2024, para concurrir en la categoría de Mejor Película, los films deberán tener cuenta en sus equipos artísticos y técnicos una cuota de mujeres, personas racializadas, con diversidad funcional de cualquier tipo o gente del colectivo LGTB. Se trata de profesionales íntegramente capaces de su trabajo, pero que se topan con la barrera invisible de los prejuicios de los grandes directivos de la industria.
Según un estudio posterior al anuncio de la Academia, prácticamente cualquier película nominada en los últimos años lo seguiría estando con este nuevo baremo, ya que las cuotas no se aplican a todas las categorías, sino que cada producción podrá cumplirlas en algún ámbito y en otro no. El resultado será una pequeña corrección que dará a personas de colectivos oprimidos -desgraciadamente y aún en 2020- el espacio que hasta ahora no han tenido por prácticas discriminatorias.
El columnista de Valencia Plaza Javier Carrasco, publicó el pasado lunes un artículo bajo el título "Negro, cojo y gay". En él defendía que esta decisión “puritana” tendría como consecuencia “la muerte del cine como arte”, preguntándose qué pensarían sobre ello John Ford o Clint Eastwood. Al mismo tiempo, se acaba de publicar un ensayo en el que se habla de un Woody Allen perseguido por la turba feminista, que le acusa injustamente y atenta sobre su creación artística, mientras es invitado al programa de mayor audiencia de la televisión española y sus memorias no paran de reponerse en la sección de novedades de muchas librerías.
Es muy posible que a John Ford y a Clint Eastwood no le pareciera bien la enmienda a la totalidad que desde la sociedad en general, y los nuevos altavoces democráticos y horizontales de los que disponen los movimientos sociales en particular, se propone al espacio de representación de la ficción. Una enmienda que no resta, que no quita derechos, sino que suma diversidad y muestra una realidad menos sesgada. Una enmienda que da voz a aquellas personas que no la tienen y corrigen la injusticia de que tu lugar de nacimiento o el de tus antepasados, tu género, tu orientación sexual o una discapacidad o una enfermedad mental limite tus posibilidades laborales. La meritocracia aún no se puede aplicar en un mundo con unas brechas tan notorias. Es la hora de ceder espacio y dejar libre el hueco que merecen estos colectivos. Quien lo entienda como un ataque, tal vez encuentre más en sus privilegios que en sus derechos el origen de su rabia.
El cine, como siempre, seguirá haciéndose de cualquier manera, pueda una película acceder o no a los premios Oscar o a ser seleccionado en un festival. Este tipo de propuestas tienen como objetivo reconocer parte de la excelencia de una producción en su coherencia y sensibilidad con la sociedad a la que van dirigidas. No es un problema de poder y una turba inquisitoria, es un signo de empatía y humanidad.