Radiografía de los talleres de escritura (y sus periferias)
VALÈNCIA. En un ejercicio de vil sinvergonzonería periodística, empezaremos fusilando la cita de Simone de Beauvoir “No se nace mujer, se llega a serlo” y nos la llevaremos al terreno que hoy nos ocupa: ¿una nace siendo escritora o se convierte en ello? A partir de ahí, se nos amontonan las preguntas: ¿basta con tener talento innato o es necesario formarse para el oficio? ¿pueden los talleres de escritura convertirnos en (buenas) autoras?
Cargamos la mochila de abrumadoras dudas existenciales y consultamos a Kike Parra y Bárbara Blaco, responsables de la escuela Selecta (que incluye en su morral formaciones sobre poesía, proyectos narrativos o guion). Ambos recuerdan haber escuchado muchas veces la idea de que no se puede enseñar escritura creativa, “y, la verdad, es muy absurdo. ¿Se puede enseñar a tocar el violín, o a cantar? Sí, vas al conservatorio y aprendes. Lo mismo sucede con dibujar. ¿Por qué no con la técnica de la escritura? El problema es que como las palabras las usamos para todo, cualquiera cree que las domina. Y no es lo mismo la palabra hablada o utilizarla para comunicarse que hacer literatura, y esto sí que se aprende. Del talento se pueden decir muchas cosas, es verdad que se tiene o no se tiene, pero sirve de algo cuando, además, se trabaja. Para escribir bien hay que escribir (mucho) y leer sin parar”.
Al aparato Eva Monzón, docente del aula que Fuentetaja Literaria tiene ubicada en la librería Railowsky de València. El talento es la madre del cordero, pero no resulta suficiente: “si no se trabaja, si no se escriben mil folios para conseguir uno decente, no funciona. Puedes tener talento y no usarlo. Todo se aprende, todo se puede mejorar, cuando más se sepa de las técnicas de un arte, mejor se hará”. Aprender a escribir consiste, pues, en tener “la pasión necesaria que eso requiere; aprender a no frustrarte, a borrar mucho -que es realmente en lo que consiste escribir-, a leer más aún, a ir puliendo tus relatos, tu estilo, a darte tiempo. Creo que el talento es eso, la capacidad de no tirar la toalla. Yo ayudo a que no la tiren”.
Seguimos con la batería de interrogantes, pero ahora nos vamos al origen, al detonante: ¿por qué alguien se levanta un martes, se prepara un café y siente la arrolladora pulsión de apuntarse a uno de estos talleres? “Mi relación con la escritura parte de la adolescencia. Descubrí que me gustaba mucho y empecé a escribir con cierta regularidad. Después, por diversas cuestiones, lo fui dejando. El año pasado volví a hacerlo El hecho de asistir a cursos de escritura se ha convertido en una especie de excusa que me ha facilitado reconectar con esta actividad”, señala Sandra Stranger, creadora de la newsletter Barraca lab.
Entre las formaciones en las que ha participado destaca el curso sobre la mirada poética de Hogarladeriva, un intensivo de siete días en los que “te van guiando a través de ejercicios y materiales audiovisuales. Estoy más alejada de la poesía que de la narrativa. En este curso aprendí a desmitificar la poesía, a traerla a mi vida para nombrar lo cotidiano (o al menos intentarlo)”. También recuerda la masterclass de Espido Freire que recibió al quedar finalista del certamen Artilugio: “Espido es listísima. En la clase nos explicó los elementos para contar una buena historia. Me ayudó mucho a la hora de estructurar mis escritos. Después teníamos que aplicar lo aprendido a uno de nuestros relatos”.
A juntar letras con entusiasmo se llega, entre otras cosas, leyendo como si lo fueran a prohibir. “La mayoría de nuestro público es femenino y suelen ser grandes lectoras. Esa inquietud por la lectura les acaba llevando a la escritura”, relata José Luis Rodríguez-Núñez, director general de Bibliocafé, donde imparte los cursos de iniciación a la escritura creativa. Lourdes Vicente Bertolín cumple casi a rajatabla con ese perfil. En 2017 se apuntó al Laboratorio de Creación Poética de David Trashumante en Bibliocafé: “siempre he tenido atracción hacia la escritura y decidí aventurarme con un taller de creación poética. Seguí un impulso vital. Si empiezas de cero, como fue mi caso, el acompañamiento de alguien que tiene más camino recorrido te aporta visión y herramientas para encontrar tu propia voz poética”. Una experiencia similar a la de Andreu Gómez Furió, alumno de Selecta. Allí ha asistido a un curso de narrativa, otro de novela y a un par de talleres con las autoras Almudena Sánchez y con Sabina Urraca. Siempre le había gustado leer y escribir, pero, al no tener formación en este aspecto (estudió Artes Gráficas), sentía que era “un mundo al que no pertenecía o no al que no tenía derecho a entrar. Conocer Selecta prendió en mí la sospecha de que ahí podría encontrar un universo que también podía ser el mío. Tenía muchas ganas de aprender a escribir con gente que tuviera criterio y que me pudiera enseñar a mí a tenerlo”, explica.
De acuerdo, una se apunta a un curso de escritura creativa, se compra una libreta chulísima y se planta en clase cargada de anhelitos. ¿Y entonces qué sucede? “Son talleres muy prácticos: a escribir solo se aprende escribiendo. Hay ciertos componentes de teoría para conocer diferentes herramientas, pero sobre todo trabajamos con las creaciones del alumnado. Todas las semanas realizan ejercicios, traen los proyectos en los que están trabajando… El objetivo es, por un lado, consolidar su conocimiento de las técnicas de escritura y, por otro, que puedan desarrollar su estilo propio. Escribir implica una alta dosis de autodisciplina y tiempo”, afirma el director de Bibliocafé, cuyo catálogo ofrece, entre otros, cursos de microcuentos o literatura fantástica.
Para Gómez Furió el aspecto más satisfactorio de estos encuentros es poder leer libros “como El viejo y el mar con docentes que además son escritores y que te guían para entender cuál es el propósito de la obra, qué preguntas y señuelos te lanza, qué hace que un primer párrafo de una novela te enganche… Yo no podría haber llegado a desglosar todas esas claves por mi cuenta. Descubriendo cómo lo hacen otros creadores, consigues recursos para generar tus propios textos”. Entre los asuntos que componen estas sesiones encontramos ingredientes como los diálogos entre personajes, la estructura de inicios y finales o la importancia de mantener la tensión narrativa. Andreu también destaca que en esta peripecia ha aprendido a “hacerse entender” como autor: “muchas veces tenemos nuestro contexto y escribimos desde él, pero algo que para ti es divertidísimo, quizás lo lee otra persona y no conecta porque no conoce tus referencias. Es imprescindible saber introducir a los lectores en un marco. Tener que escribir cada semana para otros me ha enseñado a no ser críptico. Bárbara Blasco nos dijo en clase que ella tiene dos escritoras: una que escribe y una que desescribe; me gustó muchísimo, porque hacía alusión a que nos encanta dejarnos ir al escribir, pero hay que saber recoger, retener y pensar en el lector”.
Cualquiera que haya dedicado unos minutos a juntar letras antes un folio en blanco sabe del vértigo que supone lanzarlo al mundo exterior. Escalofríos, terror, llantos y crujir de dientes. Mostrar las propias creaciones implica, en cierta medida, desnudarse creativamente ante el otro, exponerse a las críticas ajenas. Y a los elogios. “Compartir tus palabras con otros disciplina el ego. Has de escuchar al otro de manera activa, es un buen ejercicio para gestionar el desapego hacia tu obra y coger más distancia. Dar retroalimentación adecuada es complicado, hay que tener visión y la habilidad de hacerlo de la manera correcta. No siempre estamos preparados, pero el ejercicio en sí mismo es ya un buen aprendizaje”, señala Lourdes, que acaba de publicar su primer poemario, La Intemperie (Huerga y Fierro).
La escritura suele ser una actividad atravesada por la soledad, así que resulta “muy emocionante compartir con mis compañeros aquello en lo que he estado enfrascado. Es como una recompensa. Me siento en un espacio radicalmente seguro, en el que se respira curiosidad por escuchar al resto e intentar comprenderles. A veces emitimos críticas hacia los textos de los demás, pero sin juzgar, desde la humildad, la honestidad y el cariño”, resalta Gómez Furió. Precisamente por las lides de la crítica constructiva se mueve José Luis Rodríguez-Núñez, quien defiende que cuando uno acude a un taller de este tipo debe estar dispuesto “a arriesgarse y saber que lo que está escribiendo no es un ejercicio de autocomplacencia, sino que va a mostrar su obra a otros lectores que lo van a poder analizar y comentar, siempre desde una perspectiva que aporte y no destruya, por supuesto. La gente al principio se pone más nerviosa, pero poco a poco, y gracias a la labor de los profesores, van viendo como algo natural el compartir sus piezas con otros”.
Cthulhu nos libre del afán utilitarista, pero queremos saber para qué sirven estos cursos y para qué no. O, dicho de otro modo, cuáles son sus límites, qué podemos esperar de ellos y a qué no pueden darnos respuesta. A este respecto, Monzón advierte de que estos encuentros no resultarán de mucho provecho a quienes crean que “por el mero hecho de asistir, serán capaces de escribir una novela en una semana”. En el caso de Sandra, estos talleres funcionan como una oportunidad para tomar acción frente a las inercias y rutinas cotidianas: “normalmente escribo cuando puedo (cuando la vida capitalista no me agota), pero si me apunto a un curso, suelo comprometerme más con ello. Las formaciones son herramientas que voy guardando con sumo cuidado. El cómo utilizarlas y encontrar tu voz propia ya depende de cada una”.
Turno para Parra y Blasco, quienes, ubicados en la columna de los noes, nos cuentan que estas formaciones permiten conocernos a nosotros mismos, “pero no sustituyen al terapeuta, por ejemplo”. Eso sí, defienden que juntar primorosamente palabras “le viene bien a todo el mundo”, independientemente de la finalidad con la que lo hagan.
¡Escribamos, escribamos, que el mundo se acaba!
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