La esperanza puede depositarse en los sitios más sorprendentes. Dino Buzzati es el autor de una novela, El desierto de los tártaros, que retrata lo enfermiza que la esperanza puede llegar cuando difumina en exceso los limites de la realidad. En ella, un joven oficial del ejército es destinado a una fortaleza fronteriza, en la cual, según cree, le aguarda cierta gloria, o si no gloria, sí una valiosa experiencia para acelerar su carrera. Lo que encuentra, sin embargo, es un lugar extraño dispuesto para vigilar la nada, en el que decenas de hombres cumplen con disciplina militar los rituales propios de su cometido, mantenerse alerta ante la posible invasión de un posible enemigo que nunca llega, al que jamás han visto, y que podría no existir. Frente a la fortaleza se extiende un desierto misterioso, casi mitológico, del que se cuentan historias enigmáticas que nadie puede corroborar. En un principio, el protagonista de esta historia de Buzzati se convence de lo fútil de semejante misión, pero poco a poco la fortaleza y sus habitantes comienzan a ejercer un poderoso influjo en él, inoculándole el veneno de la esperanza en un ataque que tiene que sobrevenir, que solo ellos podrán repeler, y que dará sentido por fin a su guardia, además de otorgarles gloria y reconocimiento. Este embrujo transforma los plazos, en un tiempo elástico que se deforma haciendo de los días, años, y de las semanas, lustros, solo que en lugar de por efecto de la gravedad, por acción de la esperanza. “Era una tarde de octubre de tiempo inseguro, con manchas de luz rojiza diseminadas aquí y allá sobre la tierra, reflejadas de no se sabía dónde, y progresivamente tragadas por el crepúsculo de color plomo. Como de ordinario, con la puesta del sol entraba en el ánimo de Drogo una especie de poética animación. Era la hora de las esperanzas. Y él volvía a meditar sobre las heroicas fantasías tantas veces construidas en los largos turnos de guardia y perfeccionadas cada día con nuevos detalles. En general pensaba en una desesperada batalla entablada por él, con muy pocos hombres, contra innumerables fuerzas enemigas; como si esa noche el Reducto Nuevo hubiera sido sitiado por millares de tártaros.
Él resistía durante días y días, casi todos sus compañeros morían o resultaban heridos; un proyectil le había alcanzado también a él, una herida grave, pero no del todo, que le permitía seguir todavía al mando. Y he aquí que los cartuchos están a punto de acabarse, él intenta una salida a la cabeza de los últimos hombres, una venda rodea su frente; y entonces por fin llegan los refuerzos, el enemigo se desbanda y emprende la huida, él cae agotado, estrechando el sable ensangrentado. Pero alguien lo llama: «Teniente Drogo, teniente Drogo», llama, lo sacude para reanimarlo. Y él, Drogo, abre lentamente los ojos: el rey, el rey en persona está inclinado sobre él y le llama valiente”. La esperanza es un mecanismo de defensa que ha permitido al ser humano, el único animal consciente de su propia caducidad (un desastre de la evolución que nos ha convertido en seres trágicos con tendencia a la depresión, lógicamente), ser capaz de dejar a un lado la idea de que la vida, en cierto sentido, es una broma cósmica. Sin esperanza no nos levantaríamos de la cama, ¿para qué? La esperanza, como en El desierto de los tártaros, da sentido a lo que hacemos, sea lo que sea: trabajar, relacionarnos, tener hijos o pedir un préstamo. La gente que señala la inutilidad de vigilar día y noche un desierto vacío es rechazada por constituir una amenaza: su visión realista es lúgubre y paralizante, un peligro real e infeccioso que no se puede tolerar. Realista es sinónimo de pesimista, y un pesimista es un paria. La legión vitalista requiere esperanza para no perder de vista la llegada inminente de los tártaros.