No eran raros, eran diferentes. Gracias a Alaska y La bola de cristal, The Munsters se convirtieron en un fenómeno en la España de los 80
VALÈNCIA.-El padre era como el hermano gemelo y algo tontorrón de Frankenstein. La madre se parecía mucho a la novia de este, aunque esta desechó el cardado de su antecesora y optó por la melena. El abuelo podría haber sido primo hermano del Conde Drácula. El hijo, sin embargo, tenía pinta de ser un pequeño hombre lobo. Y para terminar, la hija era la típica adolescente rubia y sana, 100% norteamericana, sin rastro alguno de monstruosidad en su ser. De hecho, un primer episodio —nunca emitido— de La familia Monster (The Munsters) comenzaba con Marilyn llevando a casa a un novio que sale por piernas en cuanto ve la pinta que se gasta su suegro. Así era el día a día del clan sobrenatural más popular de la televisión americana.
Un seguidor de La familia Addams dirá, sin lugar a dudas, que no es cierto, que los Addams fueron los reyes. Y es verdad, pero en España su serie apenas tuvo impacto. La familia Monster en cambio triunfó en la TVE durante los sesenta y volvió a hacerlo en los ochenta cuando La bola de cristal repescó la serie e hizo que formara parte de sus emociones.
Que el emblemático programa infantil recurriera a los habitantes del número 43 de Mockingbird Lane tenía su lógica. Era un programa de duendes y brujas y su presentadora, Alaska, era fan de la serie, hasta el punto de que la portada del primer y único álbum de Alaska y los Pegamoides, Grandes éxitos, iba a ser una foto de los Munster. Como le negaron el permiso, los miembros del grupo recrearon la imagen a su manera. Un claro indicio de la popularidad de la serie en España, algo que no obtuvo en su país de origen.
Aunque se estrenaron la misma semana de septiembre de 1964, los Munster fueron vistos como una mera copia creada para hacerle la competencia a los Addams. Estos tenían a su favor el hecho de ser la adaptación televisiva de la tira cómica que Charles Addams llevaba décadas publicando en The New Yorker. El humor de Gómez y Morticia era retorcido y tremendamente inteligente. Herman y Lily Munster eran bastante más ramplones, a pesar de toques maestros como aquel reloj de cuco que en realidad era un cuervo que citaba a Poe al graznar. Con el tiempo su ingenuidad acabó formando parte del encanto que los encumbró como referente pop.
Una de las grandes bazas de La familia Monster era el abuelo. Como el resto de personajes, el interpretado por Al Lewis tenía una gran deuda con el terror clásico de los estudios Universal. El abuelo era alumno de Bela Lugosi de la misma manera que Herman lo era de Boris Karloff. La deuda no era solamente estética. Lewis, que se pasaba los capítulos encerrado en el sótano —no en vano, era miembro de la Sociedad de Científicos Locos— haciendo experimentos, heredó su laboratorio del atrezo de la película El doctor Frankenstein (James Whale, 1931), creado por Kenneth Strickfadden. Por supuesto, la serie se rodaba en blanco y negro —aunque el piloto antes mencionado era en color—, no tanto como un guiño a esas referencias cinematográficas sino para ahorrar.
Gracias a sus comentarios y observaciones, el abuelo vampiro era el que se apoderaba de todas las escenas en las que salía. Hasta tenía coche propio, el Drag-u-la (juego de palabras entre drag, que es como se denomina a los coches de carreras, y Drácula), un vehículo con el motor al aire a lo Ford Mustang y carrocería en forma de ataúd. Hasta en eso superaba a sus parientes, que también tenían coche propio, una siniestra versión del Ford T adaptada a las necesidades mortuorias del clan. Mucho después, Lewis abrió Bella Gente, un restaurante que se hizo muy popular en el neoyorquino Greenwich Village y que usaba su imagen en la serie como reclamo.
Para el papel de Herman Munster se pensó en un principio en John Carradine, padre de David y Keith. Finalmente se hizo con él Fred Gwynne, viejo conocido de los telespectadores norteamericanos, que alcanzó la gloria al encarnar al cabeza de familia de los Monster. Decir que Gwynne se ganó su sueldo en la serie con el sudor de su frente no es una frase hecha. El maquillaje que le aplicaban y la ropa que tenía que vestir para transformarse en Herman producían un calor sofocante. En los descansos le colocaban ventiladores para refrescarlo y evitar así que el maquillaje empezara a correrse a causa del sudor. En cuanto a su esposa, Lily, tuvo el honor de ser interpretada por Yvonne de Carlo, una de las reinas del cine de los años cuarenta y cincuenta. La familia Monster llegó en el momento en el que su carrera cinematográfica comenzaba a decaer y le ofreció, a los 42 años, una nueva oportunidad comercial. No debió hacerle ninguna gracia el hecho de que Al Lewis, su padre en la serie, fuese un año más joven que ella.
Hoy los Monster serían vistos como una feliz representación de la diversidad. Una familia salida de la Transilvania profunda y trasplantada a los felices suburbios de Estados Unidos. Un clan en el que cada miembro es diferente al otro y donde la normalidad —encarnada por la hija Marilyn— se convierte en rareza y, sin embargo, es aceptada por el resto con toda naturalidad. Incluso hay quien dice que, por su amaneramiento, Herman fue el primer icono gay de la televisión. De lo que no escaparon fue de las consecuencias del éxito.
La familia Monster se hizo tan popular que llegaron a anunciar cereales para el desayuno y tuvieron su propia gama de juguetes —una réplica del coche y, sobre todo, aquella hucha, llamada la Banca Munster, en la que una mano de plástico introducía las monedas en un siniestro cofre negro—, y una película para la gran pantalla —La herencia de los Monsters (Munster Go Home, Earl Bellamy, 1966)— e incluso una serie de dibujos animados. Y, cómo no, una víctima. Butch Patrick, el niño que interpretaba a Eddie, siempre con su muñeco del hombre lobo en la mano, no soportó la presión de la fama y acabó en una clínica de desintoxicación. Un detalle que hermana de nuevo a la serie con sus contrincantes, ya que Lisa Loring, la actriz que encarnó a Miércoles Addams, corrió la misma suerte.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 57 de la revista Plaza