El callejero

La guardiana de Ruzafa

Victoria, una rumana de 77 años, lleva una década dando los buenos días a los vecinos mientras toca su acordeón en la calle

1/03/2020 - 

VALÈNCIA. Suena el respiro armónico de un viejo acordeón en medio de la calle. Algunas notas salen disparadas y caen como una propina menor sobre los oídos de los peatones apresurados. Todo el mundo parece llegar tarde a alguna parte. Muy pocos contestan a esa voz que les dispara desde un metro del suelo un cordial “buenas tardes” por la tarde y “buenos días” por la mañana. Salvo los que ya conocen a Victoria, la guardiana de Ruzafa, la mujer que parece custodiar la entrada al barrio armada con su viejo Hohner nacarado.

El trono de Victoria es una humilde silla de tijera sobre la que coloca un almohadón para acolchar las largas horas que pasa a la intemperie ganándose el jornal. Siempre se sienta en el mismo lugar: en el chaflán que une la Gran Vía Germanías con la calle Ruzafa. Allí lleva cerca de diez años saludando amablemente a los transeúntes. Y allí, sonrisa va, saludo viene, se ha ganado el cariño de los vecinos. Se les distingue porque son los que devuelven el saludo con una sonrisa, con un gesto de afecto, con una moneda que colocan discretamente en la mano de Victoria. No son unas manos cualquiera. Son unas manos llenas de surcos sobre los que parece posible el milagro de pasarles una aguja y que empiece a sonar un antiguo disco de vinilo de Gardel.

Victoria tiene 77 años y ya hace diez que dejó Bucarest para instalarse en Valencia. Tres años antes había llegado, para inspeccionar el terreno, Dimitri, su marido, un año menor. Él es otro de los rostros conocidos de la calle, por donde le gusta pasear haciendo sonar su violín. A veces se queda fijo en el pasaje del Doctor Serra mientras su mujer, no muy lejos de allí, ameniza las mañanas y las tardes con su acordeón blanco.

Dimitri aterrizó hace trece años en Valencia en busca de un futuro mejor que el que se oteaba en Rumanía. O, quizá, simplemente vino en busca de un futuro. El que fuera. El matrimonio tiene cinco hijos y diez nietos. Todos ellos siguen en Bucarest, malviviendo con lo que tienen. Cómo tiene que ser su situación que Victoria y Dimitri consiguen separar una pequeña cantidad de dinero que les envían periódicamente para que puedan subsistir.

Lo suyo es puro equilibrismo económico. El dinero que logran reunir de pasar el día en la calle les da para vivir y para aliviar las penurias de sus hijos. Pero Victoria cuenta todo eso con una sonrisa tierna. No parece disgustada con la suerte que le ha tocado. Quizá porque vive plácidamente acunada en una clave de sol. Porque toda su existencia, de niña, de mayor, ha sonado como una linda melodía. Porque creció escuchando el violín de su padre y el acordeón de su madre. Y porque las alegrías que no le ha dado la vida se las ha proporcionado ella achuchando el acordeón, que se contrae y se expande para llenar de música la entrada más concurrida de Ruzafa, la que desemboca en el mercado, el corazón del barrio, y en la antiquísima parroquia de San Valero.

Es imposible mantener una conversación fluida con Victoria. Su castellano es limitado y cada dos por tres se acerca alguien a saludarla y a dejarle una limosna. Ella corta la charla, sonríe y, mirando a los ojos de su benefactor, le chilla: “Salud, adiós, gracias”. Entonces se guarda el dinerito en un bolsillo y reemprende la comunicación.

Victoria calza unos zapatos negros, bien lustrosos, con apenas dos dedos de tacón. Viste un pantalón con el principio de los camales enrollados, un jersey de cuello vuelto y, encima, un chaleco azul de forro polar con propaganda. A su lado, un carrito de la compra con sus cosas. Porque Victoria sale por la mañana y ya no vuelve hasta la tarde-noche. Llega a su esquina a las diez y regresa pasadas las seis y media. A la hora de comer, hace un parón y se reúne con su esposo en el paseo central de la Gran Vía Marqués del Turia. Cuando acaban, vuelta al tajo.

Cuando se acerca la noche es el momento de recoger los trastos, esconder la silla detrás de un seto -para ahorrarse el transporte cada día- y vuelta a casa. Casa es el nombre de la habitación que tienen alquilada por 200 euros en un piso al principio de la calle Filipinas. En Ruzafa, claro. En los confines del barrio se apañan con un dormitorio donde agolpan sus escasas pertenencias. Su vida son sus instrumentos, algo de ropa y comida, y poco más. Parece poco y aún así fueron víctimas, en su anterior hogar, de unos compatriotas que les quitaron todo lo que tenían. Robarle a un pobre. Una vida sin algodones.

En casa encienden la tele y cuando suena una música que les gusta, se lanzan a por sus instrumentos para ponerse a tocar. Vivir del arte. En lo espiritual y en lo material. Porque las jornadas sentada en ese chaflán de Ruzafa, bajo la cristalera de una sucursal bancaria, de esas que cada vez se parecen más a un garito y menos a un banco, llenan el bolsillo. “Yo me saco 20 o 25 euros todos los días”, asegura, siempre sonriente, Victoria, que no deja de saludar a unos y a otros.

Se la ve feliz. “Yo tengo un buen recuerdo de mi infancia. Mis padres tocaban varios instrumentos, como los padres de mi marido. Ahora mis hijos no tienen trabajo y yo les envío dinero siempre que puedo”, repasa este mujer rumana que desvela que el motivo por el que eligieron España en busca de un futuro “fue porque son dos idiomas que se parecen mucho al hablar. Aquí estoy muy a gusto. La gente es buena y se porta muy bien conmigo. Los que me conocen desde hace años, me ayudan con lo que pueden: diez céntimos, veinte céntimos... Es suficiente para mí porque yo no bebo, no fumo, no tengo vicios... Y aún me da para enviarle algo a mis hijos y mis nietos”. El mayor ya tiene 25 años. El pequeño aún no ha cumplido los tres.

Mientras habla y habla, van cayendo monedas, saludos, besos al aire. “Adiós, Victoria, guapa”. Y ella responde, al instante. “Adiós, salud, gracias”. Un hombre pasa y la saluda en italiano: “Buona sera, signorina”. Y ella se ríe. Otro hombre levanta la manos cuando pasa por su lado y luego se queda en la esquina, al lado del semáforo, haciéndose el distraído. En realidad está al acecho, estudiando por los gestos, por las palabras sueltas que le llegan, quién es ese desconocido que lleva un buen rato hablando con Victoria. La cuidan a distancia.

De repente suena un teléfono y Victoria saca del carrito de la compra un Alcatel blanco del año de la polca. Habla en rumano. Una conversación breve. Luego vuelve al lío. “Yo no cambio este sitio. Llevo aquí diez años y ya me conoce todo el mundo y me dan dinero. A mí no me gusta pedir, ni ser pesado como otros rumanos que no paran de acosar a la gente. ‘Dame, dame, dame’. Yo solo doy los buenos días y toco mi acordeón”. Tú me das dinero, yo te doy música. Un trato justo.

Su ‘trabajo’ le da lo suficiente para vivir. Sin alardes. El médico ya le ha dicho a su marido que debe operarse de cataratas. De vez en cuando le pinchan en los ojos. Pero ni Dimitri, que es diabético, ni ella pueden costearse una intervención. Por eso, quizá, recuerda que lleva demasiado tiempo con su Hohner en reposo. Dice que tiene que volver a tocar. Agarra el acordeón y empieza a mover los dedos. La música vuelve a amenizar la entrada a Ruzafa. “Buenas tardes, Victoria”. “Adiós, salud, gracias”.

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