Paiporta sigue noqueada. Algunos negocios empiezan a estar limpios. Unos pocos han abierto. Pero la mayoría siguen vapuleados por el agua, con las persianas retorcidas y las paredes sucias. En un pico de una de esas persianas, alguien ha colgado un cartelito de Feliz Navidad. La gente hace cola para comer en el enorme auditorio, que tiene alguna cristalera arrancada de cuajo, y en algunas plantas bajas se ofrece comida y artículos necesarios para salir adelante. Por unas calles y por otras, bomberos, militares, excavadoras… Ya todo el mundo tiene un par de botas de agua. Y son necesarias: aún queda lodo por retirar y muchos garajes anegados. Unos niños juegan felices en una guardería inventada en lo que antes era el local de una autoescuela. Una chica y varias estudiantes de Magisterio se han ofrecido a entretenerlos hasta que reabran los colegios. En Paiporta la gente es amable, pero le cuesta sonreír. Cómo no le va a costar. Muchos tienen la mirada perdida y hiere imaginarse en qué pueden estar pensando. Manik tampoco sonríe, solo actúa como un autómata mientras saca cajas llenas de frutas y verduras de las que la gente se sirve y se va casi sin mediar palabra.
Él y un par de jóvenes con turbantes van ordenándolo todo a media mañana. Son de la comunidad sij, que cuenta con 30 millones de adeptos en todo el mundo. El sijismo hunde sus raíces fundamentalmente en la India, Pakistán y Reino Unido. Pero también en España y València. En la calle, a la entrada de la planta baja, cuelga una bandera naranja con una punta negra. Y en las modestas paredes de dentro hay un par de fotos de unos políticos sij. Uno de ellos sujeta, en alto, el Kirpan, una espada curva. Manik Sigh no habla mucho del sijismo, pero sí deja claro que su religión, monoteísta, obliga a todos sus feligreses a prestar ayuda al que la necesita. Por eso Manik y sus dos compañeros, Jagmeet y Nirmal, llevan cerca de un mes regalando frutas y verduras a los vecinos de Paiporta que tienen la despensa vacía.
Lo curioso del caso, y que pone en evidencia la firmeza de la fe de Manik, es que este hombre de 39 años, casado y padre de un niño, lleva varias semanas prestando ayuda cuando él también la necesita. Porque la historia de este indio es desoladora. Manik, después de doce años en España, llevaba varias semanas poniendo a punto una frutería. El día 29 bajó la persiana porque ya la tenía lista. Al día siguiente, el 30 de octubre, la iba a inaugurar en Paiporta.
No hubo inauguración, solo desolación.
A Manik le volaron en una noche los 37.000 euros que había invertido en su frutería. No llegó a vender ni una pera. La víspera vio cómo empezaba a entrar el agua. La riada les sorprendió cuando estaba con sus primos colocando los precios de cada producto. Lo tenían todo a punto. Un negocio logrado con el esfuerzo de muchos años, años sin vacaciones, sin viajar a la India, sin ver a su familia. “El agua empezó a entrar a las 18:20 horas; lo sé por lo vídeos que grabé. Cuando ya nos llegaba por encima de los tobillos, cerramos y nos salimos”.
Manik y sus primos se subieron rápidamente a la furgoneta que tenían aparcada justo enfrente de la frutería. Arrancaron y salieron en busca de un lugar seguro. “Nos subimos por donde pasa el metro, en un puente que cruza a Picanya. El tráfico ya estaba bloqueado, y yo y mis amigos nos subimos al puente con la furgoneta. Pasamos la noche entera ahí arriba. A la una ya pasó el agua y bajó el nivel. Pero antes, en apenas media hora, había alcanzado los tres metros de altura. Nosotros mirábamos asustados cómo subía el agua. Se fue la luz y no se veía nada. Solo se escuchaba a la gente gritar y el ruido horroroso del agua. Había mucha gente que intentó salvar su coche saliendo al campo y se los llevó el agua. Veías a la gente gritando dentro de los coches”.
Se le ensombrece la mirada. Como a tanta otra gente en Paiporta. Y en la vecina Picanya. Y en Benetússer, un poco más allá. Y en Alfafar. Y en tantos y tantos otros lugares barridos por el agua. Manik pudo avisar a su mujer justo antes de perder la cobertura. Le dijo que estaba en el puente, a salvo. Pasaron la noche en vela. Intentando adivinar qué había debajo del puente y más allá. Cuando amaneció, el paisaje era desolador. “Me quedé sin palabras. Todo el mundo estaba llorando”. Los indios bajaron del puente y entraron en Paiporta. No podían creerse el escenario dantesco que se encontraron. Todo estaba lleno de barro, coches apilados y destrucción. “Nadie podía esperarse algo así. Nadie nos avisó…”.
Por la noche pasaron mucho miedo viendo pasar los coches y escuchando los gritos de ayuda de la gente que iba dentro, a la deriva. Manik tampoco se cree la cifra de muertos. Lo que vio y escuchó esa noche no le cuadra con los datos oficiales. Al día siguiente intentó buscar un camino de regreso a València, donde vive con su mujer, Veerpal, y su hijo, el pequeño Manveer, un nombre que ensambla las primeras letras del de sus padres. Era imposible salir de Paiporta y allí no llegaba nadie a ayudar. Así que pasó una segunda noche en el pueblo. No pudo regresar a València hasta el tercer día, el 1 de noviembre. Antes tuvo tiempo de ver a gente que estaba atrapada en la planta baja porque delante de la puerta tenía una torre de coches bloqueando la salida.
Ya en València, Manik, que lleva el apellido de los sij, Singh, le comunicó a la comunidad sij en España lo que había sucedido. Todos entendieron que tenían que cumplir una de las premisas de su religión: ayudar al que lo necesita. Dos días después, Manik volvía caminando a Paiporta con alimentos, material de limpieza y otros objetos útiles. “Nos lo obliga nuestra religión. Pero no solo aquí. En cualquier sitio. En todas las iglesias sij nadie pregunta al que entra en busca de ayuda. Nosotros, en Amritsar, en Punyab, tenemos Golden Temple, una iglesia que da de comer a 10.000 personas cada día. Y nadie te pregunta primero de qué religión eres”.
Manik es de la región de Punyab, que se extiende desde el este de Pakistán hasta el norte de India. Él es de un pueblo llamado Pipaltha, de unos 4.000 habitantes. Su padre era agricultor. Ganaba lo justo para alimentar a sus dos hijos. Manik no pudo estudiar. Muy pronto comenzó a trabajar de lo que encontraba. “Hacía lo que podía: en el campo, limpiando, como repartidor de pizzas… He hecho de todo”.
Harto de esa vida miserable, decidió probar fortuna en Europa. Unos conocidos llevaban un tiempo viviendo en València. Manik ahorró y en 2012 se encontró con ellos. “Lo más difícil fue aprender el idioma. Pero al principio trabajé de cajero y ahí fue cuando aprendí más rápido. Ahora lo hablo bien, pero no lo sé escribir. No tuve problema en asentarme en València, pero he trabajado mucho. Los últimos siete u ocho años trabajé para una empresa en Mercavalencia y no cogí vacaciones ningún año. Llevo todo ese tiempo sin viajar a mi país y sin ver a mi familia. Hice un esfuerzo por ganar más dinero y ahorrar para montar mi propio negocio. Lo conseguí, monté mi frutería y el agua me la arruinó antes siquiera de que pudiera inaugurarla”.
Su matrimonio lo arreglaron las dos familias. Ninguno de los dos jóvenes pudo elegir a su pareja. Eso es algo relativamente común en India. “Yo no conocía a Veerpal. Pero después, cuando ya se había acordado el matrimonio, fui a verla alguna vez y hablábamos por teléfono. A los dos años, en 2017, nos casamos en Pipaltha. En la boda se juntaron 600 personas. Los más cercanos igual se quedan diez días. La celebración, en un hotel, duró dos días. La familia de la mujer hace también otra celebración”. La última vez que viajó a la India, llegó y al día siguiente murió su padre. Su madre falleció cuando él era un niño y no tiene recuerdos de ella.
A su mujer, al principio, le costó venirse a España por el idioma y porque él estaba todo el día trabajando. “Ella también se puso a trabajar. Hasta que tuvimos el niño y entonces se dedicó a cuidar de él. Mi hijo nació en España, pero también ha ido de visita a nuestro país y llegó a pasar con mi mujer una estancia de seis meses en la India con la familia. Yo llevó seis años sin ir. Desde antes de la pandemia”.
A Manik le ha tocado una vida dura. Pero ahora mira a su alrededor y concluye que lo realmente duro es lo que le ha tocado vivir a toda esa gente que se ha quedado sin casa, sin coche y sin futuro. “Yo no había visto nada así en mi vida. Aquí el agua subió hasta los tres metros de altura en cuatro horas y luego volvió a bajar. Vino con mucha fuerza y hacía mucho ruido, muchísimo”. Por eso se puso a ayudar repartiendo fruta y verdura en una planta baja al lado del auditorio. En cuanto la comunidad sij se organizó, empezaron a llegar a Paiporta camiones y furgonetas cargados de alimentos. “Así hemos estado un mes, pero ahora ya vamos a cerrar. Ahora nos toca arreglar y poner en marcha nuestros negocios, que llevan abandonados desde entonces”.
Manik, un tipo serio pero claramente bondadoso, tocado con un sombrerito negro, cree que él recibirá ayuda igual que él la repartió durante casi un mes. “Mi frutería se inundó y el agua llegó hasta el techo. Lo he perdido todo. El material y todas las máquinas que había dentro. Todo perdido. No me quedan puertas ni persianas”.
Hasta ahora solo le ha dado tiempo de adecentar un poco la planta baja y limpiar el suelo. Su gran problema es encontrar a profesionales que le echen una mano. Manik cuenta que llama a los cristaleros y le dicen que hasta dentro de un mes o dos no le van a poder atender. “Y yo no tengo ni puerta”, se lamenta. Pero no se rinde. Manik dice que volverá a poner en pie la frutería que ni siquiera pudo inaugurar. “No sé cuánto me va a costar. No lo quiero ni pensar, pero aún tardaré. Espero que la gente me ayude como yo he ayudado a los demás. Solo pido que me ayude gente que sepa hacer trabajos que yo no domino”.