Hoy es 15 de octubre
La Monarquía no tiene futuro; no lo tiene, al menos, si pretendemos combinarla con alguna forma de sistema democrático (si no es así, la monarquía es, sencillamente, una dictadura con algo de oropel, como en Marruecos). No lo tiene porque su fuente de legitimidad no le confiere credibilidad ante la población, y además es un proceso en incremento: conforme más edad tienen los ciudadanos a los que se les pregunta, más monárquicos aparecen. Entre los jóvenes el apoyo a la Monarquía se reduce a la mínima expresión.
Esto no es algo privativo de España, sino común a todos los países que aún cuentan con un régimen monárquico. Precisamente por eso se ha hecho tanto hincapié en una obviedad (la infanta Leonor es joven), como si eso ya le granjease automáticamente el apoyo de la juventud. No sólo para mirar con buenos ojos a una persona que, como ellos, es joven, para tomarse una cerveza con ella (altamente improbable) o asistir al visionado de una película de Kurosawa (improbable, pero menos), sino para apoyar su sucesión al trono y que, en fin, continuemos con una jefatura del Estado no elegida por la ciudadanía, cuya legitimidad en teoría deriva de la sangre y el parentesco y en la práctica proviene del franquismo que antecede al régimen democrático y de una Constitución votada en 1978, es decir, una Constitución en la que podía votar menos del 25% de la población actual del país. Mucha suerte, en todo caso, promocionando entre los jóvenes a una heredera que -pobrecilla- va a tener que hacer tres años de formación militar, uno por ejército (Tierra, Mar y Aire), que es algo que conecta, a buen seguro, con los anhelos e intereses de la juventud.
Los propagandistas de la Monarquía han hecho su agosto esta semana, en la jura de la Constitución de Leonor. Sin embargo, sus posibilidades de éxito a largo plazo son escasas. La Monarquía, en España, es una institución muy frágil. Ganó legitimidad popular gracias al papel de Juan Carlos I en la transición del franquismo a la democracia y en el golpe de Estado de 1981. Juan Carlos I también supo navegar entre las aguas de la democracia española sin que se le notase demasiado el “plumero” ideológico; estaba tan cómodo con el PSOE como con la UCD y el PP; y en realidad, si se me apura, más, pues el PSOE no tuvo ningún problema en ser más papista que el papa en su “juancarlismo”, si eso le ahorraba problemas para ostentar el poder.
Juan Carlos I dilapidó su capital político y popularidad con sus escándalos de corrupción y desenfreno, y le sucedió su hijo. Felipe VI no ha contado nunca con dicho capital político, y cuando ha tenido ocasión de demostrarlo (notablemente con el referéndum independentista catalán), también ha dejado claro que su enfoque ideológico y sus preferencias son mucho más claras que las que nunca mostró su padre (lo cual tiene mérito, ya que su padre, a fin de cuentas, heredó el trono de Franco). Felipe VI es un rey cuyos apoyos están mucho más claramente vinculados con la derecha nacionalista española que los de su padre. Son unos apoyos más claros, más estridentes, y más estrechos. Y son apoyos también -siempre- condicionados: mientras Felipe se perciba como un rey afín.
Al acto de jura de Felipe VI asistieron todos los partidos políticos, salvo HB y ERC. En el acto de jura de Leonor, a ERC y Bildu se suman en su ausencia el BNG, Junts y PNV. Más o menos el 10% del Parlamento español. Hay quien ha querido ver en ello un hecho anecdótico, sin importancia. Sin embargo, muestra bien a las claras el progresivo alejamiento de la Monarquía respecto de una parte de los españoles, y su enquistamiento ideológico.
A ello hay que sumar, precisamente, a Sumar y al PSOE. Sumar es un compendio de partidos en donde la Monarquía no tiene ninguna popularidad, por más que Yolanda Díaz, ansiosa de seguir siendo bien vista en determinados espacios, haga el contorsionismo imposible, y ridículo, de defender su republicanismo monárquico, o su apoyo cerrado a la Monarquía para defender los principios republicanos. Una Monarquía que es también República, o algo así. Algo que no hay quien se crea y que claramente genera un abismo de separación entre el posicionamiento de representantes y votantes de este partido.
Algo similar ocurre en el Partido Socialista, que sigue proclamándose más papista que el Papa, más monárquico que Luis María Anson, ante un electorado en el que los únicos que siguen siendo auténticamente sensibles a dicha institución son los votantes de mayor edad y sensibilidad hacia los mitos de la Transición. Un colectivo que en el PSOE va en descenso no sólo por razón de la biología, sino por los cambios en el enfoque ideológico y en el propio electorado socialista, que pierde votantes de mayor edad (que se van a PP, en su mayoría), pero los recupera entre los más jóvenes (antiguos votantes de Podemos y nuevos votantes, fundamentalmente). También en el PSOE hemos visto múltiples manifestaciones esperpénticas de dirigentes del partido haciendo profesión de fe monárquica desde su republicanismo “crítico”. Así, hemos podido asistir a fenómenos de duplicidad bochornosa como el de Juan Antonio Sagredo, alcalde de Paterna del PSPV, un día emocionadamente monárquico en la recepción de Leonor y otro sacando pecho republicano en un homenaje a represaliados de la Guerra Civil.
Esta duplicidad, no se le escapa a nadie, obedece a la misma tensión interna que en torno a la Monarquía viven los partidos de izquierdas, cuyos votantes son mayoritariamente republicanos. No es que a estos votantes les vaya la vida en ello, que para ellos la cuestión de monarquía o república sea algo crucial (en la inmensa mayoría de los casos, no lo es). Se trata, sencillamente, de aplicar a la Monarquía el mismo rasero que las personas aplicamos al resto de cuestiones de la actualidad: aquello que tiene un sentido y aquello que no; aquello que comunica con el espíritu de los tiempos, y aquello que no. Por poner un símil, no es que la población que no es católica practicante odie la religión y quiera ponerse a quemar iglesias; es, sencillamente, que no les interesa, no lo ven necesario en sus vidas.
Y con la Monarquía sucede lo mismo: esta institución puede seguir indefinidamente al frente de la jefatura del Estado, mientras no moleste (no sea pródiga en escándalos y fuente de ruido y problemas) y mientras las cosas en el país vayan razonablemente bien. Pero, si las cosas van mal, o si la institución se hace irritantemente presente en sus inconsecuencias a ojos de la población, la Monarquía es una institución que cuenta con muchos números para ser sustituida por otro tipo de régimen, que permita mostrar al público que se ha hecho un cambio en atención a sus demandas (que luego el cambio sea real o cosmético ya es otra cuestión). Porque es una institución cada vez menos popular, y cuyos apoyos están cada vez más localizados, lo que a su vez contribuye a considerarla, en el imaginario popular, como una institución partidista con sus propios intereses y preferencias (lo que siempre ha sido, por otro lado).
Hoy por hoy, la Monarquía ya obtiene menos apoyos que la República en la mayoría de las encuestas que se hacen (que no son muchas, porque los medios, y por supuesto el CIS, no se prodigan en preguntar sobre el tema, lo cual constituye, en sí mismo, un ejemplo de la falta de apoyo popular de la institución). Si a ello unimos el factor generacional, que muestra claramente la decadencia del apoyo a la Monarquía entre los jóvenes, el futuro de la institución se antoja mucho menos brillante de lo que las soflamas de esta semana entre políticos y medios afines (o políticos y medios que son afines mientras te dicen que, en realidad, están con la República a tope, pero con la Monarquía también, que como hemos visto hay muchos) nos quieren hacer creer.