VALENCIA. Recién llegado de Canadá, Alberto Morais (Valladolid, 1976) se encuentra inmerso en la promoción de su cuarta película, tercera de ficción: La madre. El drama con el que participó en el Festival de Montreal está a punto de salir a la calle. El 25 de octubre se proyectará en el Festival de Cine de Valladolid y el 28 de este mismo mes se estrenará en las salas comerciales de toda España. Esta semana ha sido la de las proyecciones para los medios de comunicación nacionales en una estrategia encaminada a posicionar el largometraje en el escaparate público.
La madre cierra la trilogía de Morais sobre el abandono, una serie de filmes que ha surgido de manera inconsciente y casi instintiva. “Ha sido algo no buscado; sería impertinente por mi parte no reconocerlo”, comenta desde el otro lado del teléfono. Producto de su tiempo, las tres películas han coincidido en plasmar uno de los males más acuciantes de esta década que es la desprotección de los más débiles o, lo que es lo mismo, la lenta agonía del estado de bienestar. Con ellas el joven director ha retratado la soledad en la que se encuentran los niños, adolescentes y ancianos de clase baja de nuestra época, en una saga que también podría llamarse La trilogía de los Miguel porque los tres protagonistas de las películas tienen ese nombre.
Criado en Valencia y residente desde hace unos años en Madrid, Morais llamó la atención de la prensa especializada con su primer largometraje de ficción, Las olas (2011), una producción que obtuvo un éxito extraordinario en el Festival de Moscú donde logró el premio a la mejor película, al mejor actor para el desaparecido Carlos Álvarez-Novoa y el FIPRESCI de la crítica especializada. La película tenía como protagonista a Miguel, un anciano que a la muerte de su mujer decidía realizar un viaje aplazado durante muchos años, a Argelès-sur-Mer, un pequeño pueblo del sur de Francia donde estuvo concentrado como otros miles de refugiados al final de la Guerra Civil.
Con ese bagaje a las espaldas, Morais regresó al Festival de Moscú con Los chicos del puerto (2013) en la que retrataba la aventura de tres niños encabezados por uno que se llama Miguel, cómo no, que se adentraban en la ciudad para llevar una chaqueta militar al funeral de un antiguo soldado. El largometraje no obtuvo ningún galardón, sí muchos elogios, y Morais además regresó de Moscú con una idea en mente para la que sería su nueva película, ésta que ahora presenta. “Estando en el Metro de Moscú, me acordé entonces de los niños que habían vivido en la calle en esa ciudad, al poco de desaparecer el comunismo, de esos niños autogestionándose, y se me ocurrió la historia de un chaval abandonado por una madre incapaz”, relata.
Fue así como surgió esta La madre en la que vuelve a demostrar su talento para retratar emociones y personajes desde la sutilidad, sin estridencias ni maniqueísmos. Porque, y ése es uno de los puntos fundamentales del film, La madre no toma partido, no habla de buenos y malos, sino de personas reales con un tono que recuerda a los mejores filmes de los hermanos Dardenne, como Rosetta (1999). Toda la función gira en torno al Miguel protagonista, encarnado por el joven actor Javier Mendo, a quien no ponemos nombre hasta pasados cinco minutos pero a quien desde el principio vemos en su día a día, intentando ganarse la vida vendiendo kleenex en el semáforo o esperando a que llegue a su casa su madre ebria, una secuencia que en otras manos se habría convertido en puro melodrama desgarrado pero que la elegancia de la mirada de Morais convierte en un pedazo de realidad tan descarnado como digno.
Morais no cae en la sordidez porque su negociado no es el impacto, la impresión. No es que la eluda; es simple y llanamente que no le es necesaria para retratar lo que quiere mostrar, que es a la parte más abandonada de la sociedad, esa que no aspira a competir por el nuevo iPhone porque su devenir es la mera supervivencia. “No hay buenos ni malos; el lumpen proletario sólo intenta sobrevivir. Otra cosa es la mirada de la clase media, aunque también cabría preguntarse si queda clase media”, reflexiona el cineasta. Con el deseo pues de retratar la realidad surge esta La madre que el cineasta considera “fruto de este tiempo, de esta crisis que en realidad es una guerra económica que ha dejado mucha gente desnortada”.
Para conseguir sus objetivos es fundamental el trabajo de los actores, empezando por Laia Marull (tres Goyas, tres) con la que vuelve a colaborar tras los buenos resultados de Las olas. En un papel hecho a su medida (“estaba escribiendo el guión y pensaba en ella”, admite Morais), Marull vuelve a demostrar porque es una de las mejores actrices españolas además de exhibir una gran generosidad al ceder a Mendo el peso principal, ofrecerse como sostén del recital de su partenaire.
Y es aquí donde hay que hacer mención aparte al trabajo del joven actor. “El chico se carga la película a sus espaldas; fue brutal”, asegura Morais al rememorar el rodaje. Lejanos ya los años en los que como niño protagonizó la serie Los protegidos, Mendo ofrece una actuación digna de Goya. Es a través de sus ojos tristes y limpios que viajamos de la ciudad impersonal, fría y hostil, a la Maeza, más rural, donde se refugia cuando huye. Lacónico, sobrio, logra una interpretación de gran altura, representando con gran verosimilitud a ese solitario y orgulloso Miguel que va en busca de su pequeño lugar en el mundo.
Su brillante trabajo tiene especial mérito si se tiene en cuenta que La madre es una película de actores en la que los intérpretes, todos, desde los principales a los secundarios, son capaces de con una mirada expresar emociones dignas de monólogos. Además de sus dos protagonistas, por ella pasan nombres tan reconocibles como los de Nieve de Medina, María Albiñana, Sergio Caballero, Carles Alberola o Hwidar, y otros menos conocidos pero igual de eficaces como Ovidiu Crisan o Alexandru Stanciu. De ahí que si el elenco es uno de los puntos fuertes de esta producción, resaltar en ese conjunto sea más meritorio si cabe.
Como en los anteriores trabajos de Morais los personajes están ‘vaciados' sobre un espacio indefinido. No busca los rasgos más populares o bellos de las ciudades, los más indicativos, sino los márgenes, los no-lugares, carreteras en las afueras, naves industriales, con una especie de humanismo no sacro. Allí imploran sus personajes por trabajar aunque sea cargando sacos, atesoran paquetes de kleenex como bienes preciados y se sienten atrapados por vidas sin destino, mientras invocan a esa madre siempre ausente cuyo teléfono nunca esta disponible.
Los pequeños robos en supermercados, las discusiones contenidas, el contar las monedas pensando sólo en el mañana, esa profesora preocupada honestamente por Miguel o la triste cena con comida traída de un restaurante chino como menesteroso lujo, son el vivo reflejo de una sociedad real, que no sube a los púlpitos y que nadie, absolutamente nadie, parece querer escuchar porque casi nunca responde en las encuestas, una sociedad en la que la diferencia entre estar privilegiado o no radica en el lugar del camión en el que uno se halla cuando sube los sacos.
A punto de llegar a los cines, hay que celebrar el próximo estreno de La madre, una isla de neorrealismo en una época en la que la banalización y la espectacularización son la norma. Voluntariamente a contracorriente, este drama exento de florituras, testimonio de nuestro tiempo, llega con la producción de los veteranos Paulo Branco y Adrian Lustig, dos nombres propios del cine independiente europeo que con su égida han dado cobijo a una película que consagra a Morais como una de las voces más personales, insobornables y honestas del cine español actual.