Sin las altas temperaturas propias del verano, el calendario, situó a San Joan en el ligero almanaque de las festividades del año. La ciudad celebró, un año más, el baño de multitudes la víspera del santo. Los valencianos acudieron en masa a las playas. Celebraron el clásico ritual del bautismo purificador del fuego. La noche más larga, con un aliciente, al siguiente día no había que madrugar. Las administraciones autonómicas declararon el 24 festivo. Iniciativa de gran calado por parte del Consell valenciano, además de hecho insólito, simbólico y paso de gigantes en la vertebración del territorio, lanzando un guiño a nuestros paisanos de Alicante. A San Josep se le ha unido en la causa otro santo, aunque sea temporalmente. Solo queda subir un peldaño más la escalera comunitaria extendiendo el brazo integrador al pueblo de Castellón. Si lo logramos la ensalada valenciana quedará bien aliñada.
Nací en el Mediterráneo, pese a ello, en mi niñez no fui educado ni formado para aceptar la fiesta del baño. No me mojé lo pies en la cristalinas aguas del mar azul. No prendí fuego a la leña para dar volteretas saltando la flama de la hoguera. Nunca hubo arraigo ni tradición familiar en el solsticio de verano. Mi padre renegaba de la celebración de la fiesta, como de otras tantas, por ser pagana. Cuestión de fe. Difiero de él, lógicamente. Ideológicamente hablando nos ha separado siempre un abismo. Se alienó a las tesis de la reina de la discordia cuando el gobierno de Joan Lerma creó la polémica marca de la palmera mediterránea, cuya expansión frenó el picudo anticatalanista. El Mediterráneo es un mar longevo, la mediterraneidad un ejercicio saludable y mediterráneamente una marca.
También hay que recordar que la mediterraneidad es algo más que dar saltos a una fogata, embadurnarse los pies de las salinas aguas del mar o cervecear al ritmo de la música. Artistas, intelectuales, políticos, buscan desde años encontrar la fórmula de la unidad cultural de los pueblos que forman la Comunidad Valenciana. Hasta ahora fallida. Las tres capitales de provincia, Alicante, Castellón y València recelan de sí mismas. Nos une mucho, nos separa más y nos diferencia menos. El odio es por una cuestión de vanidad patriótica, mensaje que ha calado en el discurso no uniforme del territorio conquistado por el rey Jaime I. Por sentido común y amor propio debemos poner fin al fuego cruzado entre las ciudades de Gabriel Miró y Vicente Blasco Ibáñez.
Ha costado cuatro décadas normalizar la situación con los vecinos del sur. Las comisiones falleras han contribuido a ello. Extendiendo la festa de San Joan a calles y plazas del Cap i Casal durante dos fines de semana de junio, repletas de actividades y festejos. Hasta una comisión ruzafeña se inventó una “faguera“, mestizaje entre las dos fiestas del fuego. La horrorosa fiesta de Halloween costó mucho menos de incorporarse a nuestras costumbres. Cerré mi enfrentamiento personal con la ciudad de Alicante hace cuatro años en una larga visita a sus fiestas patronales. Mis visitas esporádicas, tensionadas por la rivalidad deportiva de los partidos que enfrentaban al Hércules con el Valencia CF. Antes del desplazamiento y viajar por la costosa AP-7 releí la obra escrita por Mariano Sánchez, “Alacant blues, crónica sentimental de una búsqueda. Al llegar a la ciudad del Castillo de Santa Bárbara encontré lo que buscaba, pasear tranquilamente por la ciudad. Finalizaba el divorcio con ella. Al Mediterráneo no solo hay que protegerlo de los plásticos, también de los bárbaros.