VALÈNCIA. A vueltas como estamos ahora con las ondas gravitacionales y su potencial para permitirnos ver lo que hasta ahora ha permanecido oculto a nuestros ojos orgánicos y tecnológicos -este verano fuimos testigos del choque de dos estrellas de neutrones, eso sí, en un diferido de ciento treinta millones de años luz-, no es mal momento para recordar que mucho antes de que consiguiésemos detectarlas por primera vez en febrero del pasado año dos mil dieciséis, en concreto, cien años antes, alguien ya las había predicho. Ese alguien ya había elucubrado a principios del siglo pasado que el espacio-tiempo, esa malla imposible de concebir en la que se encuentra la insignificante mota de materia en que todos habitamos, se deformaba, permitiendo el desplazamiento de ondas no tan distintas a las que produce una piedra al caer en un lago, o un azucarillo en el café, por emplear un ejemplo menos trillado. El genio capaz de adelantarse a su tiempo cien años, también se encargó -aún en vida- de abrirnos las puertas a una realidad que por primera vez escapaba del todo a nuestro sentido común -tan escaso y tan limitado, por otra parte-. La llave a esa puerta, forjada a golpe de genialidad, es desde entonces un icono, la fórmula rockstar que podemos encontrar en camisetas, carteles, tatuajes, libros, películas, y en casi cualquier soporte en el que se puedan exhibir su sencillo y a la vez glorioso planteamiento: E=mc². Energía es igual a masa por la velocidad de la luz al cuadrado. Ni más ni menos.
Un profesor decía que algo es perfecto cuando si le añades pierde y si le quitas pierde. En ese sentido, la fórmula de Albert Einstein, pues era él y no otro el genio al que nos referíamos, es una auténtica obra de arte científica. Su célebre enunciado conlleva unas implicaciones que la mayoría no podemos apreciar a simple vista. A simple vista, de hecho, no parece demasiado espectacular. Energía es igual a masa por velocidad de la luz al cuadrado, sí, ¿y qué? ¿Qué hace tan especial a esta relación como para que haya trascendido al mundo académico, repleto de fórmulas y planteamientos interesantísimos pero totalmente desconocidos para la mayor parte de la sociedad? Lo extraordinario de esta manifestación de la genialidad de Einstein es su capacidad para explicar fenómenos como la transformación de la energía en masa y de la masa en energía, la división del átomo o el brillo de las estrellas, y para revelarnos la tetradimensionalidad de nuestro universo, los campos cuánticos o la existencia de la antimateria. Por supuesto, no todos estos descubrimientos son obra del privilegiado cerebro del físico alemán -más tarde nacionalizado suizo, austriaco y estadounidense-, pero sí podemos asegurar que sin su aportación más conocida al saber colectivo, el siglo veinte no habría sido como fue, ni ahora sabríamos todo lo que sabemos del cosmos, sea esto mucho o poco.
Einstein, que hacía uso de su cerebro como pocas personas lo han hecho a lo largo de nuestra historia, nos legó razonamientos dignos de ser enmarcados, aproximaciones mentales a verdades asombrosas que ahora todos podemos recrear tumbados en el sofá; pese a lo prosaico que pueda resultar el escenario, estos experimentos mentales nos acercarán un poco a las estrellas, esas que al explotar arrojaron el oro que extrajimos de la tierra en nuestro planeta para embellecernos portándolo o para comerciar y subyugar con él. El excepcional divulgador científico Cristophe Galfard (París, 1976), pupilo de del doctor Stephen Hawking e investigador eminente al que ya pudimos leer gracias a la edición de Blackie Books de El universo en tu mano, vuelve esta vez con una sencilla guía -porque la sencillez es un valor, también en la ciencia-, titulada Para entender a Einstein. Una emocionante aproximación a E=mc². Una obra de divulgación que como decíamos al principio del artículo, no puede llegar en mejor momento: hace solo unos días se anunció que el laboratorio LIGO -de Laser Interferometer Gravitational-Wave Observatory- había captado señales originadas en un cataclismo cósmico ciertamente explosivo, la colisión de dos estrellas de neutrones, los objetos más densos del universo según lo que sabemos hasta ahora, que sin embargo, no suelen superar los veinticinco kilómetros de diámetro. Este formidable evento expulsa cantidades ingentes de neutrones que bombardean los átomos con los que se cruzan, formando elementos pesados como el oro el platino, que se dispersan hasta acabar formando parte de otros cuerpos celestes, como por ejemplo, nuestro planeta, la mota de materia en el océano impensable del universo a la que hacíamos alusión.
Pero por si este descubrimiento consecuencia de lo anticipado por Albert Einstein nos resulta lejano o al menos, no demasiado vinculado a nuestro día a día, añadiremos una aplicación mucho más habitual de los postulados del genio alemán: la antimateria al conocimiento de la cual llegamos gracias a la llave magistral de Einstein se emplea a diario en los hospitales en la prueba conocida como PET, la tomografía por emisión de positrones, que son el reverso del electrón, su antipartícula. Sin duda, uno de los efectos más visibles de la relación energía-materia que expresa E=mc² es la energía nuclear, querida y denostada pero presente al fin y al cabo en nuestras vidas en forma de electricidad, y de amenaza de destrucción global en su forma más perversa de bomba. La fisión nuclear de la que ahora hacemos uso, y la futura fusión nuclear que la ciencia aspira a poder manejar algún día, son herencia del trabajo de Einstein: la primera reacción, fruto de bombardear uranio o plutonio hasta provocar una reacción en cadena de sobra conocida será sustituida presumiblemente en un futuro por la fusión, por ejemplo, de núcleos de deuterio y tritio: una forma de generar altísimas cantidades de energía que ya se pone en práctica a diario y con excelentes resultados, solo que en el corazón de las estrellas. Merece la pena hacerse con un ejemplar de este nuevo libro de Galfard: no es tan fácil encontrar divulgadores con tanta habilidad para permitirnos una digestión ligera de las complejas leyes que regulan nuestra existencia; reglas de un juego que jugamos a ciegas, pero sobre las que poco a poco vamos arrojando luz. Desde Albert Einstein, luz al cuadrado.