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CRÍTICA DE CINE 

'La mujer de la montaña': la guerrera ecologista vikinga

8/03/2019 - 

VALÈNCIA. La cinematografía islandesa vivió un inesperado auge hace unos cinco años. Una nueva generación de directores comenzó a revelar su talento en buena parte de los certámenes internacionales demostrando a través de sus trabajos ser poseedora de una extraña singularidad. En su mayoría se trataba de películas que contenían una sensibilidad estética arrolladora, muchas integraban un humor negro hierático finísimo y formalmente resultaban de lo más depuradas. Quizás por su aislamiento geográfico, el cine islandés ha conseguido mantenerse fiel a su esencia y no se parece en nada al de sus vecinos nórdicos. Sigue apegado a la tierra, a sus tradiciones y se encarga de radiografiar los cambios y las tensiones que se producen entre pasado y presente, entre herencia y modernidad.

En 2015 Rúnar Rúnarsson ganó la Concha de Oro del Festival de San Sebastián de forma inesperada con el desolador retrato juvenil Sparrows (Gorriones), mientras Grímur Hákonarson hacía lo propio en la Seminci con la historia del enfrentamiento entre dos hermanos titulada Rams (El valle de los corderos), en un certamen en el que también participó Dagur Kári con Corazón gigante. Un año después, descubrimos en el Festival de Sevilla la delicada coming-of-age Heartstone. Corazones de piedra, la ópera prima de Guđmundur Arnar Guđmundsson sobre la dificultad de reafirmar la identidad sexual en un entorno represivo.

En todas estas películas el paisaje adquiría una presencia y una importancia fundamental, pero en muchos casos esas enormes extensiones de terreno, casi interminables, han servido también para provocar en sus habitantes la sensación de aislamiento, de soledad. Quizás por esa razón, en ocasiones las comunidades que se muestran en estas películas resultan hostiles y con un marcado carácter reaccionario. En ellas la juventud se encuentra perdida y asfixiada, mientras los adultos se refugian en el alcohol y las manías sistemáticas. La mayoría de las familias viven de puertas adentro, y son núcleos potenciales de secretos y tensiones. Y en cuanto al estado de ánimo natural, triunfa la melancolía.

De toda esta nómina de grandes descubrimientos islandeses, el mejor, el más brillante es sin duda Beneditkt Erlingsson por su capacidad de condensar todas las características descritas y configurar relatos que en su aparente sencillez se convierten en auténticos misiles metafóricos de sabiduría popular. En 2013 presentó en el Festival de San Sebastián su ópera prima, De caballos y hombres, por la que consiguió el Premio Nuevos Realizadores. En ella, nos introducíamos en una comunidad rural poco convencional, en la que los caballos constituían un símbolo de orgullo y poder. Sin apenas diálogos, y a través de un sentido del humor negrísimo, el director lograba adentrarse en todo un conjunto de tramas de odio y amor, competitividad y envidia que se iban estableciendo entre los escasos miembros de esos parajes aislados y gélidos, siempre iluminados con una luz mortecina de cielos nublados. La relación casi orgánica entre los animales y los hombres ponía de manifiesto la nobleza de unos y la naturaleza impulsiva, estúpida y cruel de otros a través de pequeñas microhistorias que se iban enlazando para dar lugar a un estupendo relato lleno de inventiva visual y de una gran sensibilidad a la hora de captar las sensaciones y las emociones más imperceptibles, tanto de los seres humanos, como de los animales en sus respectivos ciclos de vida y de muerte.

Ahora, Benedikt Erlingsson regresa con otra extraordinaria película, La mujer de la montaña, en la que adopta un tono más reivindicativo en torno a la necesidad de preservar la naturaleza del capitalismo salvaje que amenaza con destruirla. 

Halla (Halldóra Geirharđsdóttir) trabaja como profesora de canto, pero tiene una ocupación mucho más importante que ejerce durante sus ratos libres: intenta por todos los medios que la industria de su país no pase a manos de los chinos, que explotarían sus recursos sin ningún miramiento contribuyendo a un posible calentamiento global de consecuencias catastróficas. Desde la montaña, como si fuera una guerrera vikinga lucha como puede (con un arco y una flecha) para detener esta invasión saboteando el tendido eléctrico de alta tensión. Su forma de activismo, de compromiso ético, no será entendida por una sociedad que cada vez se encuentra más alejada de sus raíces, obsesionada con el progreso económico sin importar las consecuencias, así que será considerada como una terrorista contraria a los intereses de los ciudadanos.


Halla actúa sola, por su cuenta y en su aventura la acompañarán una serie de personajes que acentúan su excéntrico recorrido: su hermana gemela (la misma actriz), profesora de yoga que planea irse al Tíbet para emprender una aventura espiritual, un primo lejano que se convierte en su cómplice y un turista latinoamericano que siempre se encuentra en el sitio menos indicado. Además, junto a ella siempre encontraremos un trío musical que se encargará de poner la banda sonora en directo, adecuándose a las circunstancias por las que atraviesa Halla y convirtiéndose en una especie de coro griego al que se unirá un trío regional y folclórico ucraniano, ya que la protagonista se encuentra inmersa en el proceso de adopción de una niña que ha quedado sin padres después de la guerra.

La mujer de la montaña es una fábula ecológica con un punto surrealista, pero sobre todo es la historia de una mujer que se divide entre su deseo de ser madre y su necesidad de luchar por aquello que cree y mantener intacto su espíritu contestatario. El director configura una película apasionante, entretenida, en la que la excentricidad termina convirtiéndose en un elemento entrañable y adictivo y en la que Halla se convierte en un icono de resistencia, de fuerza, tesón y autonomía dentro de un entorno cada vez más hostil y represivo.

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