VALÈNCIA. Hace unas semanas, Eva Montesinos, una de las mujeres que promociona el cotarro cultural de la ciudad, paró un taxi, se subió al vehículo y le pidió al conductor que le llevase al Teatro El Musical (TEM). El hombre, ya de camino al Cabanyal, le preguntó por su destino. Y Eva, siempre tan dicharachera, le contó que era un teatro, un lugar donde hacían funciones, donde se interpretaban obras teatrales y se ofrecían todo tipo de espectáculos. El hombre puso cara de sorpresa. Pero sorpresa la de Eva cuando le preguntó si es que nunca había estado en un teatro y Syed Bukhari, un taxista pakistaní de 52 años, le explicó que no había ido nunca a uno. Y tampoco al cine.
La cabeza inquieta de Eva Montesinos pergeñó una bonita acción navideña y unos días después, el 30, la víspera de Nochevieja, Syed acudió otra vez al Musical, pero no para transportar a ningún cliente: esta vez era él quien iba al teatro junto a sus dos hijas mayores, Manoor y Syeda Bibi.
Y juntos, aunque separados por una butaca de seguridad en la fila 10 de la platea del TEM, disfrutaron, embobados durante una hora, de la gala final de Cortonsions, una especie de circo contemporáneo dirigido por Julia Martínez donde mujeres y hombres de corta edad bailan, cantan, hacen piruetas, se contorsionan por una cuerda y giran y giran sobre un trapecio pendular. Un circo donde el payaso no ríe y la mujer, lejos de perder su trabajo por tener un niño, sale al escenario con él.
Porque se puede entretener con un mensaje contundente. Y se puede ser reivindicativo sin ser un plasta. Y las dos chicas, tocadas con el hiyab -una con uno negro y la otra con uno azul de corazones-, cuchicheaban mientras su padre, con la sonrisa oculta bajo la mascarilla, erguido en su asiento, sin descansar el tronco sobre el respaldo, seguía cada número hipnotizado por su belleza, su audacia y, sobre todo, por lo novedoso. Syed parece una estatua. Antes y durante la función. Parece libre de esa adicción que son ahora los teléfonos móviles y solo tiene ojos para el escenario. Ahora mismo no le interesa nada más.
Los tres volvieron felices y excitados, y en cuanto dejaron de ser el centro de atención, ya solos de regreso a casa, comenzaron a comentar lo que habían visto y cuánto lo habían disfrutado. "Estaban muy felices", recuerda Syed al día siguiente, con una sonrisa tierna, mientras se nota que todavía está paladeando una experiencia que les conmovió.
Y ese 31 de diciembre, la víspera de su cumpleaños, del día que alcanzó los 52, cuenta la historia de su vida. La de una familia "pobre, muy pobre, tremendamente pobre" de once hermanos, hijos de dos madres y un padre, que hace todo lo posible por subsistir en la remota aldea donde viven, en Nakyal Azad. Un modesto y hermoso pueblo donde se crió Syed, el cuarto de los once hermanos -diez, en realidad, porque uno murió-, colgado de las alturas, en las primeras estribaciones del Himalaya, a más de 1.500 metros de altitud.
Su padre murió en 2013, pero antes se deslomó por sacar adelante a su prole. Y en cuanto el mayor de los hermanos tuvo edad para ayudar, comenzó a acudir a diario a los campos donde cultivaban maíz, trigo, fruta... Lo mismo que Syed, quien, de joven, emigró a Arabia Saudí para trabajar de camionero y ganar un dinero con el que enviar una ayuda a casa cada mes. "Tenía un camión rígido -de una sola pieza, que la caja está unida a la cabina- y lo alquilaba para transportar cosas de un sitio a otro. Y así era como me ganaba la vida y ayudaba a la familia".
Syed era pobre, muy pobre, pero hasta la vida más mísera permite tener sus sueños. La de este joven pakistaní era viajar a Europa y empezar de nuevo allí, a miles de kilómetros de Nakyal Azad, la aldea de Cachemira donde se crió, donde estudió lo básico antes de ponerse a trabajar en esa franja de tierra, conocida como la Zona de Control, que se disputan India y Pakistán desde 1947. "Las dos naciones están en guerra desde entonces. Setenta años de guerra en los que ha muerto mucha gente. Las guerras son malas", sentencia, para acabar, Syed, un hombre llamativamente tranquilo, al que la bondad le asoma por ese rostro cetrino. Hablar de la guerra le entristece mientras la mirada se pierde sobre un café con leche frente al mercado de Ruzafa. Y así, clavando la mirada sobre esas formas armónicas que dibujan los barman sobre la espuma del café, parece que esté recordando cada herida de esa guerra obstinada. "Lo hemos pasado duro y la gente lo está pasando mal en la zona por la guerra. Hemos perdido a muchas personas de nuestra familia por esta guerra. Algunos tíos y primos que han muerto en tiroteos...".
Pero el optimismo innato de este luchador acaba por ahuyentar las nubes sombrías. La memoria le lleva ahora a 1999, el año que se mudó a España por insistencia de su padre. "Él, tiempo atrás, había sido marinero y había viajado por todo el mundo. En los años 60 pasó por Barcelona y se llevó un buen recuerdo. Por eso, cuando le comenté que quería ir a Europa para mejorar nuestras vidas, mi padre me recomendó que me fuera a España. Y me dijo que no fuera a otro país, que me quedara en España".
Por eso compró un pasaje y viajó hasta València, donde vivía un familiar. "Era un primo lejano de mi abuela que tenía un restaurante en la avenida Blasco Ibáñez. Cuando llegué me ayudó y me apoyó". Syed pasó casi dos años en el domicilio de este familiar, pero no tardó en volar. "Tuve mucha suerte en València y encontré trabajo desde el principio. Eran los años previos a la crisis, una época en la que había mucho trabajo y mucho dinero".
Su primer empleo fue de butanero. El joven y fornido Syed, 29 inviernos, cargaba con las bombonas de casa en casa. Mientras, legalizó su situación y, con la ayuda de la Cruz Roja, logró el permiso de residencia y pasó a trabajar en una fábrica en la que se tiraría los siguientes seis años de su vida. No le importaban la condiciones. Ni las horas. No había venido a València para pasar los días a la bartola en la Patacona. Tenía que ganar un jornal cada mes. Por él y por los suyos. Porque su familia, viaje va, viaje viene, iba creciendo. Ya son seis: él, su mujer, las dos adolescentes que viven con él y dos hijos más, una niña de trece años y un niño de siete. Ya ha iniciado los trámites, largos y costosos, para que en este 2021 pueda venir a València la otra mitad de la familia. Y así, al fin juntos, dejar el taxi, abrir una tienda de alimentación y, turnándose entre los que estén en edad de trabajar, llevar una vida más ligera que le permita, ahora sí, ir al teatro y al cine.
Es por lo que lleva trabajando toda su vida. Incluidos los momentos de la crisis del ladrillo. La que le obligó a buscar un empleo por toda España. Y si había que irse a la otra punta, se iba, como en 2008, cuando le llamaron de una pizzería de Vilagarcía de Arousa (Pontevedra). Porque cuando llegó en 1999, alma inquieta, aprovechó que pasaba mucho tiempo en el restaurante de su familiar y se metió en la cocina para aprender en los fogones.
Fueron tiempos duros en los que no podía permitirse sumar los gastos de cada hijo. Pero luego, calculador, entendió que si los niños cumplían los 18, iban a tener más complicado lograr el permiso de residencia. Y por eso se trajo primero a las dos mayores. Porque, además, Syed, sin concesiones a los vicios ni al ocio, prosperó con mucho esfuerzo y en 2003 logró comprarse un piso en la avenida de la Plata.
Ahora, desde 2013, vive del taxi. Las licencia es de un hombre mayor que le cede el volante desde las cuatro de la tarde a las once de la noche. Así es como ha conocido la ciudad palmo a palmo. Y hoy, 21 años después de llegar a València, habla un castellano perfecto que es la envidia de las niñas, inmersas en ese tormento de cuadrar en un lugar nuevo, con un idioma desconocido y entre chicas que las ven raras. Por eso están tan unidas, como para protegerse la una a la otra. Y en la entrada del teatro, mientras retratan a su padre, ellas dan un paso atrás, tímidas y asustadizas, y hablan entre susurros para no llamar la atención de nadie. Solo quieren pasar desapercibidas y no tener que emplear todavía ese español torpe que sí entienden pero que tanto les cuesta hablar. Manoor intenta domarlo mientras estudia en una academia de estética. Y Syeda Bibi, la pequeña, está en Tercero de la ESO.
Su padre sabe perfectamente lo que es llegar a un país desconocido en el que no sabes ni saludar. "Mi pueblo es una aldea muy chiquitita que está en una zona muy alta de montaña. Aquello era el único mundo que conocíamos. No llegaba nada ni nadie de fuera. Y, cuando vine, todo me pareció muy grande. Ahora estoy feliz aquí y, además, ya llevo 19 años cotizados. Porque me gusta trabajar, sin trabajar no se puede vivir. Cuando llegué estaba muy ilusionado y ahora puedo decir que mi padre me aconsejó muy bien".
En febrero hará dos años que no viaja a Cachemira. Ahora ya espera que los que vuelen sean su mujer y los dos pequeños. Se entusiasma al elucubrar sobre la reunificación de la familia en València. Y entonces poder tener algo más de tiempo para atender a sus hijos. Que no todo sea trabajar. Ya ha visto un local en la calle Centelles. Es amplio, son 180 metros, pero le piden un alquiler de 2.800 euros. Cuando lo cuenta, le da la risa. "2.800 euros", repite entre carcajadas. "Ya saldrá algo mejor...".
No tiene prisa. Son muchos años trabajando duro para prosperar y sabe que los objetivos no se alcanzan en pocas semanas. Pero ser extranjero y no tener más que lo puesto no significa que sea estúpido. "Mira, cuando uno viene de fuera, lo que busca es un trozo de pan. O dos. Uno para comer y otro para enviárselo a la familia. Nunca llegas a pensar en otra cosa que en el trabajo y descansar. Llevo más de 20 años aquí y no había podido ir nunca al teatro. Ahora que lo he vivido, quiero repetir. A partir de ahora, cuando pueda, quiero ir al teatro: es muy bonito. Todo lo que hicieron ayer me encantó. Es que yo, y como yo hay muchos otros, solo me dedico a trabajar, descansar y volver a trabajar. No hay tiempo para otras cosas. No puedes llegar a nada más".
El único espectáculo que se permitía era la televisión. Ahí sí que ven alguna película. Lo que más le gusta son los programas de comedia que tanto le divierten. Y las noticias. Porque ahora sí sabe que hay un mundo fuera de casa. Y también que existen los teatros. "Mis hijas, cuando volvíamos a casa, me contaban que habíamos tenido mucha suerte de ver esa gala. Estaban muy contentas. Yo, la verdad, es que he vivido esto como si fuera un milagro", explica este pakistaní, y musulmán, de 52 años recién cumplidos.
-Syed, y si alguna de sus hijas decide ahora que quiere dedicarse al teatro, ¿cómo reaccionaría?
-El hombre sonríe, junta las palmas de las manos y las eleva hacia el cielo mientras exclama: "Ojalá".