Ahora es muy fácil ridiculizar a Podemos y a sus protagonistas, que a veces se han currado estajanovistamente los motivos de mofa, y a mí siempre me quedará la duda de si no habría dado para una mayoría de PSOE e IU en algún momento igual que dio con Podemos (en el momento de aparecer esta fuerza, los sondeos daban a Cayo Lara el 15%), pero esta “revolución” llegó al BOE. Y hay algo que tengo por principio: toda revolución fuera del BOE, es marketing.
Podemos hablar del anverso y reverso del movimiento y su revolución y, para ello, acaba de publicarse un ensayo que ni pintado. Se trata de La ira azul, de Pablo Batalla (Ediciones Trea, 2023) que diserta sobre las contradicciones del sueño revolucionario. Quizá ahora ha remitido, pero durante décadas en la posguerra del siglo XX la juventud esperaba una revolución como algo ineludible. Recuerdo leer, siendo un tierno infante, alguna columna de opinión en Ruta 66 reflexionando sobre esa frustración, que la revolución cacareada es muy bonita pero ni está ni se la espera, decían, mientras la contracultura envejecía y se diluía su significado en una sociedad hipercomercial.
En este libro, Batalla opina valientemente que en no pocas ocasiones las revoluciones son muy conservadoras. O que el conservadurismo es la primera fórmula que tienen que aplicar los revolucionarios triunfantes para imponer el nuevo orden que, como todo cambio, también tiene vencedores y perdedores.
Los primeros ejemplos sobre los levantamientos carlistas del XIX están muy bien tratados. Es conocido que el integrismo católico y un nacionalismo español caduco que propugnaba el regreso al pasado edénico del imperio fue el elemento aglutinante de su llamamiento a la guerra, pero detrás estaba la crisis del Antiguo Régimen. La pérdida de las colonias había destruido el comercio, las subidas de impuestos les crujían y el crédito, siempre el crédito, arruinaba a los campesinos. Al mismo tiempo, el triunfo del estado liberal desamortizaba las tierras de la Iglesia, señala Batalla, y también las comunales. Si bien pudiera parecer que las banderas que llaman a la sublevación varían sin mucho sentido, las causas se mantienen.
Otro detalle al que apunta el autor es al cambio tecnológico. Como explican los pensadores que cita, siempre va por delante de las ciencias sociales. Primero, una nueva tecnología transforma la sociedad y sus relaciones productivas y principios económicos, después, los pensadores lo analizan y pergeñan ideologías o utopías que combaten la nueva desigualdad.
Así fue durante el siglo XIX y el XX, donde el comunismo encarnó la gran paradoja en torno a la revolución. El hombre nuevo del socialismo, se cuenta en La ira azul, iba a llegar a un mundo sin libertades elementales y sometido a un culto a la personalidad y una ortodoxia ideológica que no se diferenciaba en nada del funcionamiento de la Iglesia. Ahí está la anécdota de que Stalin había sido seminarista antes que bolchevique.
Lo relativo a la revolución más reciente que hemos vivido, la que derriba el Muro de Berlín, me parece más matizable. Considera Batalla que el fin del socialismo real favoreció la llegada del neoliberalismo a Europa Occidental, como si el Muro lo fuese de contención y el sacrificio de todos los que vivían bajo dictaduras comunistas servía para que hubiese políticas sociales en el oeste por si acaso, para que no se rebelase nadie.
Creo que es un lugar común. El neoliberalismo como lo entendemos empezó mucho antes de que siquiera se sospechase que el muro podía caer. Y las crisis del petróleo que disparan esas políticas económicas fueron también las que se llevaron por delante el socialismo real. Que luego la transición a la economía de mercado se hiciera en algunos casos con recetas neoliberales tampoco creo que fuera nada más que el zeitgeist.
También España tuvo la mala suerte de recuperar su democracia no solo con las dos crisis del petróleo encima, también con el inicio de la posmodernidad y todo el apoliticismo e individualismo, a veces nihilista, que conllevaba. Ambos ejemplos, muy lejos del momento de posguerra de economías en expansión y sociedades participativas que construyeron el ideal de democracia y estado de derecho que perseguimos hoy con palos de ciego, pues las bases que los propiciaron no son las mismas.
Al final de la obra, hay una reflexión del propio Marx sobre estos círculos crueles y paradojas de la historia: “la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando estos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en esas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos de su auxilio los espectros del pasado”.
No podría haber definido mejor el estado en el que se encuentra la “revolución” democrática, que en España como en muchos otros lugares empieza a agrietarse por diversos puntos aparentemente contrapuestos. Y si miramos en perspectiva los últimos cuarenta y cinco años en Europa, solo hay un movimiento que va en aumento lenta, pero inexorablemente: la extrema derecha.
Por tanto, las reflexiones de La ira azul no pueden ser más pertinentes en una época en la que no solo nos enfrentamos al llamado iliberalismo, sino que el automatismo derivado de la Inteligencia Artificial amenaza con darle un meneo al mercado de trabajo y la economía como no se ha visto desde hace doscientos años. Una época crepuscular de una incertidumbre tal en la que se nota entre la comunidad pensante el dicho gitano: “si dices la vedad, te queas sin ella”. Felizmente, este ensayo no es el caso.