Si no tienes, no tienes. Claro que si tienes, no siempre tienes. Y si no tienes, no siempre careces.
Más allá de trabalenguas, ¿quién no ha compartido mesa en una cena multitudinaria con alguien que pide lo más caro de la carta, lo que no suele pedir cuando come solo porque sabe que va a dividir la cuenta entre todos? O ese otro que se empeña en pagar estrictamente lo que ha consumido, una oliva, una copa de vino, no dos, una cucharadita del postre, por lo que si hay ocho postres para compartir y teniendo en cuenta que solo ha tomado un octavo de un octavo, es necesario sacar integrales, elevarlas al cuadrado para despejar así en una ecuación de segundo grado, el valor final de la x, que no es ni más ni menos que su obscena tacañería.
El dueño de Ikea, Ingvar Kamprad, un señor que llegaba holgado a fin de mes, sin necesidad de ajustar gastos e ingresos con una llave allen, compraba en el súper de su pueblo, allá en Älmhult, la leche y los yogures a punto de caducar. Más de una vez le vieron echarse al bolsillo de la chaqueta de segunda mano esos sobrecitos de sal y pimienta que regalan en los restaurantes. Conducía un Volvo de más de 15 años, volaba en clase turista y reciclaba las bolsas de té. No era partidario de derrochar en peluquería, sobre todo desde que, según él mismo reveló, una factura de 22 euros por un corte de pelo en Holanda le trastocó el presupuesto del mes. Desde entonces, siempre se cortaba el pelo en países en vías desarrollo.
Que no es racanería, decía, que es concienciación con el medio ambiente.
El ahorro está bien. Yo jamás lo he practicado como no he practicado el reiki o el parapente o el bondage, pero aseguran que da grandes resultados, que permite estirar músculos de la cuenta corriente que ni siquiera sabías que existían, y usar palabras exóticas como tipo de interés nominal y renta vitalicia asegurada. Aunque a mí me interesa más como construcción de personaje. Una vez conocí a un tipo que cuando empezó a festear, le cobraba la gasolina a su novia por llevarla a casa. A veces un solo rasgo define mejor a un personaje que diez páginas de descripción psicológica. Acaban de celebrar las bodas de plata, deduzco que han ahorrado también en pasión.
El multimillonario Jean Paul Getty, que llegó a encabezar la lista del hombre más rico del mundo, tenía instalada en su casa una cabina de teléfono con monedas para que las visitas no abusaran de su hospitalidad. Pero lo peor fue sin duda cuando secuestraron a su nieto Paul, adolescente y bohemio, aficionado a las drogas, (llevaba vida de hippie, escribieron los periódicos de la época). El magnate se negó a pagar los 17 millones que pedían de rescate. “No pagaré un solo centavo. Tengo otros 14 nietos; si pago, tarde o temprano los secuestrarán a todos”. Los apandadores insistieron mediante el envío de una oreja del chico a un diario romano que, para colmo, llegó con un mes de retraso debido a una huelga en correos. Para entonces, el rescate había bajado a los tres millones de dólares. El magnate decidió pagar, con una condición: entregaría 2,2 millones, el máximo deducible de impuestos según sus abogados, y el resto del dinero se lo prestaba a su hijo al módico interés del 4%.
Tras el trauma, no se sabe si por el secuestro, la falta de oreja o la maldición en forma parental, el joven Paul se trasladó a vivir a Nueva York, donde se profesionalizó en el consumo de drogas. En 1981, una sobredosis de valium y metadona lo dejó medio paralizado en una silla de ruedas. Murió de forma triste en 2011, en Inglaterra.
En España también hemos contado con insignes miembros de la cofradía del puño cerrado. Un amigo actor me hablaba hace años de la tacañería legendaria, casi entrañable, de José Luis López Vázquez, macerada en época de posguerra. El equipo apostó a ver si durante todo el tiempo que duraba el rodaje, el actor invitaba a alguien, aunque fuera a un café. Perdieron los del sí. El avaro es apuesta segura. El genial actor acodaba su bigote en la barra y esperaba a que alguien lo reconociera y le pagara la consumición. Eso no le impedía contar chistes de tacaños: ¿Sabes por qué en Escocia nadie tiene nevera? porque no se fían de que al cerrar la puerta, no se quede la luz encendida.
Genios con apreturas los ha habido siempre, por más que nos quejemos de lo mal que está la música, que los garitos no pagan como deben las actuaciones en vivo. A Bach ya le pasaba. Como no llegaba a fin de mes, decidió ahorrar en casa suprimiendo las cenas. Para convencer a sus hijos les propuso: un florín al que se vaya a la cama sin cenar. En dos segundos, estaban todos los vástagos en posición horizontal y con el estómago hueco. En el desayuno, cuando los críos, muertos de hambre, se disponían a engullir, su ilustre padre exclamó: alto, quien quiera desayunar, pagará antes un florín.
En Edgar Allan Poe no se sabe si pesaba más la dipsomanía o la roñosería. Tras comprar una botella de vino del bueno que se guardó en el bolsillo interior de la chaqueta, cruzó la calle con tan mala suerte que un carruaje lo atropelló. La camisa se tiñó de una mancha roja. El escritor exclamó: ¡oh, Dios mío, que sea sangre, que sea sangre!
La vida social acaba convirtiéndose en una pesadilla para el cicatero, la posible sugerencia de tomar algo al pasar junto a una terraza en terrible amenaza que, como un ave rapaz le sobrevuela en sus ratos de ocio. Es sabido que muchos tacaños han viajado a lugares alejados de la civilización con el único fin de evitar bares y terrazas. La frase: a esta invito yo, tras haber disfrutado de unas cuantas rondas por cuenta ajena, se convierte en impronunciable, se agarra a la garganta como una garrapata al cuero cabelludo.
Para los fans de Hacendado y de productos del Día, el tic tac del taxímetro es un instrumento de tortura parecido a esa gota que caía en la frente en época medieval y hacía enloquecer al atormentado.
Pero lo peor sin duda para ellos es gastar en comer y beber fuera de casa, observar con impotencia la rápida transformación de su dinero en pura mierda, en infecto desecho que desaparece por el váter.
El hedonismo hecho antónimo.