Una madrugada en la trastienda del latido mercader de Valencia, hoy dominada por la demanda pakistaní
VALENCIA. Son poco más de de las dos de la mañana y suena el despertador de los integrantes de una institución traspasada de siglo a siglo con apariencia clandestina. En sus casas los vecinos algunas veces escuchan el portazo al salir. Los agricultores caminando hacia su destino nocturno. Es la ‘tira de contar’, conformada por una media de 300 miembros por noche en sesiones que se alargan desde las tres a las siete.
En Mercavalencia fluyen los camiones y el trasiego señala que estamos en hora punta. Territorio kilómetro cero para las huelgas generales (cuando las había), tantas cosas empiezan aquí. La nave destinada a las frutas y las verduras hace una L en una de las alas del complejo de mercaderes. Dentro de la L, en un recinto con apariencia de vieja fábrica se disponen por parcelas (llamadas tarimas) todos los agricultores. Esta madrugada hay muchos niños que acompañan a sus padres; no había empezado el colegio. La caja de resonancia difunde un sonido seductor mezcla de vociferio, megafonía, cajas desplazadas, chanzas, billetes saliendo de la chequera y fricción entre frutas y verduras. En la ‘tira’ se produce un engaño masivo a los biorritmos: a las tres de la madrugada todos te dab los buenos días.
La ‘tira’, la ‘tira’. Es una de aquellas singularidades propias que dejan bien a las claras, a modo de recordatorio, que esta ciudad y esta sociedad está tejida por los caballones y las acequias de riego, que tenemos las manos manchadas -entre otras cosas- de tierra. Por mucho que se ponga empeño en esconder nuestro origen agrícola, reaparece puñetero. La ‘tira’ tiene resonancia foral, cualidad de institución, es un privilegio que desde tiempos cristianos tienen los agricultores de la Vega de Valencia para vender sus productos a las puertas de los mercados de la ciudad, aunque con el paso de los siglos han terminado aglutinándose bajo un mismo techo (solo en el Mercado del Cabanyal se conservan los viejos modos gracias a un grupo de jóvenes agricultores). La intención del ayuntamiento es que la ‘tira’, además de en Mercavalencia, vuelva a tener presencia en los mercados municipal.
La misión: aquello que se acaba de recoger en el campo, todavía tan vivo, se pone a la venta para que los comerciantes tengan en sus tiendas y paradas un género bien lozano. La ‘tira’ lo es ‘de contar’ porque la venta no es a peso sino por unidades. “Quiero una caja de limón”, reclama un hombre adusto con camisa ante la tarima de Conchín de Almussafes. “Son para hacer zumo. ¿Pero están caras, no?”. “Míralas por dentro, son todo zumo”. Compra y se marcha con su caja. Conchín vende calabaza todo el año, col china y limón. Habitualmente cada agricultor especializa su tarima en tres o cuatro productos fijos con los que fideliza, se diferencia o se adapta a la demanda.
Luis, alias el Llop, es uno de los últimos labradores de Favara a este lado del río. Su especialidad: garrofó i bajoqueta. Las risas del Llop son tan contundentes que suenan a estruendo en la madrugada. “Soy nieto de la marquesa del Pont de l’Aulla”. Y ríe. “Vienes, vendes, cobras y te vas”, resume para explicar la eficacia de la ‘tira’. Enric, que está a nuestro lado, deja caer una frase que pide mármol: “si el Mercado Central de Valencia es la catedral de la huerta, la ‘tira’ es su sacristía”. La trastienda del latido mercader de la ‘ciutat’ es aquí.
Por megafonía una voz fabricada para sonar por altavoz lanza mensajes de recordatorio como cuando un niño desaparece de un centro comercial. Ana mira impasible rodeada de sandías. Es de Roca, el barrio gastro de Meliana, y es de la ‘tira’ desde… “¿desde cuándo? Pues desde siempre”. Tiene 82 años, genes de férrea negociadora. El mundo pasa, ella está allí. Siempre.
Tradicionalmente las familias segmentaban su presencia en el ‘club’. Los hombres trabajaban por el día en el campo, las mujeres iban por la noche a la ‘tira’. Los patrones han cambiado con la evolución de la España familiar. En casos constantes el agricultor enlaza el trabajo en el campo con la venta en la ‘tira’. “Los días en los que se riega muchos vienen sin dormir”, dice Juan, vigía del lugar. No es extraño tener que despertar a algunos que se han quedado petrificados por el sueño en sus puestos. Una pareja de Paiporta, clásica en la venta de espinacas y cebollas, turna su presencia desde que son padres. Hoy él se ha quedado en casa cuidando al retoño. Ella vende: “¡que pongan una guardería!”.
Aquellos de allí vienen de Requena cargados de uva moscatel, estos desde Xàtiva con ajos tiernos. Muchas de las verduras de hoja proceden de las huertas próximas a Mercavalencia, conservando una vitalidad deslumbrante. Los jóvenes de Horta sobre rodes, desde Castellar, son los benjamines del grupo.
Vicente se dedicaba a la construcción pero desde 2013 ocupa su tarima en la ‘tira’. Es un caso repetido, los que cambiaron el ladrillo por la verdura. Vicente enseña sus pepinos africanos y el melón chino. “Me especialicé en esto para tener menos competencia”. A pesar de la perpetua reacción de encumbrar el pasado en detrimento del presente, hay aquí más vendedores que nunca precisamente por la llegada desde profesiones quebradas en la obra.
A estas horas de la noche ya hay una lección: esta comunidad de comerciantes permanece en su esencia inalterable al tiempo pero se adapta, pura maleabilidad, a la demanda. Y el principal cambio tiene un nombre, una palabra que se cuela en la banda sonora: “paki”. Los pakistaníes son el grupo que más ha revolucionado la institución en los últimos años. Suponen un impulso, los compradores más constantes para toda su red de establecimientos. Organizados, con estructura propia, consultan, preguntan, ven y compran. "Estaban estigmatizados y ahora son los reyes del mercado, ejemplo de integración", se escucha. El pragmatismo venció al prejuicio.
Muchas de las frutas y verduras en venta se han adherido a las peticiones de sus compradores pakistaníes, a sus costumbres alimentarias. “Si no fuera por ellos… son los que nos sostienen en en estos tiempos duros”, dice otro a la vera de sus cajas de pimientos picantes y melones amargos. La presencia clave de la inmigración en una institución aparentemente imperturbable. El encuentro fluido entre mundos distintos que tal vez tengan más paralelismos de los que creerían tener. “Nuestros clientes number one”, se oye. Otros son más reticentes: “es lo peor que nos podía pasar”. ¿Por qué? “Solo quieren comprar barato”.
José muestra sus rábanos, en los que es especialista y por los que todos lo conocen aquí. “Los mejores que te puedes encontrar”. La familia Velarte, desde Castellar, despliega sus lechugas, acelgas y alcachofas. Ayer terminaron en el campo a las siete de la tarde. “¿Y cuándo dormís?”. “Si no se llevara en la sangre no se podría”, responden.
Rosa, una de las agricultoras más veteranas, responde a la pregunta de por qué viene cada noche a la ‘tira’: “uy, porque es donde he venido siempre”. La ‘tira de contar’. Lo de siempre. Toda una comunidad de hombres y mujeres de la tierra. Somos esto, también esto. Lechugas, acelgas, sandías, rábanos… y los pimientos picantes favoritos en Pakistán.
Pasadas las siete de la mañana la nave tumultuosa oscurece y va quedándose callada. Fuera, como a la salida de un after, todo ya ha amanecido. “Buenos días”, insiste alguien al cruce. En el campo empieza el trabajo.