Hace 33 años, la Guerra Fría terminó con la caída del muro de Berlín, acompañada dos años después por la disolución de la Unión Soviética. Ahí arrancaron nuevas vicisitudes políticas y sociales de los contendientes, que nos han acabado llevando a donde estamos ahora.
En el bando ganador, Occidente, la victoria dio alas a la ocupación favorita de los vencedores a lo largo de la historia: hacer leña del árbol caído, y aplicar ideología a calzón quitado (que para algo dicha ideología ha demostrado su validez con la victoria). La ideología, en este caso, fue el neoliberalismo: privatizaciones, desregulaciones, delegar cualquier función estatal en “los mercados”, y someter cualquier asunto público a la lógica financiera: si no da beneficios, no compensa.
El resultado, treinta años después, ha sido la duplicación y triplicación de las deudas públicas y privadas, una multiplicación por cinco del precio de algo tan básico como la vivienda (acompañado de sucesivas burbujas que han destrozado el medio ambiente edificando en el litoral y mediante un urbanismo extensivo), un aumento salvaje del número de parados y subempleados, y como consecuencia de ambos una sociedad estratificada donde la posición social de cada uno ya depende más del patrimonio inmobiliario de la familia en que nació que de cualquier otra cosa. A esto podemos sumarle un tecnofetichismo que llevó a Occidente a meterse en los marasmos de Irak y Afganistán. ¿Y a cambio? ¿Se ha cumplido el proyecto neoliberal? ¿Somos más “libres” que hace treinta años?
Pues resulta que los mismos medios y opinadores que han apoyado esta agenda ideológica nos dicen hoy que se era más libre en el Franquismo, “porque al menos no te cancelaban por hacer chistes de gangosos o mariquitas” (sí es cierto que ahora la sociedad es más diversa y tolerante con las opciones vitales, en eso sí somos más libres, ¡pero precisamente los mentados medios y opinadores son quienes más se opusieron en su día a dichas normalizaciones!).
Eso los ganadores. ¿Y el perdedor? Pues lo mismo que los perdedores a lo largo de la historia, la necesidad le ha forzado a ser pragmático y a aprovechar las pocas cartas que tiene, y no ser demasiado mojigato con ellas. Rusia inició su errático andar en los noventa de la mano de Boris Yeltsin. Como aperitivo, Yeltsin se enfrentó al parlamento por la agenda neoliberal que intentaba imponer. El enfrentamiento terminó en 1993 con el bombardeo del parlamento por parte de Yeltsin, que acto seguido también escribió una nueva constitución para Rusia que le daba un papel muy fuerte al presidente. Todo esto, con el apoyo entusiasta de los países occidentales, que así iniciaban la obtención de leña del árbol caído.
Cualquiera diría que Yeltsin no habría sobrevivido políticamente a las siguientes elecciones en 1996, pero la división de la oposición, el apoyo de los medios (en manos de los oligarcas) que ocultaron entre otras cosas un infarto bastante severo durante la campaña, y un oportuno préstamo del FMI con el que pagar los salarios atrasados de los funcionarios le permitieron ganar 54-41 ante el candidato comunista en segunda vuelta. La revista TIME tuvo incluso la desfachatez de poner en portada “Los Yankees al rescate” a la hora de explicar su victoria.
Los siguientes tres años vieron una continuada caída de Rusia, enfangada en una segunda guerra contra insurgentes en Chechenia. Todo ello, acompañado de continuos escándalos en el entorno de Yeltsin. Su poca popularidad se desvaneció del todo, y el 31 de diciembre de 1999 dimitió en favor de su primer ministro, un relativo desconocido llamado Vladimir Putin.
¿Cuáles eran las intenciones de Putin al asumir el cargo? Es difícil de decir. Un observador de la Guerra Fría comentó una vez que los americanos jugaban al póker mientras los rusos jugaban al ajedrez. Aunque esto pueda parecer una boutade, son juegos muy diferentes: el jugador de póker tiene información que sólo conoce él, y la clave para ganar es obtener información que solo tiene el rival. El jugador de ajedrez, en cambio, no tiene un batallón de torres escondido bajo la mesa: todas sus fichas están a la vista. Tiene que esconder sus intenciones a vista de todos. Putin es un jugador de ajedrez.
Por supuesto, las intenciones siempre hay que contrapesarlas con las capacidades. Alberto Garzón, como marxista y militante de PCE, probablemente tiene intención de construir un socialismo democrático que acabe con la explotación a nivel mundial. Empero, sus capacidades, incluso sentándose en la mesa del Consejo de Ministros, apenas llegan para regular la publicidad de las salas de juego o iniciar un debate sobre los peores excesos de las macrogranjas. Cualesquiera que fueran las intenciones de Putin en 1999, está claro que sus capacidades en ese momento eran muy limitadas y que tenía que ir paso a paso.
Esta es otra lección de esas “eternas” y que los imperios suelen olvidar: la falta de medios materiales se puede compensar con mayor fanatismo, mayor voluntad de aceptar bajas propias, mayor unidad interna mientras se siembra discordia en el enemigo, en suma, mayor determinación. Así vencieron rusos y españoles a Napoleón, así vencieron talibanes y vietcongs, y con ese cálculo empezó Alemania dos guerras mundiales, y en fin, no se quedó demasiado lejos. Frente al ascenso de China (que potencialmente tiene o tendrá superioridad material merced a su población y economía, y por tanto puede jugar a largo plazo), Putin construyó el retorno de Rusia a la primera fila sobre la base de una unidad de acción mayor.
Lo primero fue terminar la Segunda Guerra de Chechenia con una gran ofensiva que dejó Grozny arrasada y le aseguró la elección en las presidenciales del 2000. Con esto, ya pudo enfrentarse a los oligarcas. Sin embargo, no se dedicó a destruirlos: eligió a uno –Boris Berezovski- como cabeza de turco, y logró su caída y exilio (y, según algunos, también su muerte). A otro, Mijaíl Jodorkovski, que se atrevió a desafiarle políticamente, lo metió en la cárcel con expropiación de todos sus bienes. Después de eso, el resto de los oligarcas entendió que mientas obedecieran a la razón de estado y se limitaran a coleccionar yates y clubes de la Premier no les pasaría nada.
La siguiente jugada de Putin fue convertir a Rusia en el principal suministrador de hidrocarburos de Europa. Por esta época, cabe recordar, Putin era visto con agrado en Occidente, que tras el 11S estaba inmerso en una histeria antimusulmana y veía en él a alguien enfrentado en Chechenia al mismo enemigo, y una alternativa muy bien recibida a las importaciones desde el mundo árabe (hoy, esas importaciones -a las que hay que sumar el 40% del uranio que compra la UE- han creado una dependencia energética que hace imposible a Europa sancionar de forma eficaz a Rusia).
Esta “sinergia” formó también parte de otro vector de rearme ruso: el cultivo de partidos pro-rusos en Occidente. Se ha hablado mucho de las interferencias rusas en la política occidental: manipulación directa de resultados, creación de medios digitales alternativos, bots en redes sociales, financiación directa (los tories británicos han recibido donaciones de los oligarcas, y lo mismo se dijo de Salvini)… Pero Putin también ha cultivado el apoyo directo de políticos como Le Pen, Salvini, o Viktor Orbán.
Putin, a estas alturas ya debería quedar claro, es un nativista que cultiva un nacionalismo étnico muy agresivo vertebrado alrededor de la lengua y la religión, con la consiguiente enemistad hacia minorías religiosas, culturales o sexuales que supongan una amenaza (o siquiera una alternativa) para dicho nacionalismo. Un nacionalismo con importantes componentes anti-musulmanas, homófobas y anti-feministas, que se presenta como “enfrentado a un mundo gobernado por élites globalistas”, y combinado con un culto militarista y centrado en un líder fuerte como expresión de la voluntad popular.
Este nacionalismo viene mezclado con ciertas políticas sociales intervencionistas, en favor de amplias capas de la población, que tienen de “comunista” lo mismo que la VPO de Franco, pero que contribuyen a su popularidad y a retratarlo como un campeón de la nación. En el siglo XIX a este mix le llamaban bonapartismo.
Como ustedes bien sabrán, no faltan políticos en Occidente que defiendan exactamente lo mismo para sus propios países, aderezado acaso con un poco de colorido local. El grupo Identidad y Democracia del parlamento europeo es prácticamente el grupo de los amigos de Putin. El Grupo de los Conservadores y Reformistas (donde se encuentra Vox), en cambio, no es pro-Putin, pero eso es porque casi medio grupo está compuesto de parlamentarios polacos de ultraderecha que consideran a Rusia el enemigo ancestral, sin distinguir mucho quién gobierne allí. Lo cual seguramente es la razón de que Vox (que tiene en el PiS polaco uno de sus referentes) nunca haya mostrado demasiado apoyo abierto por Putin.
Volviendo a 2004, fue en este momento de aparente paz con Rusia y hybris occidental que la OTAN decidió expandirse hacia el Este: en 2004, siete países de Europa del Este fueron incorporados, incluyendo tres (Estonia, Letonia y Lituania) que habían sido parte del la URSS e incluso lindaban con Rusia. Expansión que vino acompañada en la cumbre de Bucarest de 2008 por una promesa a Ucrania y Georgia de que ambas, en el futuro, podrían ser miembros también. Poniendo la guinda, Estados Unidos instaló un escudo antimisiles en Europa del Este afirmando que estaba dirigido “contra Irán y Corea del Norte”.
Por supuesto, Ucrania y Georgia tienen todo el derecho del mundo a querer ingresar en la OTAN, faltaría más. Resulta hasta comprensible, cuando se estudia su relación histórica con su vecino del norte, que quieran ofrecer bases a los americanos para que pongan tropas e incluso armas nucleares. Pero que tengan el derecho a pedirlo no significa que la OTAN deba concederlo. El mismo derecho tenía Cuba en 1962 a ofrecer bases a los soviéticos para que pusieran tropas e incluso armas nucleares (y resulta hasta comprensible, estudiando la relación de Cuba con su vecino del norte), pero eso no significaba que la URSS tuviese que aceptar, despreciando cualquier consideración de seguridad de EEUU. Cuando lo hizo, la humanidad llegó a asomarse al precipicio de una hecatombe nuclear.
Los pasos de la administración de George W. Bush fueron revertidos posteriormente por Obama, pero la espina ya se había clavado. Sobre todo, porque la reversión no fue total: Cuba al menos logró tener garantizada su independencia, pero la OTAN no quiso renunciar explícitamente a incorporar a Ucrania y Georgia en el futuro.
El futuro llegó muy pronto, y con él la respuesta rusa: cuatro meses después de la cumbre de Bucarest, Georgia invadió Osetia del Sur, un estado secesionista situado en su territorio y reconocido solo por Rusia y sus aliados. Como en todo lo que rodea a la antigua URSS, la situación era compleja, pero al menos estable desde 1992. Inmediatamente, Putin acudió en ayuda de los osetios, que así lograron repeler el ataque y mejorar significativamente su posición ante Georgia, mientras Bush no hacía nada. Dicen algunos que recibió una llamada desde Beijing, recordándole amablemente toda la deuda pública estadounidense acumulada por China. Por supuesto, la idea de meter a Georgia en la OTAN murió allí mismo. Putin había movido su primer alfil fuera de sus fronteras, y le había salido bien.
La política exterior fue acompañada por un alineamiento interno cada vez más fuerte, con Putin ganando elecciones con márgenes cada vez mayores, frente a una sociedad uniformizada y forzada a seguir las consignas oficiales. Parte del entusiasmo que despierta Putin en Rusia, no obstante, es genuino, con algunos sectores de la población dispuestos a pasar literalmente hambre y frío en pos de la política putiniana de restablecer el imperio ruso (y aun así, y pese al evidente peligro para los participantes, han surgido en toda Rusia manifestaciones contra la guerra; la sociedad rusa no es solo Putin, y es importante recordarlo también).
Todo esto que les cuento es, por una parte, imprescindible para entender la situación existente el 22 de febrero, y al mismo tiempo totalmente irrelevante desde el momento en que Putin lanzó una invasión militar contra Ucrania. Una guerra de agresión en todo salvo en nombre, iniciada apenas 48 horas después de un discurso en el que Putin prácticamente negó la legitimidad del estado ucraniano, sin que hubiera ninguna amenaza directa contra Rusia, y con un desarrollo (bombardeos en Lviv –situada a 500 kilómetros de Rusia-, y avances sobre Kharkiv y Kyiv) que invalidarían cualquier tenue justificación de que esto ocurre en defensa de las autoproclamadas “repúblicas populares” de Donetsk y Luhansk. Tras 23 años de cuidadosa y paciente partida de ajedrez, Putin ha decidido darle una patada al tablero.
Reconozco que a mi me pilló totalmente por sorpresa. Siempre pensé que Donetsk y Luhansk tendrían para Putin la misma utilidad que Transnistria, Osetia del Sur o Abjasia: peones menores que amenazan a fichas mayores, sitios en los que aplicar periódicamente presión, pero siempre de manera controlada. En apenas 24 horas, por obra y gracia de la propaganda putinesca, se convirtieron en los Sudetes rusos: una injustica histórica, perpetrada en un momento de debilidad que ahora es vengada. A todo esto: el Tratado de Versalles por supuesto que no justifica Auschwitz, pero sin el Tratado de Versalles no se entiende todo el proceso histórico que llevó a Auschwitz.
Por la misma, reducir todo lo que está pasando a Putin ignora que, sin las circunstancias de la Rusia postsoviética, Putin no podría haber hecho lo que ha hecho, y que si él no estuviera otro podría haber usado esas mismas circunstancias para llevar a Rusia a este punto.
¿Y ahora? A quienes han abogado por aislar el conflicto y no mandar armas se les ha acusado de “salir corriendo al ver que una pandilla abusa de un inocente”, o se ha sacado a relucir el aislamiento de la República Española en la guerra civil. Estas analogías fallan un poco: todo lo que no sea mandar tropas es, por usar la expresión, “salir corriendo”. Podemos salir corriendo a la chita callando, deseándole buena suerte a la víctima, o arrojándole antes una navaja pequeñita, pero al final estamos saliendo por piernas.
En cuanto a la comparación con la Segunda República, el embargo decretado por el Comité de No Intervención fue una farsa en cuanto la República no pudo adquirir nada vía Francia, su principal frontera, mientras los rebeldes eran abastecidos muy generosamente por Hitler y Mussolini (que formalmente se habían adherido al Comité). Entonces, el suministro fue decisivo: con uno adecuado, la República habría tenido alguna posibilidad, y sin el suministro fascista, los rebeldes seguramente habrían fracasado. Sin embargo, en el presente caso, y dada la diferencia de fuerzas, no parece que los envíos de armas vayan a inclinar la balanza del lado ucraniano.
Es natural y hasta loable que los ucranianos quieran defender su país. Es totalmente impresentable el belicismo de quienes desde Occidente quieren luchar hasta el último ucraniano, solo por ver morir soldados rusos, porque creen que “Rusia es culpable” sí o sí (sobre todo, si se le sigue comprando gas a Rusia a razón de 700 millones de euros diarios).
Y es comprensible el punto de vista de que esto es, al margen de consideraciones geopolíticas, también un enfrentamiento entre sistemas: entre una democracia (por muy imperfecta que haya podido ser) y una autocracia, y que nuestra obligación, si apreciamos nuestra forma de gobierno, es apoyarla cuando está bajo ataque. Porque si a Putin la jugada le sale bien, prepárense para el surgimiento de apologistas del autoritarismo, enarbolando un discurso centrado en que la democracia y la diversidad nos debilitan, en que la disidencia de las líneas oficiales llegado el momento puede ser traición, y que la única manera de parar a Putin es usando los métodos de Putin “porque funcionan” (siempre, por supuesto, en nombre de un fin superior).
En suma, con “mayor determinación” para enfrentarse a Putin… mientras se implanta una sociedad muy similar a la que se ha creado Putin, con oligarcas sometidos al estado (que no es lo mismo que a la voluntad pública, sino algo muy distinto), nacionalismo exacerbado y opcionalmente cierta tolerancia a la diversidad para blanquearlo todo. Discursos y evoluciones similares llevan larvados en nuestras sociedades desde hace muchos años, y es posible que esta guerra les dé el empujón final.
Ahora mismo, el ejército ruso parece empantanado e incapaz de terminar la guerra, pero los recursos de Rusia son muy superiores a los de Ucrania, y no sabemos del todo cuales son los objetivos finales de Putin. ¿Solo Crimea, Donetsk y Luhansk? ¿La neutralidad de Ucrania? ¿Toda la costa del Mar Negro? ¿Ucrania podría retener al menos a Odessa? Algunas de estas cosas Rusia las lleva reclamando décadas. Y las podría haber tenido de haber habido actores más sensatos en Occidente. Francia y Alemania parecen haber estado por la labor y por una pacífica coexistencia, pero en Washington tienen claro que sus únicos apoyos incondicionales en el mundo lo son por su escudo militar: frente a Rusia en Europa, frente a China en Asia, frente a Irán en el Golfo Pérsico. Sin estos aliados dispuestos a aceptar sus bases militares, financiar su deuda, e integrarse en su orden económico, Estados Unidos solo sería una potencia regional con graves problemas internos. Por eso necesita tensar periódicamente las cuerdas en los tres escenarios.
De nuevo, nada de esto justifica la guerra de agresión rusa. Pero ayuda a ponerla en contexto… y a entender por qué, poco a poco, los regímenes occidentales, tras su retórica inicial, están dejando caer a Ucrania, pronunciándose a favor de una “paz razonable”, y aceptando mucho de lo que hace cinco años (¡e incluso cinco semanas!) eran “exigencias inaceptables” de Rusia, y más todavía.
A no ser, claro, que se produzca un giro en la guerra o una revuelta interna en Rusia. Como en los años 80 -si bien de forma larvada- por las bajas en Afganistán, o en 1905 y 1917, también a consecuencia de guerras mal llevadas. Pero incluso 1917 vino tras tres años de guerra y dos millones de muertos. La moderna sociedad digital es mucho más rápida procesando eventos, pero organizar una revuelta sigue llevando su tiempo. Y los últimos discursos de Putin no parecen indicar que esté dispuesto a rebajar la tensión, todo lo contrario.
En cuanto a la posibilidad de una escalada… Cuando arrancó la presidencia de Donald Trump, recuerdo haber leído que alguien le hizo a un militar estadounidense una pregunta peliaguda: “¿qué pasaría si Trump ordenase de repente usar armas nucleares?” (para un ataque no provocado, se sobreentendía). El militar simplemente dijo: “no lo haríamos. No sé cómo, pero evitaríamos hacerlo.” Quiero creer que los militares rusos pensarían igual. Esperemos no tener que averiguarlo.