El pasado verano, el Consell de la Generalitat aprobó el Decreto Ley 14/2020 de medidas para acelerar la implantación de instalaciones para el aprovechamiento de las energías renovables por la emergencia climática y la necesidad de la urgente reactivación económica. Nadie debería discutir a estar alturas la imperiosa necesidad de confrontar la emergencia climática y reactivar un tejido económico y empresarial fuertemente dañado por la pandemia. Y a nadie debería escapársele tampoco no sólo lo apremiante de ambos retos, sino la necesidad de convertir precisamente la transición ecológica y la lucha contra el cambio climático en un eje fundamental de la configuración de un nuevo modelo económico. Nada que discutir hasta aquí.
El facilitador marco normativo que establece dicho Decreto Ley parece haber tenido un efecto inmediato, pues nos estamos desayunando casi a diario con noticias que recogen las protestas que, desde diversas zonas de interior, están realizando cooperativas agrarias, comunidades de regantes o ayuntamientos ante proyectos o simplemente noticas que sitúan algunas plantas solares de gran dimensión en diversas localidades. Esta situación y los debates que genera no son en absoluto nuevos, ni en la arena social y mediática, ni en el ámbito académico. Se trata de la (in)compatibilidad de actividades económicas, intereses y modelos de desarrollo, en los que la actividad agraria sigue jugando un papel importante.
Para justificar estas contradicciones, desde nuestro punto de vista, no hace falta aferrarse al estereotipo de la agricultura como eje del empleo en el medio rural, a pesar de que sigue siendo el punto de apoyo para un sistema de actividades económicas, en torno al sistema alimentario basadas en la calidad, la cultura, la gastronomía, el paisaje y el turismo. El medio rural debe, sin lugar a dudas, aprovechar las oportunidades que plantea un modelo económico basado en la transición ecológica y la bioeconomía. Sin embargo, sin necesidad de anclarse en la defensa a ultranza de los sectores tradicionales, el desarrollo tampoco debería desligarse de su vinculación con procesos endógenos y territoriales orientados a fortalecer el necesario ‘empoderamiento rural’. Los macroproyectos fotovoltaicos, promovidos con frecuencia por fondos de inversión internacionales operados desde la distancia y que ocuparán una superficie cuyos propietarios muy posiblemente tampoco residan en dichos territorios, suponen una nueva versión de un modelo ‘extractivista’ de desarrollo. Un modelo que ya ha manifestado sus limitaciones para generar un desarrollo justo y equilibrado, así como su capacidad para desactivar los procesos endógenos de desarrollo. En primer lugar, por sus potenciales externalidades negativas sobre el paisaje y la biodiversidad, activos de bienes y servicios rurales que queremos poner en valor para reactivar las zonas rurales; y en segundo lugar, y casi más importante, porque lo que se extrae ahora no son recursos no renovables, sino un recurso que la mayoría de expertos en materia de desarrollo rural consideran imprescindible: la capacidad para la acción colectiva y la cooperación entre los propios actores del medio rural, la capacidad para diseñar y poner en marcha su propio modelo de desarrollo. Precisamente en muchas zonas rurales valencianas son estos modelos casi el último sostén para la fijación de población en el territorio.
Porque estos proyectos van a producir, sí, energía renovable y van a significar unas rentas importantes para algunos “agraciados”, posiblemente estimulados por subvenciones públicas. Pero no escapan a la lógica de acumulación y concentración del capital como en otros sectores que muestran buenos niveles de rentabilidad y están en riesgo de desregulación y/o planificación de arriba a bajo (otra vez) como es el caso que aquí nos ocupa. ¿De verdad es tan difícil compatibilizar la transición energética en el medio rural con las estrategias de desarrollo de los propios actores que están dinamizando la economía de muchas zonas de interior? ¿No sería más deseable apostar de forma decidida por proyectos comunitarios de transición energética? ¿No sería preferible una regulación inteligente que zonifique de forma coherente y consensuada la localización de estas instalaciones? Tengámoslo en cuenta de cara a una recuperación y reconstrucción económica que sea eficaz y a la vez responsable.
Dionisio Ortiz, José Mª García Álvarez-Coque, Víctor Martínez son profesores del Departamento de Economía y Ciencias Sociales de la Universitat Politècnica de València